martes, 24 de septiembre de 2013

Entrevista a Rosario Bracho, hermana de Andrea

TRAS LAS HUELLLAS DE ANDREA PALMA

Hacia finales de 1996 decidí entrevistar  a mi tía Rosario Bracho Pérez Gavilán,  la menor de los doce hijos (de los cuales sobrevivieron once) que formaban la numerosa familia de Julio Bracho Zuloaga y Luz Pérez Gavilán Guerrero enumerándolos en el orden en que ella los mencionó aquella tarde: Luz, Julio, Jesús, Guadalupe (Andrea Palma), Refugio, Rosa (monja), Toribio (jesuita y misionero), Miguel, Felipe,  José y Rosario.  Julio Bracho Zuloaga era propietario  de la hacienda La Ochoa (de la que hoy sólo se conserva la capilla) en el municipio de Poanas, así como de una fábrica de hilados y tejidos que también producía mantas. En los primeros años del siglo veinte, dicha hacienda pertenecía a “Ignacio, Refugio, Carlos, Julio y María Bracho Zuloaga (hijos de Toribio, quien a su vez la heredó de su padre Rafael Bracho Sáenz de Ontiveros)  quienes formaron la Sociedad Bracho Hermanos para trabajarla”.[1]
 Al iniciarse la revolución, Julio Bracho Zuloaga fue elegido  jefe de la Defensa Social en Durango, lo que lo obligó a emigrar, junto con su familia,  a la Ciudad de México.  Lo que quedó de La Ochoa después del  reparto  de tierras se dividió entre Julio y Jesús (así lo afirmó mi tía Chayo aquella tarde), quienes deben de haber extendido un amplio poder notarial a su hermana  para viajar a Durango, en los años cincuenta del siglo pasado, para ocuparse de “un asunto de tierras”, como ella decía sin añadir detalles. Se hospedaba en casa de mi abuela Josefina y fue así como la conocí. Finalmente, cuando se concluyeron las negociaciones respecto de los terrenos,  dejó de venir a Durango.
Años después mi madre y yo disfrutamos muchísimo  de su compañía en el Distrito Federal. Tenía tres hijos y,  para  ayudar a la economía familiar, se dedicaba a coser hermosas cortinas de brocado  y otras telas suntuosas que después adornaban elegantes  residencias de la Colonia del Valle, de la Cuauhtémoc o de las Lomas de Chapultepec.  Además de ser prima hermana de mi madre,  fue también  una gran amiga.  Los  domingos solían comer juntas y después ir al teatro a disfrutar de una comedia o de una opereta;  por entonces, era común que Enrique Alonso o Manolo Fábregas  montaran obras divertidas y también se ponían en escenas operetas como  La viuda  alegre (de Franz Lehar) ,  donde se lucía Cristina Ortega, o El murciélago (de Johann Strauss), con Ernestina  Garfias. Era una mujer muy bella y distinguida, sin duda más hermosa que su hermana Andrea  e, incluso (según mi opinión),  que Rosa, quien profesó con las Madres de la Cruz y de quien se dice que estuvo enamorado el poeta Antonio Gaxiola Delgadillo (1890-1917), muerto a los 27 años durante la Revolución.  Conocí a mi tía Rosa en Durango cuando fue enviada al convento local. A pesar de los rigores conventuales y de los serios  problemas de  la columna vertebral que por entonces padecía,  conservaba la belleza de la juventud y sus rasgos aristocráticos sonriendo  con los labios y los  ojos luminosos.
 En aquellas comidas nunca  hablábamos de sus famosos  hermanos: Julio (1909-1978), director de cine, Jesús (1910), camarógrafo, y Andrea Palma (1903-1987), actriz. Comentábamos los sucesos y las preocupaciones de la vida cotidiana. Pero aquella tarde cuando la visité en su departamento de las calles de Río Hudson, en la Colonia Cuauhtémoc, mi objetivo era precisamente conversar acerca  de Andrea (1903-1987). A Julio nunca lo conocí; a Jesús, lo vi  en una ocasión y a Andrea la saludé, junto con mi madre, al terminar dos obras de teatro cuando fuimos  a su camerino y ella, con  gran cordialidad,  nos abrazó a las dos.
  Mi tía Chayo estaba muy enferma, casi ciega, de manera que sus recuerdos fluían sin orden alguno en la cronología. A veces, guardaba silencio, seguramente ensimismada en memorias familiares y en sus días de adolescencia cuando la familia, reunida, compartía penas  y alegrías. Se rehusó a que grabara la conversación.  Los datos que me dio no coinciden plenamente con el relato que  Andrea hacía de  sus inicios en el cine. Sin embargo, no hay que extrañarse, porque,  en última instancia, como afirma el escritor argentino Tomás Eloy Martínez en su novela Santa Evita (2008), “cada quien construye el mito del cuerpo como quiere”. [2]  Por una parte,  cuando las personas hablan de su propia vida, omiten datos, agregan otros,  todo ello con el propósito de crear su propia leyenda  o inventar la historia como les gustaría que  hubiera sucedido.  Por la otra,  mi tía Chayo  hacía hincapié en las relaciones familiares, en la reacción de sus parientes frente al  papel que Andrea interpretó en La mujer del puerto (1933). El padre ya había fallecido, la madre consideró que se trataba de “la tragedia de su vida” y los hermanos, más tolerantes, apoyaron la carrera cinematográfica de Andrea. No obstante,  mi tía Rosario  afirmaba que la carrera de su hermana había repercutido sobre  su propia vida limitando su libertad por el estricto control ejercido sobre ella por su madre Luz. Aquí recuerdo que, en el caso de Ramón Novarro y según su biógrafo Andre Soares, en su libro Beyond Paradise. The Life of Ramon Novarro (2002) , su madre  siempre se condolió del éxito alcanzado por Novarro como actor lamentando que no hubiera continuado con sus estudios musicales ya que mientras residieron en Durango ofrecieron conciertos de piano tocando a dúo y lo mismo hicieron en las tertulias familiares en sus primeros años en Los Angeles.  
A su arribo a la capital del país, durante aquellos días difíciles, doña Luz Pérez Gavilán de Bracho,  auxiliada por sus hijas,  contribuía al sostenimiento de la familia elaborando  pasteles y dulces  que entregaban para su venta en la Dulcería Celaya, en las calles de 5 de Mayo, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.  Andrea,  aficionada a la sombrerería y con dotes para la costura, abrió la “Casa  Andrea”, donde confeccionaba elegantes sombreros en los estilos acostumbrados para asistir al hipódromo o al frontón que eran muy demandados  por las señoras de sociedad. Al terminar la jornada,  acompañada de su prima Teresa,  frecuentaba el  teatro de Gómez de la Vega donde una noche sustituyó a una actriz enferma dado que sabía bien el papel. Tal fue el inicio de lo que sería una brillante carrera cinematográfica.  El apellido Palma  le fue sugerido por su gran amigo, el pintor Adolfo Best Maugard (1897-1965) que también incursionó en el cine cuando el director ruso Serguei  Eisenstein filmó en nuestro país.  
 En busca de mejores horizontes,  Andrea  cerró la casa de sombreros  para viajar a Los Ángeles, California,  con el fin de entrevistarse con su primo Ramón Novarro, entrevista frustrada por la celosa madre del actor, según recordaba mi tía Chayo.   Sin amedrentarse por el  frío recibimiento de su tía, consiguió alojamiento con su prima Teresa Bracho y empleo en una fábrica de sombreros a donde la famosa actriz Marlene Dietrich, siempre difícil de complacer,  acudía en busca de nuevos diseños.   Quiso la suerte que fuera  Andrea quien la atendiera  confeccionándole novedosos  sombreros y tocados que la dejaron muy complacida.  Como consecuencia de la admiración que despertó en ella la actriz alemana o como un homenaje sin palabras,  cuando personificó a Rosario, la protagonista de La mujer del puerto,  imitó algunas de  sus poses y ademanes al grado que Luz Alba (seudónimo de Cube Bonifant) afirma: “No se comprende por qué se empeña tanto en imitar a Marlene Dietrich. Andrea Palma no necesita hacerlo”.  
Siguiendo su costumbre, Andrea y Teresa iban al cine o al teatro al finalizar las diarias tareas.   Una noche, al salir del cine, conoció a Arcady Boytler. Días después recibió una llamada telefónica del famoso director invitándola a protagonizar la película antes mencionada, en el rol que escandalizaría a su familia. El responsable de la fotografía  fue Alex Phillips, especialista en close-up. Una vez concluida la filmación,  al ver las pruebas,  Andrea se preguntaba: “¿De dónde me habrá sacado ese  hombre la belleza que no tengo?”, a lo que el fotógrafo respondió: “La calavera, la calavera vale millones”. Presumida, en esa misma entrevista, agregó: “Claro que después salí más bonita en una película con Figueroa, pero él aprendió de Alex”.  [3]
Andrea prefería el teatro al cine, y no es ninguna sorpresa. Heredó esa afición de su familia y quizá también de su corta vida en la hacienda. En esa época, era común que las personas que vivían en un rancho o en un lugar apartado escribieran y representaran sus propias obras de teatro invitando a los vecinos. Así  lo relata Elena Garro en un pasaje de  su novela Los recuerdos del porvenir (1977),  donde la protagonista, Isabel Moncada, y sus hermanos, que viven en Puebla, escribían pequeñas obras de teatro que luego representaban para sus padres armando la escenografía con sábanas, manteles y lo que encontraran en la casa.
En distintas ocasiones, los Bracho, Guerrero, Cincúnegui, Gómez Palacio y otras personas de la sociedad durangueña escenificaban  zarzuelas o comedias con propósitos benéficos. Por ejemplo, el día 22 de febrero de 1896 en el periódico El Estandarte, de la ciudad de Durango,  apareció una reseña  comentando  la puesta en escena de la zarzuela  La fille de Madame Argot, de Lecoq, en el Teatro Coliseo, por integrantes de las  familias mencionadas. Los fondos recaudados se destinarían al Asilo de Huérfanas que los Pérez Gavilán sostenían desde 1890.  Relata que de los palcos superiores arrojaron unos versos  dedicados  a la señorita Concepción Guerrero, que interpretó  “espléndidamente un difícil papel donde lució su afinada voz”, calificando, además, a la señora Leonor P.G. de Samaniego (madre de Ramón Novarro), de “bella y virtuosa”. Los primeros versos de ese poema dicen:
¿Por qué mágica fuerza, irresistible,
Has venido hoy a la teatral escena,
Tú, siempre tan modesta y apacible?
Te trajo tu virtud, porque eres buena.
Andrea llegó al Distrito Federal cuando tenía diez años. Concluida su tarea escolar, siempre encontraba tiempo para escribir obras de teatro que representaba  en su casa para deleite de su padre que la premiaba con generosos aplausos. Seguramente recordaba las piezas que montaba la familia en Durango antes de su partida hacia la capital del país. Su carrera cinematográfica se inició más tarde pues antes se impuso la necesidad económica de salir adelante, lo que  la llevó a la  sombrerería.  No obstante su afición por  escribir argumentos teatrales, creemos que no dejó  ninguna obra escrita o publicada.  A lo largo de su carrera, según recordaba mi tía Chayo,  interpretó papeles de mujer fatal y madre abnegada, pero también encarnó a Sor Juana Inés de la Cruz en 1935 en una película que, en opinión de Andrea, resultó “mediocre”. No obstante, afirmaba: “puse mis cinco sentidos en ella y me veía estupenda de monja”. [4]
En La mujer del puerto,  inspirado en  la novela Le port, de Guy de Maupassant (1850-1893), la actriz dio vida a  Rosario, apelativo de moda en esos años y, en este caso, polémico porque a pesar de su connotación religiosa, Rosario se ve envuelta no sólo en la prostitución sino en una relación incestuosa al enamorarse del marinero Alberto Venegas (Domingo Soler), quien resulta ser su hermano. En el ámbito literario,  Rosario se llamaba la mujer de quien se enamora el general Aguirre en la novela La sombra del caudillo (1929), de Martín Luis Guzmán, y que, en opinión de Axkaná González, uno de los personajes más importantes de la obra, caería en la prostitución una vez que Aguirre la abandonara. Andrea filmó,  además, la película  El Rosario (1943), que la dejó muy satisfecha. Estaba convencida de que su personaje era “precioso, muy sentimental y abnegado”, amén de que cuando se estrenó  en el Palacio Chino, “no se oía ni el vuelo de una mosca, la gente estaba conmovida y se sentía un respeto enorme”.[5]  En otras palabras, en esos días  el sustantivo rosario servía para referirse a un rezo, como nombre propio -ya para una prostituta, ya para una mujer abnegada-, o para hablar de una  cadena de desventuras.    
En la escena más recordada y bien lograda desde el punto de vista cinematográfico de la citada película, se aprecia a Andrea Palma ataviada con un vestido negro de manga larga, con la espalda descubierta y un chal rematado en  flecos que se le resbalaba de los hombros. “El traje era precioso”, decía Andrea, “el escote en la espalda le daba un toque tremendo”. El chal lo tomó prestado de su  madre -¡oh, contradicción!- y concluía: “¡Fíjese qué error! Un personaje con dicho vestuario no era real, no podía ser. Sin embargo, existió”. [6]  
Interpretó nuevamente a una prostituta en Ave sin rumbo (1937) y, en cierta manera, en Distinto amanecer (1943)  donde encarna a Julieta, una fichera obligada a trabajar en un cabaret por razones económicas, en tanto que Pedro Armendáriz da vida a Octavio, un honesto líder sindical perseguido por haber descubierto a un gobernador corrupto. Desde nuestro punto de vista, hay dos  escenas memorables en esta película; la primera es cuando Julieta y Octavio bailan al ritmo de “Cada noche un amor”, interpretada por Ana María González, escena  calificada por el crítico de cine Diez Martínez como “Una de mis escenas románticas favoritas del cine mexicano”,  y muy  difícil de filmar, según algunos, porque ambos actores rivalizaban por atraer la atención de la cámara.  En la segunda, al final de la película,  Julieta le entrega a Octavio los documentos comprometedores que lo habían puesto en peligro y lo ve alejarse en el tren mientras ella permanece en el andén (no lo acompaña porque debe cuidar de Juanito, su hermano menor). Esta escena recuerda  a la interpretada por Humphrey Bogart (Rick) e Ingrid Bergman (Ilse) en otra película histórica:  Casablanca (1942). Aquí  Ilse abandona a Rick y viaja en avión con su marido Lazlo (Paul Henreid), un personaje crucial en la guerra  contra los nazis en la segunda guerra mundial,  a quien Rick  entrega unos documentos secretos.  Es decir,  al igual que Rosario, Ilse antepone el deber al amor y ve cómo Rick se queda en tierra a medida que el avión despega.   
La filmografía de la actriz nacida en Durango es considerable. Como películas importantes en su carrera destacaríamos Bel ami (1946), Tarzán y los monos (1948), Aventurera (1949) y  Ensayo de un crimen (1955), y  Miércoles de ceniza (1958).  Filmó,  asimismo, dos películas en Hollywood: The Last Rendez-vous (1936), con Pepe Crespo, y La Inmaculada (1939), que le pareció “horrible”. Sus experiencias en California la dejaron muy descontenta por lo que opinaba que aun cuando había figurado como primera actriz, prefería actuar  en su país.
En uno de sus viajes a España conoció al actor Enrique Díaz Indiano, con quien contrajo matrimonio, aunque no tuvieron hijos. A su muerte, la actriz continuó viviendo sola en su departamento hasta que consideró necesario instalarse en la Casa del Actor buscando  la compañía de personas afines con quienes compartir experiencias y recuerdos. Allí falleció el 11 de noviembre de 1987. Andrea consideraba que la suya había sido una vida dichosa porque había disfrutado del  teatro, del cine  y del amor: “Yo no hubiera sido totalmente feliz sólo con amor, por más que me adoraran y que adorara; y tampoco me hubiera sentido enteramente dichosa en el teatro y el cine si no hubiera tenido el amor que tuve. Me he realizado completamente. Y todavía muerta y hasta calavera, quiero estar en un foro”. [7]  
El recuerdo de mi tía Chayo me asaltó de pronto a principios de este año cuando tropecé, sin buscarlo, con las notas que había tomado en aquella entrevista y que permanecían olvidadas en el archivero. Empecé entonces a sumergirme en la vida no sólo de Andrea, sino de los Bracho en general y comprendí mejor las siguientes palabras que Tomás Eloy Martínez escribe a propósito de su interés por contar la vida de Eva Perón: “las almas también aspiran a que alguien las escriba. Quieren ser narradas, tatuadas en las rocas  de la eternidad. Un alma que no ha sido escrita es como si jamás hubiera existido. Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato”.[8]




[1] Miguel F. Vallebueno Garcinava, Haciendas de Durango, Durango, México, Gobierno del Estado Durango, Secretaría de Turismo, UJED, 1997, p. 89.
[2] Tomás Eloy Martínez, Santa Evita, México, Alfaguara, 2008, p. 64.
[3] Ibidem, p. 6.
[4] Idem
[5] Idem
[6] Ibidem, p. 4
[7] Ibidem, p. 8.
[8] T. E. Martínez, op. cit., p. 220. 

Andrea Palma

La mujer del puerto


martes, 10 de septiembre de 2013

Experiencias en Dgo.

AVENTURAS A MI REGRESO A DURANGO


En 1995, a  mi regreso a la ciudad de Durango después de una ausencia de casi treinta años, compré una casita modesta en el Fraccionamiento Camino Real, en ese entonces todavía muy apartada del centro y donde abundaban los lotes baldíos.

Una noche, al volver del centro en mi coche  por el Boulevard Domingo Arrieta (así bautizado  en recuerdo de un general durangueño de la revolución de 1910) me topé nada menos que con ¡un toro! El pobre animal salió despavorido de algún corral del barrio de Tierra Blanca, a la altura de la calle de Ocampo, y atontado por las luces y el movimiento de los coches por el transitadísimo boulevard, no sabía qué hacer. Yo tampoco. Afortunadamente, yo venía a buena velocidad y, ante las vacilaciones del toro, yo también empecé a vacilar. Finalmente, se hizo a un lado, me miró como preguntándome dónde estaba, me dejó pasar y continué mi camino. Más decente que muchos automovilistas, se orilló a la derecha con toda cortesía.

Por supuesto, si cuento esta anécdota en otro lugar y quizá en el propio Durango, la gente se va a reír y a poner cara de incrédula, pero es rigurosamente cierta. Creo que tanto Antonin Artaud y André Breton también se deben estar riendo en sus tumbas pensando que su movimiento surrealista tiene todavía muchos adeptos y que valió la pena el viaje y la estancia en nuestro país.

Unos meses antes ocurrió otro incidente. Una mañana, al correr las cortinas, me encontré con una ¡cabeza de caballo! Me asusté, creí que todavía estaba dormida y que tenía  una pesadilla o un sueño con asociación espontánea. No era así, estaba perfectamente despierta y el caballo estaba desayunando con mi pasto y relamiéndose los belfos. Un rato después, apareció el dueño y se lo llevó.

El suceso se repitió una vez más, con ¡dos caballos! Entonces, le dije al propietario que si volvía a ocurrir me quedaría con sus animales. Además, es fácil imaginar cómo quedó el pasto después del almuerzo. Primero, me enfurecí, pero mi vecina, con mucha lógica y sentido del humor, decidió que los caballos habían contribuido con su granito de arena para el embellecimiento del pasto que estaba muy venido a menos. Esto se llama ver la vida de manera positiva.

Para completar el capítulo sobre el surrealismo, debo confesar que era   poseedora de una preciosa puerta de herrería que no tenía  BARDA. ¿Qué tal? La idea se me ocurrió para proteger el coche y que los ladrones no pudieran empujarlo y llevárselo. Alguien pensará quizás  que podrían llevarse la puerta. Pues no, porque está anclada con concreto y el coche no puede salir por ningún costado ya que sería necesario que lo elevaran  por encima de los automóviles de los vecinos. Así, ya podía dormir tranquila. Como es obvio, el plan era  construir la barda en cuanto fuera posible (léase, tuviera suficiente dinero), Por lo pronto, pensé en tomarle una fotografía para inmortalizarla, propósito que nunca cumplí.

Las peripecias con los animales continuaron durante el invierno. Las primeras en llegar, dispuestas a quedarse, fueron las abejas. Fue necesario librar un combate frontal, con asesoría de los bomberos,  ayuda del personal especializado de la SARH, insecticidas comprados en el supermercado, asistencia de un fumigador profesional y la eficiente labor de un albañil para  acabar con ellas o, por lo menos, invitarlas a buscar otro sitio para su panal.

Luego, aparecieron las avispas. Las acciones se repitieron en igual orden, también con resultado positivo. Ahora, como me sugiere Paco Durán, sólo me falta ocuparme de las nubes para seguir las huellas de Aristófanes. El propio Durán, con gran sentido del humor, ha señalado que ante estos hechos de la realidad cotidiana en Durango, uno piensa que podrían haber sido inventados por Kafka, a quien se podría considerar aquí como “uno más de los regionalistas”.

Se me ocurre todavía otra aventura. Hace unas semanas el jardinero podó un árbol con eficiente sierra eléctrica. Las ramas eran fuertes y grandes, pero cayeron como viruta al ser segadas. Me dijo que su compadre tenía una camioneta para recoger ramas, hojas y demás. Por la tarde vi llegar ¡dos carretas tiradas por dos flacos caballos!


¿Surrealismo? ¿Realismo mágico? ¿Superposición de tiempos, como señaló Alejo Carpentier en su novela Los pasos perdidos? No lo sé. Lo que sí sé es que la realidad, en muchos casos, supera a la literatura.