domingo, 26 de febrero de 2017

Exquisito y humilde pan elaborado por mi tía abuela Teresa

PAN DE BURRO

Y sobre todo tres o cuatro de aquellos valiosos
Simpáticos animales, los asnos,
Que estuvieran echados perezosamente,
Que menearan alegres sus cabezas.

Konstantinos Kavafis. “Casa con huerto”.

No se trata, por supuesto, de un pan especial para burros, ni de uno horneado en forma de jumento (otro vocablo para referirse a este animal) como ocurre con las galletas de cochino (así se las llamaba antes) y que hoy se venden como puerquitos, higiénicamente envueltas en bolsas de celofán (las que se consumen en Querétaro se fabrican en Durango) o como marranos con piloncillo, como las vi anunciadas el otro día en un supermercado.

Eran unos panes amasados y horneados amorosamente por mi tía Teresa y cuyo aspecto semejaba unas aspas de molino o una gran X irregular porque no utilizaba ningún molde. Modestos, como lo es el burro, podían comerse cualquier día pero no en las grandes ocasiones. Ignoro si otras personas utilizaban este nombre para este tipo de pan, y  veces pienso que mi tía los bautizó así porque le recordaban a los burros cargados con largas y pesadas tablas que recorrían las calles de Durango o tirando de la carreta rebosante de frutas, verduras o tierra para macetas. Los preparaba de vez en cuando y los horneaba en el horno eléctrico en la pequeña cocina que había habilitado en el segundo patio de la casa de mi abuela, cerca de su recámara, con el anhelo –supongo- de tener su propio espacio. Una vez listos, los compartía con dos o tres de sus sobrinos consentidos; los demás se almacenaban en un bote metálico.

Los burros son animales humildes; sin embargo, tienen un lugar importante en la historia, la literatura y el devenir de la sociedad. En mis recuerdos de las excursiones veraniegas por los alrededores de la Villa de Nombre de Dios cuando nos dirigíamos a Berros o a La Constancia para nadar o simplemente a los manantiales con el objeto de traer agua limpia para beber en las damajuanas forradas de arpillera para evitar que se quebraran, aparece siempre, en primerísimo lugar, la burra Tomasa.

A diferencia de Platero, el burro inmortalizado por Juan Ramón Jiménez en su Platero y yo, que era “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón”, Tomasa era grande, demasiado alta para su sexo, con el pelaje encrespado y en total descuido (admito que nunca me preocupé por bañarla o cepillarla). En otras palabras, no se parecía en absoluto al burro que recuerda el escritor español. Inspiraba respeto por su gran tamaño; no obstante, yo solía cabalgar en su lomo libre de temores guiando su trote con una vara sin llegar a lastimarla. Nos entendíamos bien. Los días de paseo Tomasa se veía libre de cargar rejas o bultos y yo disfrutaba de una cabalgadura a la altura de mis dotes de amazona.

Llegábamos siempre las últimas de la partida, bien porque yo me distraía mirando el paisaje, bien porque Tomasa decidía fortalecer su dieta con el pasto del camino. Nada nos preocupaba; conocíamos la senda y los terrenos por donde andábamos. Alguna vez, como para recordarme que era ella quien mandaba, se detenía abruptamente frente a un nopal o un maguey y amenazaba con desembarazarse de mí. Yo no respondía a su provocación y, con la vara, la invitaba a reanudar la marcha. Tomasa intuía que su tarea nada tendría que ver con el corral o con cargar costales de maíz o frijol. Se agitaba inquieta entre los animales y aguardaba impaciente a que la aparejaran para la salida. Luego, junto con los caballos, esperaba quieta frente a la casa. Una vez enfilado el grupo en la dirección escogida para esa jornada, la burra trotaba gozosa por la ruptura de su rutina.

En estos días primaverales en que las abejas, las avispas y las mariposas se posan en los geranios y que las lagartijas se deslizan veloces entre las plantas, Tomasa ha vuelto a mi memoria, llena de vida, grande y saludable. Quizá como resabio de aquellos de aquellos días, cuando veo un burro oprimido por una carga demasiado pesada, me invade la tristeza o me angustio con noticias como la propuesta para sacrificar cinco mil burros porque consumen más pasto que las reses y, dada la sequía, es preferible alimentar al ganado que a los borricos. De inmediato se levantó el clamor popular en contra de esa medida. Habitantes de Argentina y de otros países alzaron su voz para protestar por lo que se bautizó como el burricidio. Australia dijo que estaba dispuesta a recibir los cinco mil burros y otras naciones comunicaron que también a ellos les hacían buena falta. Por fin, los diarios anunciaron que se cancelaba la medida.

Mucha gente se pregunta si la carne y la piel de estos animales no justifican su existencia. Me han dicho que la carne se utiliza para salchichas y otros embutidos en tanto que la piel –más allá de haberle sido útil a la princesa para encubrir su identidad en el cuento Piel de asno, de Charles Perrault- se emplea para cinturones y zapatos, mientras que las pezuñas sirven para cierto tipo de jabón.  

La verdad es que, desde mi punto de vista, los burros han sido desplazados por las camionetas pick-up como medio de transporte. Mientras sólo hubo senderos en la sierra y a través de los llanos, los burros y las mulas fueron indispensables como animales de carga. Recordemos, de paso, que la ciudad de Vicente Guerrero, antiguamente llamada Muleros, era precisamente un sitio de recarga de mulas para las caravanas que se dirigían hacia el norte. Hoy, las circunstancias han cambiado: se han construido caminos transitables y los camiones y camionetas pueden cargar mucho más que un burro o una mula.  

Cuando Don Quijote convenció a Sancho de acompañarlo en sus aventuras, el villano (en la acepción de habitante de una villa) respondió que naturalmente iría llevando sus alforjas, pero sobre todo “un asno que tenía muy bueno porque él no estaba duecho a andar mucho a pie”. Páginas más adelante, les roban el burro; entonces, Sancho le dice a su señor: “a fe que no faltaran palmadillas que dalle, ni cosas que decille en su alabanza”. Contrito porque está obligado a caminar, se aleja a cumplir la encomienda impuesta por Don Quijote.  



Publicado por primera vez en mi libro El aroma de la nostalgia. Sabores de Durango, II, en 2009.


Homenaje a ese fiel servidor que nos alegró los veranos

CUCO

No sé cuándo ni cómo llegó Cuco a trabajar para la familia. Tampoco sé su apellido. En la iglesia lo bautizaron con el nombre de Refugio, pero pronto todos en el pueblo empezaron a llamarlo Cuco. Lo cierto es que él era tan parte de nuestra vida en Nombre de Dios como la libertad, los pies descalzos, las largas caminatas y las interminables horas en el agua de los ríos.

Cuando uno veía a Cuco por vez primera, no sabía qué admirar más, si los blanquísimos dientes que le estallaban como granos de elote entre los labios sonrientes o los negros pelos parados que coronaban su cabeza. Tenía un invariable buen humor y una expresión risueña que se agudizaba por los ojillos rasgados que casi se perdían en su rubicundo rostro redondo.

Cuco era un mago en la cocina y no protestaba por el exceso de trabajo cuando nosotros, chiquillos consentidos, exigíamos a gritos que nos llevaran la comida a la orilla del río donde nadábamos hasta el anochecer. Sin perder la calma, con su inalterable sonrisa y buen humor, cargaba las ollas y sartenes en la camioneta y, dando tumbos y esquivando los hoyancos del camino de terracería, el cargamento de sopa de tortilla, tacos, caldillo, arroz y frijoles llegaba hasta el amplísimo paraje sombreado por los altos  sabinos conocido como “Los Salones”.

Memorables eran las mañanas en que era necesario ir a traer agua del manantial para beber. Muy temprano, Cuco y el mozo aparejaban los burros y acomodaban en sus costados los grandes garrafones de vidrio protegidos por arpillera para que no fueran a quebrarse. Nosotros montábamos cada uno sobre el lomo de un burro. Cuco y Miguel iban a pie guiando el grupo e impidiendo que nuestras cabalgaduras nos depositaran sobre los huizaches.

El manantial no quedaba lejos, pero a nosotros la jornada nos parecía una aventura prodigiosa. Sólo teníamos que llegar hasta el río de Nombre de Dios, distante unos dos kilómetros del pueblo y ahí, a un lado, encontrábamos el ojo de agua. En las márgenes del río, agazapada al pie de los sabinos y lista para atacar, crecía la hiedra venenosa capaz de provocar en cualquier incauto que la tocara o se sentara sobre ella una dolorosa inflamación de la piel que pronto se cubría de ampollas.

Quizá el mayor encanto de Cuco fuera su habilidad para contar cuentos de aparecidos y sucesos de la Revolución en las noches cuando, apagado ya el fogón y sentados nosotros en derredor suyo, esperábamos ansiosos que desgranara sus historias a la luz del quinqué que apenas alcanzaba a iluminar la espaciosa cocina, No muy lejos se oía el mugir de las vacas, el balar de los borregos y, un poco más allá, el aullido de un perro. En las noches sin luna, la obscuridad aumentaba la fascinación.
Cuco hablaba en voz muy baja y nosotros sucumbíamos al embeleso. Sentíamos que los ahorcados podían aparecer cruzando el corral o que ya no era posible ir hasta la bodega, al fondo del largo corredor, porque la sombra proyectada sobre la pared podía corresponder a alguien llegado de ultratumba. Algunas noches, para poner a prueba nuestra valentía, obligábamos a alguno a caminar hasta el final del corredor donde reinaban las más profundas tinieblas con la amenaza de que, si no cumplía con la hazaña, caería en el ridículo y sería considerado un cobarde.

Cuco disfrutaba de otro ascendiente sobre nosotros. Se ufanaba de que había sido picado por un alacrán más de cinco veces y de que todavía seguía vivito y coleando. Orgulloso, desplegaba ante nuestros incrédulos ojos su mano y nos señalaba dónde había encajado el alacrán su lanceta cada vez. Para probar la verdad de sus palabras, metía la mano en algún oscuro rincón y luego, triunfante, la retiraba. A nosotros, que no debíamos calzarnos los zapatos sin verificar con la lámpara de mano que no hubiera en ellos ninguna alimaña y que debíamos revisar debajo de las almohadas antes de dormir, esta facultad de Cuco nos parecía absolutamente envidiable.

Verano tras veranos retornábamos a la casona, a las huertas, a los ríos y a Cuco. Pero un día ya no volvimos más. La casa fue puesta en venta y hubo que buscar otra manera de pasar las vacaciones. Alguna vez vino Cuco a vernos a Durango y después ya no supimos más de él. Ahora me pregunto si otros niños habrán disfrutado, como nosotros, de sus historias y de sus guisos.

Tomado de mi libro Perfiles al viento, 2000.




¿Qué hubiéramos hecho sin las eficientes costureras?

LAS COSTURERAS DE DURANGO

Así se denominaba a las mujeres que en la década de los años cincuenta iban a las casas de distintas señoras un día a la semana para coser, remendar, hacer fundas para almohada con los mejores trozos de las sábanas viejas, y muchas cosas más. Otras tenían su taller  y cosían vestidos, faldas, blusas o lo que se necesitara porque en ese tiempo todavía no existían en Durango las tiendas que vendían ropa hecha; por eso eran tan populares los almacenes que vendían telas de todo tipo.

 La ropa ya lista para usar se llamó al principio pret-a-porter, como la bautizó su creadora, la famosa diseñadora francesa Chanel. Además de crear su reconocido perfume Chanel número 5, benefició mucho a las mujeres porque las ayudó a deshacerse del corset, de las faldas largas y de las blusas de manga hasta la muñeca e inventó el brassier, los fondos y los trajes compuestos de falda y saco para damas. En otras palabras, les dio libertad.

Había muchas costureras, pero mi preferida era Cuquita, una mujer delgada y sonriente, que vivía, junto con su hija Dorita, cerca de mi casa en la calle  Pino Suárez, casi esquina con Zaragoza, en una pequeña casita que hoy es sólo un montón de escombros.   Cobraba lo justo y tenía la prenda lista cuando uno la necesitaba;  muchos vestidos que me parecieron bonitos salieron de sus manos.  

Otra costurera que llamaré Aurora porque he olvidado su nombre tenía su taller en la calle de Gómez Farías por lo que para ir hasta allá debía abordar un diecero (un coche que cobraba 20 centavos y que me dejaba en la esquina de Luna y Pino Suárez y entonces no tenía que caminar mucho). También me hizo vestidos que me hicieron sentir bien vestida cuando los usaba y sus honorarios eran adecuados. Me inscribí en sus clases de corte, pero no aprendí mucho porque dedicamos demasiado tiempo a hacer patrones y no tanto a coser realmente. Debo decir que sí logré saber lo básico: subir bastillas, achicar o agrandar un vestido (según se necesitara) y otras minucias relacionadas con la costura que me fueron muy útiles. Debo confesar que el único vestido que me quedó muy bien lo cosí en Jackson, Missouri, cuando estuve en la escuela en Cape Girardeau, mediante un patrón y con la ayuda de la mamá de mi amiga que me auxilió en la tarea.  

La señora Hintze era la costurera preferida de algunas señoras, pero yo jamás solicité sus servicios. Creo que se especializaba en coser uniformes para la escuela, pero ahora que pienso en esto puedo decir que no tengo ni la más remota idea de quién me hizo los uniformes que usé durante la primaria y la secundaria en el Colegio Sor Juana Inés de la Cruz. Tampoco recuerdo quién cosió mi bello vestido para hacer la Primera Comunión porque no fueron ni Cuquita ni Aurora y no creo que haya sido comprado fuera de esta ciudad.

Las más elegantes y que tenían mucha fama eran las señoritas Pantoja, que vivían en una casa sobre la  calle de Zaragoza que todavía se conserva muy bien, con unas hermosas ventanas con herrería que la distinguen en toda la cuadra. Se especializaban en vestidos de baile o de novia y creo que fueron ellas las que confeccionaron el traje de novia de la segunda esposa de un gobernador  cuando contrajo matrimonio por segunda vez luego del fallecimiento de su primera esposa.

Cuando regresé a Durango, mi prima Josefina me llevó con su costurera Betty que me confeccionó varios vestidos veraniegos y una que otra falda de invierno cuando yo todavía las usaba junto con las botas para resistir el frío invierno de Durango. Desde hace varios años, las faldas esperan en el ropero para que se las regale a alguien porque he dejado de usarlas y ahora todas las mujeres usamos pantalones.


Lo que sí aprendí muy bien fue a zurcir calcetines, una habilitad inútil en nuestros días (aunque a mí todavía me ha servido) porque ahora o se tiran los calcetines a la basura, o se usan agujereados. Mi abuela materna tenía la costumbre, por las tardes, de sentarnos a sus nietas en su derredor y darnos calcetines o trapos agujereados a propósito con el fin de que aprendiéramos a zurcir, pegar botones, remendar algo sencillo u otros menesteres relacionados con la costura. Todo ello eran virtudes que las mujeres debían conocer lo mejor posible para ser buenas amas de casa. Por supuesto,  esas habilidades han  pasado a la historia y por eso lo recuerdo en este texto ya que ahora las muchachas no saben ni coser un botón. Eso ha facilitado que existan muchos talleres, donde trabajan cuatro o seis costureras y algún  sastre, a quienes se recurre actualmente para coser o arreglar lo que se necesite.



domingo, 19 de febrero de 2017

Texto escrito hace años pero que me propuse rescatar hoy.

YO, BERTOLT BRECHT, SOY DE LOS BOSQUES NEGROS.

Y sin embargo sabemos:
También el odio contra la bajeza
Desfigura las facciones.
También la ira contra la injusticia
Pone ronca la voz. Ah, nosotros
Que queríamos preparar el terreno para la amabilidad,
No pudimos nosotros mismos ser amables.
Ustedes, sin embargo, cuando lleguen los tiempos
En que el hombre sea amigo del hombre
Piensen en nosotros
Con indulgencia.

Bertolt Brecht, “A los hombres futuros”

Bertolt Brecht nació en Augsburgo, antiguo reino de Baviera, en 1898. Para los hispanohablantes, ese año es de capital importancia: por una parte, España perdió sus tres últimas colonias de ultramar: Filipinas, Cuba y Puerto Rico,  con lo que el imperio español pasó a ser sólo un capítulo de la historia de España, del mundo y de los países iberoamericanos. Desde el punto de vista literario, surgió en ese año la Generación del 98, como se conoce, entre otros, a Antonio y Manuel  Machado, Pío Baroja, Miguel de Unamuno y Leopoldo Alas (Clarín).

La geopolítica europea era muy diferente de la que existía a su muerte en 1956. Existía el Imperio Austro-Húngaro, gobernado por el emperador Francisco José. La reina Victoria era la soberana de Inglaterra. Dinamarca se encontraba bajo la dirección del emperador Leopoldo II. Prusia tenía como rey a Guillemo II que, al mismo tiempo, era emperador de Alemania. España ya había  tenido su primera república, pero a finales del siglo XIX  Alfonso XII había recuperado el trono. El más infortunado fue el zar Nicolás II de Rusia a quien le tocó en suerte la guerra rusojaponesa, el establecimiento de la Duma (que era un régimen parlamentario), la alianza francorrusa, la Primera Guerra Mundial y el estallido de la Revolución en 1917, cuando junto con su familia fue asesinado por los bolcheviques. Francia estaba gobernada por Félix Faure y se defendía de Alemania e Inglaterra.

Brecht tenía dieciséis años cuando estalló la Primera Guerra Mundial y, a lo largo de sus 58 años de vida, le tocó presenciar y sufrir las consecuencias de las dos guerras mundiales, de un difícil período de entreguerras, del nazismo, de la guerra de España, de la revolución rusa y de otros conflictos bélicos. Además, su simpatía por la ideología socialista y su oposición al nazismo lo obligaron al exilio. En 1933,  junto con su familia se estableció en Dinamarca, pero pronto este país fue  invadido por los nazis. Marchó entonces a Suecia, en 1939. De ahí se dirigió  a Finlandia y, en 1941, decidió  emigrar a los Estados Unidos. Cruzó el inmenso territorio de la URSS  en el expreso de Siberia. Diez después de salir de Vladivostok, en un barco sueco, las tropas  de Hitler invadieron la URSS. A su llegada a los Estados Unidos, estableció su residencia en Santa Mónica.

Una vez firmada la paz después de la Segunda Guerra Mundial, surgió  el macartismo  en los Estados Unidos y, con ello, la persecución de todos los simpatizantes de la ideología socialista. Por ello, decidió  regresar a Europa y escogió como residencia a la República Democrática Alemana donde fundó  una compañía de teatro que revolucionaría las artes escénicas: el Berliner Ensemble.

Su vida trashumante y los eventos que le tocó en suerte vivir, la crueldad de la guerra, la injusticia  social, el temor a la delación, influyen de modo decisivo en su pensamiento y en su obra. Tiene poco tiempo para la poesía lírica que canta el paisaje, los atardeceres o el amor. Por el contrario, escribe una poesía dura, directa, realista que poco se ocupa de la forma y mucho de lo que es imprescindible decir.

Esta colección de poemas editada por la Universidad Juárez del Estado de Durango se divide en catorce apartados, a saber: “Devocionario del hogar” (1918-1926); “De un libro de lectura para habitantes de la ciudad” (1926-1933); “Canciones, poemas, coros” (1918-1933”; “Poemas escogidos” (1918-1933), “Poemas de Svendborg”  (sin fecha); “I Cartilla de guerra alemana”,”Canciones infantiles”, “Crónicas”, “Sátiras alemanas”,  “Colección Steffin” (todos los anteriores sin fecha); “Poemas escogidos” (1938-1947) 1956), “Elegías de Buckow” (sin fecha) y “Canciones infantiles” (1950).  Fue el creador, además, de una notabilísima obra dramática con obras tan famosas como, por ejemplo, La ópera de los tres centavos y Madre coraje.

En 1916, se reunieron en Zurich varios intelectuales y artistas que propiciaron  una  revolución en el arte; se trata del movimiento conocido como el vanguardismo. Para la poesía no hay obligación de  respetar la rima y la métrica, además de que se acepta la abolición de la puntuación y el uso sin restricción de la metáfora. Gracias al futurismo italiano, entran a la poesía temas como la fábrica, el cine, el ferrocarril, la guerra, y ello beneficia a Brecht que puede escribir con toda libertad poemas cortos (muy pocos), largos, de denuncia,  narrativos, combinando versos de distinto número de sílabas y distintos géneros, amén de servirse con mucha frecuencia del encabalgamiento.

En cuanto al tema amoroso, esta antología nos presenta el poema “Recuerdo de María A”, cuya primera estrofa dice así:

Aquel día de luna azul de septiembre,
Quieto bajo un ciruelo joven,
Sostuve  al amor pálido y tranquilo
En mis brazos como un dulce sueño.
Y en el más hermoso cielo del verano
Contemplé una nube sobre nosotros largo rato.
Era muy blanca e increíblemente alta.
Y cuando volví a mirarla, se había ido. (p. 58)

Cambiando de tónica y tras el ascenso del nazismo y, años más tarde, del macartismo, escribe un poema que revela la inseguridad en que se vivía. Se titula “Borra las huellas” y en su primera estrofa leemos:

Sepárate de tus camaradas en la estación.
Ve por la mañana a la ciudad con la chaqueta abotonada.
Búscate un alojamiento y cuando tu camarada
Toque.
No abras. Oh, no abras la puerta
Al contrario.
¡borra las huellas! (p. 68)

Entre los poemas narrativos que más huella dejaron en mí se encuentran dos: “Balada de las viudas de Osseg” y “Sobre el calificativo de emigrantes”. El primero es una denuncia sobre la situación de estas mujeres que han perdido a sus maridos en las minas de carbón y que, por supuesto, no han recibido indemnización alguna. Dice así:

Las viudas de Osseg en traje de luto.
Vinieron a Praga a preguntar:
¿Qué van a hacer por nuestros hijos, querida
gente?
¡Ellos no han comido nada hoy!
Y sus padres han sido aniquilados en las minas de
Ustedes.
¿Qué, preguntaron los señores de Praga,
qué debe hacerse con las viudas de Osseg?  (p. 116)

El siglo XXI, afirman los sociólogos e historiadores, se caracterizará por la intensa movilización de gente de los países del sur hacia el norte. La prueba la tenemos en nuestros países latinoamericanos de  donde, según las cifras más recientes, miles de  personas arriesgaron  la vida para llegar a los Estados Unidos y Canadá. No son los únicos. Los turcos emigran a los países nórdicos y a Alemania. Los africanos se dirigen a España y Francia. Los asiáticos hacia Gran Bretaña. En el poema “Sobre el calificativo de emigrantes”,  que Brecht califica de sátira, escrito en versos largos, encabalgados, e intercalando lo que parece un versículo, inicia su protesta  con los siguientes versos:

Siempre encontré equivocado el nombre que se
          nos daba: expatriados.
Eso quiere decir emigrantes. Pero nosotros
No emigramos por libre decisión,
Escogiendo otro país. Tampoco marchamos
A otro país para quedarnos en él para siempre
Sino que huimos. Somos expulsados, desterrados.
Y el país que nos acoge no debe ser un hogar sino
          Un exilio.  (p. 185)

En el soneto titulado “El remordimiento”, escrito cuando Jorge Luis Borges tenía más de setenta años,  deja una confesión:

                              Mis padres me engendraron para el juego
                              Arriesgado y hermoso de la vida.
                              Para la  tierra, el agua, el aire, el fuego.
                              Los defraudé. No fui feliz. Cumplida no
                              Fue su joven voluntad /…/

Por su parte, en “Perseguido por buenas razones”, Brecht inicia de la siguiente manera:

                              Crecí como un hijo
                              De gente acomodada. Mis padres
                              Me pusieron un cuello almidonado y me criaron
                              En las costumbres de ser servido
                              Y me enseñaron el arte de mandar. Pero
                              Cuando hube crecido y miré a mi alrededor,
                              No me gustó la gente de mi clase,
                              Ni mandar, ni ser servido
                              Y abandoné mi clase y me uní
                              A los humildes.
                              Así,
                              Criaron a un traidor, le enseñaron
                              Sus artes, y después él
                              Los entrega al enemigo. (p. 190)


Borges asegura que no fue feliz. No obstante, su herencia intelectual es invaluable y sus huellas no serán fáciles de borrar. Brecht se confiesa un traidor. Y gracias a esa traición –que no es tal- y a la serie de eventos históricos que revolucionaron la geopolítica mundial, nos ha legado piezas de teatro creadas para sacudir las conciencias. En la poesía, menos conocida que su obra dramática, encontramos al mismo hombre preocupado por la inequidad, la falta de justicia social, la desigualdad económica, expresados mediante una economía de lenguaje, como es propio de la expresión poética. No es un traidor sino la voz de aquellos que no la tienen. 


Delicioso pan elaborado por mi abuela materna, que para esto no solicitaba mi ayuda.

PAN DE HUEVO

Aroma a pan horneado. Hogar, familia, convivencia, amigos: “Saber partir el pan y repartirlo,/el pan de una verdad común a todos/”, como escribió Octavio Paz en su poema “La vida sencilla”. Mesa en el exilio –voluntario o forzado- redonda o rectangular, donde el pan, el queso y el vino ocupan sitios de honor. Conversación, sonrisas, apretones de mano, abrazos. Los emigrados ocupan sus sillas alrededor de la mesa y sonríen al hablar de la tierra que dejaron atrás para recuperar aunque sólo sea en la memoria, y por un instante fugaz, el aroma del hogar y de la tierra propia. En estos momentos ocurre lo que dice Isaías: “Si dieras tu pan al hambriento, y saciares al alma afligida, en las tinieblas, nacerá tu luz y tu oscuridad será como el mediodía” (58:10).

En Durango, a las 6:30 p.m., algunas calles despedían el aroma a pan recién horneado. Semitas de anís, donas, empanadas rellenas de piña, bísquetes, campechanas, niño envuelto, quequis, marquesote, volcanes, pan de pulque, conchas, alamares, galletas de cochino, magdalenas. Había para todos los gustos y todos los bolsillos. El pan de agua (de menor precio), también conocido como pan francés o  bolillo, ideal para tortas de frijoles o de cajeta de membrillo, atraía a la mayoría de los compradores.

Recuerdo con especial emoción aquellos días de la carrera panamericana  de automóviles, cuando a las 6:30 a.m., presurosos comprábamos el pan de agua para preparar las tortas que nos alimentarían, ya apostados en las lomas de la carretera a México, durante las largas horas de espera hasta el paso del último automóvil. O los días de campo, combinados con las gorditas, eran un suculento manjar después de nadar en el Saltito o caminar por la sierra. En la Biblia se habla mucho del pan. Y a la distancia, mis primeros recuerdos del pan se asocian con mi abuela y mi padre. Ella elaboraba semanalmente algún pan especial para obsequiar a la familia; por ejemplo, el pan de huevo amorosamente amasado, aguardando con paciencia que la levadura cumpliera su cometido para que la masa alcanzara la altura deseada. Luego, se espolvoreaba con azúcar antes de hornearlo en un horno eléctrico. Su aroma inundaba todos los espacios y llegaba hasta las recámaras, como la tisana de hojas de naranjo con la noticia de la llegada del extranjero, como lo narra Elena Garro en Los recuerdos del porvenir.

Ya frío, se almacenaba en botes metálicos especiales colocados dentro de la alacena cuyas puertas permitían la ventilación a través de las telas de alambre para conservar su calidad y sabor. Eran  días de gloria, y el pan se distribuía con mesura para que toda la familia disfrutara de esa especie de volcán dorado que los aguardaba en sus respectivos platos en la mesa del comedor por la noche.

Para mi padre, no había mayor felicidad que llegar a la casa después de la jornada vespertina cargando en sus brazos una bolsa de papel de estraza colmada de pan como lo permitiera el bolsillo. Orgullosamente, la depositaba sobre la mesa del comedor y nos miraba. En los días de las vacas flacas, llenaba la bolsa de pan de agua; en los de abundancia, toda clase de pan de dulce: campechanas, niños envueltos, semitas, bísquetes, donas, galletas de cochino. ¡Una variedad extraordinaria que ha caracterizado a la panadería mexicana.

El pan de caja todavía no se conocía en la ciudad y las panaderías rebosaban de clientes. Famosas en esos días eran La Tapatía, la Panificadora Ideal, la Espiga de Oro, la Moderna, la Guadiana. Para mí el café de chinos llamado “Tupinamba”, ubicado sobre la acera norte de la calle 5 de Febrero, casi esquina con Pasteur, se llevaba los honores. Los bísquetes, las empanadas rellenas de mermelada de piña, las donas, el niño envuelto, eran un agasajo inesperado.

Había muchos otros panes fabricados en casa. Recordemos: el pan de pasas, el de leche, el de agua (al estilo casero), los molletes, las soletas, los buñuelos ¡tan propios de los días navideños y del invierno!

 Como dice la copla popular:

Esta noche es Nochebuena,
Noche de comer buñuelos
En mi casa no los dan
Por falta de harina y huevos.

Alimento para el alma y el espíritu, el pan es consuelo y alegría. Su aroma queda apresado en la nariz y acude, de tarde en tarde, para precipitar los recuerdos.


Publicado originalmente en mi libro El aroma de la nostalgia. Sabores de Durango (2005) y ahora se puede leer en Aromas de Durango, publicado por el CONACULTA. 

Comentarios sobre la BYCENED según el libro de Luis Carlos "Quiñones.

LA BENEMÉRITA Y CENTENARIA ESCUELA NORMAL DE DURANGO

El año pasado el doctor en historia Luis Carlos Quiñones publicó un hermoso libro, profusamente ilustrado con fotografías de maestros y alumnos, además de pinturas realizadas tanto por profesores como por alumnos, para festejar precisamente la tarea que ha cumplido la Escuela Normal en Durango desde su fundación en 1916 y que, en sus inicios, no fue bien recibida por muchas autoridades, y quizá tampoco  por la población en general.

La educación de las niñas se inició en nuestra ciudad con la fundación del Instituto de Niñas el 5 de febrero de 1870 por iniciativa del Lic. Juan Hernández y Marín. Sorprendentemente, las familias conservadoras se opusieron a la apertura del Instituto porque temían que esa educación las perjudicaría y, probablemente, porque les enseñaría a ser menos sumisas y más independientes. Las inscripciones empezaron en 1873, con la profesora Carmen Molina, quien ese año asumió la dirección de la escuela.  Con una mirada progresista, permitió la preparación de las jóvenes para ser preceptoras de educación primaria, así como para las labores del hogar,  incluyendo, además, materias sobre comercio y telegrafía.  El Instituto de Niñas fue clausurado el 11 de diciembre de 1913.  

Entre las profesoras que laboraron en el Instituto de Niñas  y que después se incorporaron a sus tareas en la recién abierta Escuela Normal se encuentran cuatro maestras que fueron sumamente estimadas por su entrega a su trabajo y por su capacidad para la enseñanza.  Se trata de Guadalupe Revilla, Vicenta Saracho, Francisca Escárzaga y Elena Centeno que todavía son recordadas y que dieron nombre a otras instituciones escolares.

Poetisa y pintora, Elena Centeno nació en 1859 en la ciudad de Durango y falleció en esta misma ciudad en 1940, por lo que favoreció la enseñanza de las artes. Guadalupe Revilla nació en la ciudad de Durango en 1862 y falleció en 1946. Fue comisionada por el gobernador Lic. Jesús Perea para encabezar el equipo que debía estudiar los planes y la curricula del Instituto de Niñas.  Francisca Escárzaga nació en 1866 y falleció en 1925. Fue la primera subdirectora de la Escuela Normal del Estado. Se distinguió por su filiación liberal, su admiración a Benito Juárez y a su ideario, rechazando las políticas de  Porfirio Díaz, lo que le ocasionó que fuera excomulgada. Vicenta Saracho nació en Mapimí en 1874 y falleció en Durango en 1890. Llegó a ser directora del Instituto de Niñas.

Una vez abierta la Escuela Normal del Estado y a pesar de las ideas de quienes eran partidarios de que fuera sólo para mujeres y que los varones quedaran excluidos (aunque hay que admitir que siempre han predominado las mujeres), empezaron las labores. A continuación enumero las materias que fueron elegidas para el primer año. Por la mañana, Lengua nacional, Antropología pedagógica, Aritmética, Dibujo, Gimnasia, Geografía, Caligrafía y Trabajos Manuales. Por la tarde, Labores de manos, Clase práctica y Solfeo y canto coral.

Según narra el Dr. Quiñones Hernández, hubo unos días en que se pensó en suprimir la Escuela Normal; sin embargo, “La profesora Escárzaga realizó toda una movilización social de las conciencias para evitar que el decreto del gobernador De la Fuente surtiera efectos inmediatos. Convocó a sus profesores a estudiar las causas que habían motivado la iniciativa del ejecutivo, y dispuso todo su talento y pasión en la defensa de la institución que significaba la parte más importante de su vida”.

Años más tarde se unieron a la Escuela Normal del Estado mujeres que tenían otros estudios como la odontóloga Obdulia Chavarría, que fue la primera dentista en Durango, y otras como las poetas Olga Arias y María del Refugio Román que quizá enseñaron literatura o  escritura creativa,  así como la escritora Beatriz Quiñones autora de varios cuentos y de una novela corta. También colaboró con la Normal la fotógrafa Lupita Valenzuela (como todos la conocíamos), egresada precisamente de la Escuela Normal, aunque después abandonó su tarea como educadora para dedicarse a la fotografía.

La Escuela Normal del Estado abrió primero sus puertas en una gran casa ubicada en la Avenida 20 de Noviembre (actualmente ocupada por el arzobispado). De ahí se mudó a una amplia casa en la calle de Negrete y, posteriormente, al edificio construido especialmente para la misma y que se ubica en un bello espacio frente al Parque Guadiana.

Cuando se habla de la educación de las mujeres, la primera en que quien pienso y que defendió con pasión y energía su derecho a aprender fue la gran poeta, filósofa y escritora Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695). De uno de sus sonetos tomamos la siguiente estrofa para cerrar este texto:

En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas?
¿En qué te ofendo cuando sólo intento
Poner bellezas en mi entendimiento
Y no mi entendimiento en las bellezas?




Fue más que una empleada doméstica, una fiel servidora y amiga a su manera.

DOÑA ALEJA

En cuanto el invierno liaba sus bártulos anunciando que definitivamente se ausentaba por unos meses, tocaba a la puerta de la casa doña Aleja, provista de varias varas de membrillo y un larguísimo otate. Iba acompañada de Remedios, un hombre alto, enjuto, tocado con un sombrero de paja y vestido con un overol de mezclilla; en el cuello, un paliacate rojo.

Era doña Aleja una mujer menuda, de edad incierta, de rostro moreno obscuro con algunas cicatrices de una viruela mal cuidada y en el que sobresalían dos ojillos rasgados. Peinaba los cabellos canos hacia atrás, en un severo chongo que sujetaba con una peineta. Sus delgados labios se mantenían apretados con fuerza, como si temiera que se les escaparan las palabras. Saludaba con cortesía; sin embargo, rara vez la oí decir un vocablo innecesario. Vestía una falda larga de algodón estampado en blanco y negro, al estilo de lo que antes se denominaba “medio luto”. Completaba su atuendo con una blusa blanca o gris y un rebozo también gris. Su aspecto frágil no denotaba la energía que desplegaba en su trabajo.

Remedios ayudaba a doña Aleja a instalar la máquina de coser en el patio. Y ¡manos a la obra! En un santiamén destripaban almohadas y colchonetas (a veces, también colchones), apilaban la lana en el centro del patio y Remedios la vareaba para esponjarla de nuevo y deshacer nudos y bolas. Doña Aleja lavaba y recosía los forros que, ya listos, rellenaba con la lana espumosa, como recién obtenida de la trasquila. Luego, con el otate, Remedios limpiaba el polvo acumulado en paredes y techos por el poderoso viento invernal. Así transcurrían muchos días, trabajando duro y en silencio. Concluida la tarea, doña Aleja y Remedios, cual el invierno, desaparecían.

Doña Aleja desempeñaba múltiples oficios. Colaboraba en la cocina cuando había una gran celebración. Llegado el verano, con entusiasmo pelaba, descorazonaba y sancochaba los membrillos que harían las delicias de la familia durante un año y de los niños, particularmente, si a media tarde se les daba un pan de agua relleno de cajeta para mitigar el hambre. Esta vez el patio recibía a un fuerte brasero capaz de soportar un enorme cazo. Doña Aleja agitaba con energía las largas palas de madera esquivando las salpicaduras de la pasta y las dolorosas quemaduras.

Otra función de doña Aleja consistía en servir de partera en los días cuando las mujeres se las arreglaban solas para traer hijos al mundo. Me parece atisbar su figura atareada con ollas de agua hirviendo y trapos limpios, siempre pronta, diligente y en silencio.

Años más tarde, la casa y el gran patio, escenario de fragorosos juegos infantiles y donde las tradiciones familiares se repetían sin cambio, dejaron de ser nuestros. Atrás quedó el ritual del vareado de la lana; colchonetas y almohadas se fabricaban con otros materiales. Se hablaba de ello o de la elaboración de cajetas y jaleas si se tenía el ánimo de recordar tiempos y costumbres de otras épocas y de rescatar su sentido. No obstante, todavía hoy creo escuchar el silbido del aire al ser cortado por la vara que esgrimía Remedios.


Publicado originalmente en mi libro Perfiles al viento (2000).

Recordando cómo era la calle 5 de febrero en la década de los cincuenta.

LA CALLE 5 DE FEBRERO EN DURANGO

La otra tarde tuve oportunidad de recorrer con una amiga, en su viejo Volkswagen, la calle de 5 de Febrero, una de las más importantes de la ciudad, que corre de oriente a poniente, y que, de inmediato, me trajo muchos recuerdos del pasado. Fue la calle más importante desde el punto de vista comercial porque muchos importantes establecimientos estaban ubicados en esa calle.

Empecemos el recorrido partiendo del templo del Sagrado Corazón de Jesús, frente al jardín de San Antonio, que en realidad se llama jardín Morelos, y que está enfrente del actual Hospital General, de cuatro pisos, y del Centro Antialacránico  que sustituyó al antiguo Hospital Civil, de una sola planta, y cuyo piso estaba formado por mosaicos verdes y blancos.

Más adelante,  en la esquina de Zarco y 5 de Febrero se encuentra todavía la casa que ocupó el Lic. José Ignacio Gallegos y su numerosa familia que se dispersó por el país. El abogado cambió las leyes por la historia y se dedicó a estudiar la de Durango dejando varios libros valiosos que pueden consultarse en la Biblioteca Pública del Estado.

En la cuadra siguiente, en la acera sur, se encontraba la famosa mercería El Arbolito, propiedad del señor Tufic Shade, que llegó a Durango a principios del siglo veinte. Unos pasos más allá se encontraba la tienda de abarrotes El Naranjo, fundada en los años veinte por don José Revueltas, padre de sus famosos hijos José (escritor), Silvestre (músico), Fermín (pintor) y Rosaura (actriz), y el señor Fidel Gutiérrez. Cuando el señor Revueltas decidió abandonar la ciudad, la tienda pasó a ser propiedad exclusiva de los señores Gutiérrez. Cuando llegaron los grandes supermercados, El Naranjo desapareció.

En la acera norte, frente a El Naranjo, se encontraba el almacén La Conquistadora, propiedad de don Jesús Martínez, que vendía absolutamente todo lo necesario para la vida diaria desde escobas, trapeadores y sartenes para la cocina hasta muebles para baño y papelería. Ha desaparecido y ocupan su lugar pequeños comercios que venden, a su manera, lo mismos productos.

En la cuadra siguiente, en la esquina de 5 de Febrero y Pasteur, se encontraba la tienda La Mascota, propiedad del señor Pedro Milán, que también desapareció. En la acera de enfrente se encontraba el restaurante Tupinamba que vendía exquisito pan para consumir ahí o llevar a casa. Un poco más adelante, en la esquina con la calle Francisco I. Madero se encontraba el almacén Al gran número once, propiedad de los señores García de la Parra. Este edificio tiene una historia extraordinaria porque de ser un edificio anodino, cuando fue vendido, y  adquirido por don Jesús Elizondo que lo restauró. Al demoler un muro, se encontró un cuarto donde se dice que había un gran tesoro que sirvió para cubrir el costo de la excelente restauración lo que le permitió al edificio recuperar su antigua belleza colonial. Actualmente es la sede del antes llamado Banco Nacional de México, y hoy City Banamex, y es conocido como el Palacio del conde de Súchil y fue construido por el alemán Maximiliano Damm.

Un poco más adelante se encontraba la ferretería La Suiza, propiedad de la familia von Bertrab, que fue cruelmente incendiada durante la revolución, como lo fueron casi todos los bellos edificios de la calle 5 de Febrero. Fue restaurada y se dedicó al comercio, pero ahora ha desaparecido por completo.
En la cuadra siguiente se encontraban dos tiendas especializadas en telas que competían entre sí: Las fábricas de Francia, propiedad de don Salvador Toulet, y La Francia Marítima, que pertenecía a los señores Lombard. Vendían especialmente telas, aunque también perfumes, porque en esos días no existían en Durango almacenes que vendieran ropa hecha. Entonces, tanto hombres como mujeres compraban el material que necesitaban para un vestido o  un traje y acudían a las modistas o a los sastres.

El almacén que ofrecía telas muy elegantes como falla, satín, encajes y otros más era propiedad de don Lolo y quedaba frente al Multifamiliar que se construyó en los años cincuenta. A su muerte,  sus hijas quedaron al frente del negocio y eran conocidas como las Lolas. Llegué a comprar ahí alguna hermosa tela para ocasiones especiales y cuando caminaba por ese rumbo siempre recordaba a las dueñas que fueron siempre sumamente amables conmigo.

Frente a la Plaza de Armas, y contra esquina de La Francia Marítima, se encontraba el merendero Excélsior, propiedad de don Aurelio de la Parra. Era, además, una magnífica nevería famosa por sus conos y paletas de nieves llamadas Especial, Campechana, Japonesa y otras más comunes como de limón o de vainilla y chocolate. El edificio no fue destruido, afortunadamente, pero hoy lo ocupan varios inquilinos, entre otros las hamburguesas Mac Donald. Cuando vi que ese empresa hacía los arreglos necesarios para abrir sus puertas, sentí ganas de llorar. Luego, recapacité y pensé que era mejor que se utilizara en lugar de dejarlo vacío y que el tiempo lo destruyera.

Al terminar esa cuadra se encontraba la Papelería Saracho que surtía a la población de todo lo necesario y que también tenía un rival en La Escolar, que hoy es una gran papelería situada en la esquina de 5 de Febrero y Victoria, sitio donde estuvo la zapatería El Paje.


Por supuesto, había muchos otros establecimientos, pero esos son principalmente los que acudieron a mi memoria inundándome con recuerdos de los días en que recorría esas calles rumbo al departamento que ocupaba junto con mis padres y mis hermanos en la calle Patoni, a una cuadra de 5 de Febrero.   

martes, 7 de febrero de 2017

Me gusta conversar con los taxistas, aunque algunos prefieren guardar silencio

CONVERSACIONES CON LOS TAXISTAS

Debo comentarles que, en general, nunca he tenido reticencia para  abordar un taxi hasta hace dos años en que, por un descuido mío, porque se quedó mi bolsa abierta y con la cartera a la vista mientras yo descendía, el taxista aprovechó y se la llevó. No tenía mucho dinero, pero recuperar todos los documentos fue complicado.

Ahora que ya no tengo mis ruedas, estoy obligada a abordar un taxi para trasladarme a cualquier lugar porque mis piernas no me permiten caminar ni cortas ni largas distancias y mucho menos abordar un autobús urbano.Hasta ahora todo va bien y espero que así continúe. Sin embargo, cuando pensé en escribir este texto decidí empezar con el relato de aquella noche, cuando mi amiga Eva, con la que compartía el departamento en Washington, y yo decidimos ir al teatro para ver el musical Summertime, de Gershwin, en el centro de la ciudad. Como ustedes saben, en los Estados Unidos el servicio de autobuses urbanos es muy limitado, por lo que al salir, casi a las once de la noche, era imposible encontrar alguno. Sólo nos quedaba el recurso de tomar un taxi.

El chofer era afroamericano (pero eran los tiempos en que todavía se decía negro y se les acusaba de  todo lo malo que ocurría en los Estados Unidos), pero no había más remedio que abordarlo. Al principio, nuestra desconfianza bajó cuando el chofer tomó la avenida Connecticut, que llevaba hasta el edificio donde estaba  nuestro departamento. Sin embargo, un poco más adelante entró al Rock Creek Park, que parecía boca de lobo, y nosotras entramos en pánico. Sin embargo, me armé de valor y le pregunté por qué había tomado esa ruta. Me contestó que era más rápida y llegaríamos más pronto, como sucedió.

Aquí, en Durango, en una ocasión el taxista me comentó que había compuesto un himno para el estado. Le pregunté cuál era la razón puesto que ya había uno que se acababa de tocar con toda pompa en el aniversario de la ciudad. Me dijo: “ese no sirve y tiene muchas palabras elegantes que nadie entiende. ¿Quiere que le cante el mío?” “Bueno”, repuse. Y empezó a cantar con mucho entusiasmo sin descuidar el volante. Su himno en realidad era un corrido con los nombres de los personajes famosos del estado: Dolores del Río, Andrea Palma, Pancho Villa y otros más que no recuerdo ahora. Le sugerí que lo grabara para que muchas personas pudieran oírlo.

Hace unos días, cuando abordé otro taxi para regresar a mi casa, le pregunté al taxista qué le parecía que se hubiera propuesto abrir de nuevo el palenque en la próxima feria de la ciudad en el mes de julio. Me contestó con entusiasmo: “Me parece muy bien y lo necesitamos porque no puede haber una feria sin palenque”. Para los que no lo sepan,  el palenque tiene la forma de una plaza de toros y en el centro, en la arena, se desarrollan las peleas de gallos que me parecen muy crueles. Pero el taxista no estuvo de acuerdo conmigo y dijo que, de cualquier manera, ya se celebraban en la ciudad peleas de gallos. Le repliqué, “pero deben ser clandestinas”. “No, señora”, repuso. “Están autorizadas. Entonces, ¿por qué no abrir el palenque en la feria?” La conversación concluyó ahí porque en ese momento llegamos a mi casa y, además, no hubiéramos estado de acuerdo porque tanto las peleas de gallos como las corridas de toros me parecen muy crueles.

Con otros taxistas la conversación ha girado sobre la política, el pobre desempeño del presidente, la corrupción y el alza de la gasolina que nos ha afectado muchísimo.  Otros guardan silencio y no están dispuestos a entablar una conversación incluso si les pregunto qué opinan de las obras de ornato que mandó hacer el gobernador anterior y que son un fraude. Me han contestado: ¿Cuáles? Y las tengo que enumerar, quizá no entiendan la palabra ornato o van tan concentrados en no tener un accidente en el tráfico que ha aumentado muchísimo en la ciudad. Las calles del centro no fueron planeadas con la idea de que se verían llenas de automóviles.

Había pensado en ir tomando nota en una libreta de mis conversaciones con los taxistas, pero en realidad no es fácil. Yo también voy pendiente del tráfico y de que no aumente la velocidad. Pensé en este proyecto porque el famoso escritor mexicano Juan Villoro publicó un libro titulado La mesa, que es el resultado de un proyecto similar al que me había propuesto. Estando en la ciudad de Los Ángeles, Villoro sacaba una mesa que colocaba en algún sitio del centro de la ciudad y entrevistaba a las personas que pasaban por ahí y que se prestaban a contestar las preguntas del escritor. Luego, seleccionó las mejores y se imprimió el libro.


Quizá algún día pueda yo tomar notas mientras voy en el taxi o escribirlas al regresar a la casa. La idea de grabarlas no me agrada tanto porque implica mucho trabajo pasarlas después a la computadora. 


Recordando a mi tío, Felipe Pérez Gavilán, que nos deleitó con su cine club.

EL PADRE FELIPE Y SU CINE CLUB

A finales de los años cuarenta, mi tío, el presbítero Felipe, sorprendió a la familia con una novedad: abrió un cine club que funcionaba los domingos por la tarde, en el salón de actos del templo de San Miguel. Los asistentes éramos un grupo de alborotados chiquillos que, gozosos, nos acomodábamos en el mejor sitio para que nadie nos impidiera ver bien.

¿Por qué concibió este proyecto? ¿Cómo lo financiaba? ¿Quién le rentaba las películas en una época en que la ciudad de Durango tenía difícil comunicación con la capital del país? Son preguntas carentes de respuesta. Sin embargo, podemos especular. Acaso su estancia en Roma, cuando estudiaba en la Universidad Pontificia, lo inspiró para mostrarnos otro panorama y estimular nuestro espíritu. El precio de la entrada era simbólico; quizá alguna empresa le daba un donativo para este proyecto. Por último, las películas se solicitaban con mucha anticipación para que llegaran por ferrocarril (ahora el país ya no tiene trenes). Sea como fuere, creó el primer cine club de la ciudad, aunque era un poco elitista: no todas las personas estaban enteradas de su existencia.

Las películas de Walt Disney, que por entonces deslumbraba con Blanca Nieves y los siete enanos, no le atraían o eran incosteables. Por el contrario, viejas cintas musicales, tipo opereta, o algunas de arriesgadas aventuras como un viaje a Siberia, eran las preferidas del padre Felipe. Recuerdo, por ejemplo, Amor indio  (titulada así en español por el tema musical) protagonizada por Nelson Eddy en el papel de un apuesto guardia de la policía montada del Canadá, y Jeanette MacDonald. De hecho, vimos varias películas donde esta actriz brillaba por su bella voz. Eran filmes producidos en la década de los treinta, pero no importaba: la vida no era entonces tan vertiginosa y uno era menos exigente con las diversiones.

Al estilo del proyeccionista de Cinema Paradiso, el padre Felipe cubría con la mano cualquier beso de la pareja o la desnudez de Jane en ciertas películas de Tarzán.  A pesar de estos inconvenientes, la tarde de cine era una aventura en sí misma. Cuando el filme valía realmente la pena, había función especial para los adultos el lunes por la noche en casa de mi tío Alfonso. Alguna vez me colé en esas sesiones y vi, sin cortes, las escenas de amor.

El padre Felipe tenía un carácter jovial, risueño, y unos ojillos juguetones que comunicaban su gusto por la vida. A su regreso de Roma, con alegría se involucró en las tareas de la diócesis y fue designado párroco del templo de San Miguel. Su espíritu era moderno y progresista. En cuanto le fue posible, adquirió una motoneta Vespa en la que recorría las calles de Durango con las faldas de la sotana enrolladas en las piernas para conducir con libertad (igual recurso empleaba cuando jugaba futbol en el seminario). No corría mayor peligro: eran escasos los automóviles que circulaban por la ciudad. Destacaba, entre ellos, el Lincoln fantasma conducido por mi tía Isabel, que parecía dirigido por un piloto automático: ella era tan bajita que apenas se distinguía detrás del volante.

Al padre Felipe le entristecía comer solo en la casa parroquial. Resolvió su problema invitándose a comer todos los días en casa de sus numerosos parientes. Era un comensal bienvenido porque llegaba con una amplia sonrisa y lleno de entusiasmo y de anécdotas sobre Roma y Europa. El contratiempo que a veces le ocurría con este sistema de alimentación era que toda la semana tuviera que comer tacos de picadilllo o sopa de fideo; tal circunstancia no le estropeaba el apetito y, provisto de tenedor y cuchara, gozaba de las viandas y de la compañía.


El cine club duró varios años y es uno de mis más gratos recuerdos de infancia. El modo de ser del padre Felipe se asemejaba, pienso, al Don Camilo protagonizado por Fernandel que tanto nos hizo reír en los años cincuenta. Llegada la adolescencia obtuvimos permiso para asistir a los cines Principal, Imperio o Victoria. El cine club cerró sus puertas. Hoy nos queda el recuerdo de aquellas tardes candorosas cuando, apuradamente, ocupábamos nuestras sillas para participar de la magia del cine.

Tomado de mi primer libro Perfiles al viento, publicado en el año 2000





Comentario sobre la segunda novela de Josefina Vicens

LOS AÑOS FALSOS

La novela inicia con un párrafo que desconcierta al lector: “Todos hemos venido a verme. La tarea de aliño será larga porque es fecha especial: aniversario. El tercero, el cuarto, ya no sé. Tenía quince años y acabo de cumplir diecinueve. El cuarto aniversario”. El que habla así es Luis Alfonso Fernández, que lleva el mismo nombre de su padre, quien está enterrado en la tumba que limpian y arreglan sus hermanas.

En los siguientes capítulos nos enteraremos de la muerte del padre ocurrida  cuando está jugando con su pistola. Es un macho mexicano, como tantos que vimos en las películas mexicanas en los años cuarenta y cincuenta, tiene conexiones políticas y alardea de su virilidad, de sus contactos políticos y de sus amores fuera de matrimonio.

La clave de la anécdota es que a la muerte del padre, Luis Alfonso hijo (a quién también llamarán Poncho como a su padre) deja de tener una vida propia y vive la que le hubiera correspondido al padre. Se espera de él que sostenga la casa, que le haga compañía a su madre, que vaya de parranda en compañía de los amigos de su padre y que busque una conexión política. En una palabra, que abandone su propia vida y adopte la de su padre.

La novela fue escrita por Josefina Vicens que nació en Villahermosa, Tabasco, el 23 de noviembre de 1911 y  murió en la ciudad de México en 1988, “el día en que hubiese cumplido 77 años de una vida intensa y apasionada”, nos dice Ana Rosa Domenella en su ensayo Muerte y patriarcado en Los años falsos.  Josefina Vicens escribió sólo dos libros: el primero, El libro vacío (1958) y el segundo, que es el que comentamos en este texto, en 1982. Los dos fueron galardonados: el primero recibió el premio Xavier Villaurrutia (el reconocimiento más alto que se otorga en este país a un libro) y el segundo, el Premio Juchimán de Plata, en Tabasco.

Volviendo al personaje de Luis Alfonso, vemos que le es imposible separarse del  padre que le hereda su vida, y a lo que le obligan tanto su madre como los amigos de su papá, lo que imposibilita que el muchacho sea capaz de romper esas ataduras. En otras palabras, pierde su identidad por lo que la figura del padre domina el libro de la primera a la última página. La madre asume la actitud que tenía con su marido porque, en una ocasión, cuando Luis Alfonso regresa de una parranda, lo recibe con “un vaso de leche caliente”, como lo hacía con su marido y cuando el muchacho intenta disculparse por llegar tan tarde, le dice:”Pero si no te estoy diciendo nada, tú puedes llegar a la hora que quieras. Acuéstate, voy a la cocina a traerte algo”. Es decir, la madre trata al hijo como lo haría con su marido.  
Si el personaje de la madre es insignificante, las hermanas son un cero a la izquierda. Ni siquiera tienen nombre.  Cuando son bebés, el padre se divierte con ellas aventándolas hacia arriba como si fueran muñecas y para él no existen. Luis Alfonso está convencido de que su madre lo abandonó como hijo y que fue ella “la que convirtió a mis hermanas en esas dos señoritas cobardes y blancas que me respetan, me sirven y me mienten”.

La novela es muy breve (apenas 101 páginas con una tipografía de buen  tamaño y mucho espacio entre un capítulo y otro).  Josefina Vicens escribió también poesía (que no he leído) y varios guiones para cine. Veamos los que nos dice Ana Rosa Domenella sobre ella:

“Hija de madre tabasqueña, que fuera alumna de Pellicer, y de padre inmigrante español oriundo de las Islas Canarias, fue la única rebelde entre las cinco hermanas y la preocupación de sus padres por tal motivo, desde ser campeona de balero en su niñez, apasionada de la fiesta brava o por su trabajo en los ejidos como secretaria de acción femenil en la Confederación Nacional Campesina”.

Tuve oportunidad de conocerla cuando vivía en la Ciudad de México y asistía a las reuniones del Taller de la Narrativa Femenina Mexicana, que sesionaba todos los viernes en un aula de El Colegio de México. Como ya había perdido la vista casi por completo, y yo vivía cerca de su casa, pasé por ella en mi coche y la llevé hasta el Ajusco en dos ocasiones. Me platicó que su padre estaba muy decepcionado de tener sólo hijas, por lo que a ella trató de imponerle, al principio, una vida de varón y no de mujer. De ahí su interés por narrar la historia de Luis Alfonso.


Algunos críticos literarios han encontrado que hay una similitud con Juan Rulfo. Por ejemplo, la oposición vida/muerte,  tan clara en Pedro Páramo donde Juan Preciado no puede crecer bien por la ausencia del padre. En otras palabras, la figura del padre no permite que ni Juan Preciado ni Luis Alfonso puedan crecer libremente.

Carlos Pellicer, excelente poeta tabasqueño autor, por ejemplo, de Horas de junio.