ADIÓS A OTRO BUEN
AMIGO: MI COCHE GOLF MODELO 1990
“Sin lágrimas, será la
despedida”, así empieza un bolero de los años cincuenta y ahora lo recuerdo
porque así me despedí de mi fiel amigo y compañero, el coche Golf azul marino,
modelo 1990, estándar, que heredé a la muerte de mi hermano Ricardo en 1993.
Desde el principio de este año noté que la
fuerza de mis piernas y la agudeza de mis ojos habían disminuido, pero me
resistía a dejarlo partir. Sin embargo, en tres ocasiones choqué,
afortunadamente, con las llantas de las camionetotas que circulan por Durango,
por lo que no hubo ningún daño, pero sí interpreté el incidente como un aviso
de la vida de que había llegado el momento de despedirme del coche y organizar
mi vida de otra manera.
El Golf azul marino llegó a mis
manos cuando regresé de mi trabajo en San Antonio, pero en momentos muy
dolorosos. Pertenecía a mi querido hermano Ricardo (el menor de la familia) que
falleció repentinamente en 1993 a causa de un infarto masivo. Su muerte sumió a
la familia en una tristeza profunda y creo que ya nunca volvimos a ser los
mismos.
Me había nombrado heredera
universal y albacea, lo cual significó para mí una enorme responsabilidad
porque implicó ocuparme de muchos asuntos, quitar el consultorio, avisar a los
pacientes de su fallecimiento, vender su biblioteca y muchas cosas más. Me
llevó más de un año poner todo en orden y mi vida se convirtió en un frenesí:
mis clases en el Colegio Americano, la única clase que impartía en el Centro de
Enseñanza para Extranjeros en la UNAM, y asistir puntualmente a todas las
audiencias que se necesitaron para que todo se resolviera de la mejor manera.
La primera vez que manejé el Golf
tuve muchas dificultades con el clutch. En San Antonio mi coche era un Toyota
Corolla, suave como la seda, y tan pequeño que cuando me presenté al examen
práctico de manejo el examinador, que era alto
y grueso, tuvo dificultad para
acomodarse. Afortunadamente, eso no fue problema y fui aprobada con lo que ya
me sentí segura al manejar por las calles y por la carretera 410 de alta
velocidad que era prácticamente la que más utilizaba.
No sé si el Golf extrañaba a su
antiguo dueño y por eso protestaba como un caballo amaestrado montado por algún
extraño cuando yo presionaba el clutch.
El caso es que lo estropeé en dos o tres ocasiones y hubo que
sustituirlo. Pero pasaron los meses y aprendimos a comprendernos el uno a la
otra.
En 1995 tomé la decisión de
regresar a Durango para hacerme cargo de mi casita en el Fraccionamiento Camino
Real antes de que me la estropearan por completo y lo hice, acompañada de una
amiga, en mi coche Golf. Antes, ya había ido en el coche a Cuernavaca y a
Querétaro sin ningún problema. Y esta vez fue igual. Salimos de la Ciudad de
México a las 7:00 a.m. y llegamos a Durango a las 7:00 p.m. pues nos detuvimos
en San Luis Potosí para desayunar y más tarde a cargar gasolina. El coche se
portó de maravilla. El regalo que le hizo Durango a mi Golf poco después de mi
arribo fue el robo de los cuatro tapones.
Como en el Camino Real no había
forma de protegerlo durante la noche, compré dos bastones y unas cadenas y con
eso lo dejaba seguro. Además, para impedir que los maleantes pudieran empujarlo
hacia atrás y llevárselo, mandé construir una puerta de metal que lo protegía y
que llamaba la atención porque no tenía muros a los lados, sólo la puerta
anclada firmemente en el suelo. Andando el tiempo se construyó la barda y esto
aumentó mi seguridad.
Dejé que corrieran los años
porque el coche no me daba ningún problema con la esperanza de que se volviera
clásico y pudiera yo venderlo muy bien. Luego, me enteré de que ese tipo de
coches no se volvía clásico, sólo los Volkswagen. Pero seguí conservándolo.
El día que se lo llevaron me
sentí triste pero seguí el consejo del bolero mencionado y no lloré. Ahora el
espacio que ocupaba y donde yo lo veía todo el tiempo a través de los cristales
de la cocina parece inmenso y desperdiciado. Quizá cuando llegue la primavera
compraré algunas macetas para que el lugar se vuelva más amable.
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