jueves, 27 de marzo de 2014

Caballos

DÍAS DE MONTAR. TOMASA, LUCKY Y QUERÉTARO

Montando a Lucky

Ruta para Ben Frankling


UNO
Tomasa era una burra grande, demasiado alta para su sexo, con el pelaje café encrespado y en total descuido.
En otras palabras, no se parecía en absoluto al burro que inmortalizó Juan Ramón Jiménez en su Platero y yo. Inspiraba respeto por su gran tamaño. Sin embargo, cuando niña, yo solía cabalgar en su lomo si salíamos de excursión, guiando su trote con una vara sin llegar a lastimarla. Nos entendíamos bien. Los días de paseo Tomasa se veía libre de cargar rejas o bultos y yo disfrutaba de una cabalgadura a la altura de mis dotes de amazona.
Llegábamos siempre las últimas de la partida, bien porque yo me distraía mirando el paisaje, bien porque Tomasa decidía fortalecer su dieta con el pasto del camino. Nada nos preocupaba; conocíamos la senda y los terrenos por donde andábamos. Alguna vez, como para recordarme que era ella quien mandaba, se detenía abruptamente frente a un nopal o un maguey y amenazaba con desembarazarse de mí. Yo no respondía a su provocación y, con la vara, la invitaba a reanudar la marcha. Así fuimos muchas veces a sitios cercanos a Nombre de Dios; en ocasiones, para traer agua del manantial; otras, simplemente para disfrutar del sol y del campo.
Según Miguel, el mozo que nos acompañaba a todos los chiquillos, el día de la excursión Tomasa intuía que su tarea nada tendría que ver con el corral o con cargar costales de maíz o frijol. Se agitaba inquieta entre los animales y aguardaba impaciente a que la aparejaran para la salida. Luego, junto con los caballos, esperaba quieta frente a la casa. Una vez enfilado el grupo en la dirección escogida para esa jornada, la burra trotaba gozosa por la ruptura de su rutina.
Ahora que las abejas, las avispas y las mariposas de cuando en cuando se posan en los geranios, Tomasa ha vuelto a mi memoria, llena de vida, grande y saludable. Quizá como resabio de aquellos días, cuando veo un burro oprimido por una carga demasiado pesada, me invade la tristeza. Luego, le recomiendo al dueño que lo alimente bien, que no lo sobrecargue, que lo mime. El hombre me mira con extrañeza –tal vez me juzgue loca- y continúa su camino. A veces me asalta el miedo de que, con la transformación de la sociedad de rural en urbana, con el empleo generalizado de vehículos de motor, los burros queden extintos. Si así fuere, Tomasa y Platero quedarían en la memoria colectiva para dar testimonio de su existencia.
En poética despedida, Juan Ramón Jiménez escribe las siguientes palabras: “Platero, vengo a estar con tu muerte. No he vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo”. Iguales palabras dirijo yo a Tomasa cuando recorro las riberas de los ríos Tunal y de Nombre de Dios. 

DOS
Cargado de años, Lucky pasaba la vida pastando en distintos espacios del ranchito de mis amigos Lynne y Buff,  Cuando los visité por primera vez en Ben Franklin, un pueblo diminuto localizado entre Commerce y Paris (referencia obligada si uno desea situarlo en el mapa)  por primera vez era tan pequeño que si uno cerraba los ojos al circular por la carretera que lo atraviesa, al abrirlos Ben Franklin ya había quedado atrás. Sólo contaba con una oficina de correos que quizá también haya ya desaparecido porque la gente prefiere ahora el correo electrónico y se rumoraba que el gobierno en Washington tenía intenciones de cerrar muchas pequeñas oficinas de  correos en el todo el país. Había, además, una iglesita y otra casita que nunca supe bien qué era. Mis amigos escogieron ese rincón en el noreste de Texas luego de la jubilación de Buff.
Recién instalado, pasé con ellos unas fiestas de Navidad. Tenían entonces unas cuantas vacas y cuatro o cinco caballos. Lucky era uno de ellos. Llegó a Texas desde Carolina del Sur en un remolque y se adaptó con facilidad a su nuevo entorno. Amarillo, como todos los bayos, se distinguía desde cualquier sitio. Cuando se daba cuenta de nuestra presencia, agitaba la cola, todavía más clara, en señal de saludo.
Red, el garañón se alborotaba con cualquier yegua que olfateara a no sé cuántas millas de distancia; por ello, pasaba los días encerrado en un establo. En su aislamiento, aunque protegido del frío, seguramente envidiaba a sus congéneres que se movían a sus anchas por el llano. De cuando en cuando, sus bufidos daban fe de su mal humor por el encierro y el ayuno.
Por su naturaleza bonachona, Lucky fue escogido por mis amigos para mi primer paseo a caballo. Un mediodía, el bayo quedó listo para la excursión. Y yo, también. Sentía un poco de miedo, pero lo disimulé lo mejor que pude. Ya amazona sobre Lucky, decidí seguir la orilla de la carretera a  Commerce (casi no había tráfico) para no perderme ni toparme con ningún perro bravo celoso de su territorio.
Lucky estuvo de acuerdo con mi plan y emprendimos la marcha a buen paso. Pronto, sin embargo, el caballo hizo un alto categórico. Ni mis arrumacos y mis órdenes expresadas en el mejor inglés que se me ocurrió para sus oídos, hicieron mella alguna en su terca resistencia a avanzar. Cuando lo tuvo a bien, dio media vuelta y enfiló hacia el rancho. Se paró frente a la puerta trasera de la casa y, cual galante caballero, esperó a que me ayudaran a desmontar. Creí entender, por su actitud, que esperaba una muestra de mi agradecimiento por haberme llevado de paseo y portarse bien. Le di una zanahoria, le acaricié la cabeza y se alejó satisfecho rumbo a la libertad.

TRES
Años después, conocí a Querétaro en Jalisco, en un club para vacacionistas donde ofrecían clases de equitación. Consideré que era una oportunidad ideal para mi segunda lección en el arte de montar a caballo y me inscribí.
En una calurosa tarde de abril, me encontré en el lomo de un tordillo enorme (así me lo pareció), bien alimentado y con expresión de pocos amigos. El instructor me aseguró que era el más manso (yo lo había puesto al tanto de mi torpeza) de manera que opté por hacer las mejores migas posibles con Querétaro.
Para mi mala suerte, de inmediato caí en cuenta que, como Lucky, sólo entendía inglés (los asistentes al club eran, en su mayoría, norteamericanos) y, por supuesto, no el hablado en las oficinas o en los bancos. Me perdió el respeto en el acto y quedé en franca desventaja.
Las instrucciones eran avanzar en fila india sin perder de vista al compañero de adelante. ¡Inútil empeño! A mis come on, Querétaro, let’s go, el caballo respondía con un resoplido y torcía en la dirección que le venía en gana dando al traste con el plan. El maestro se veía obligado a ir en mi busca y volvernos a la fila. Minutos después, volvía a las andadas. Cuando su malhumor por mi pobre desempeño aumentaba, se detenía frente a los arbustos con mala intención. Así transcurrieron las dos horas y media de mi segunda lección de equitación.
Al dejarlo en el establo, me despedí de Querétaro en los mejores términos. Con el corazón de alguna manera satisfecho por mi hazaña de mantenerme firme en el caballo, regresé al hotel sudorosa y feliz.

CUATRO
No ha habido ninguna otra lección de equitación.




Cucarachas

QUERIDAS AMIGAS
UNO
A mi papá le gustan las bromas pesadas; por ejemplo, picarme las costillas para que respingue y me enoje. Sólo abandonará esta costumbre cuando deje caer la jarra de agua fresca que sostengo entre las manos. Otras veces decide colocar una cubeta llena de agua en la puerta del cancel y, al entrar, ¡baño seguro! Mi hermano Eduardo heredó sus mismas mañas y nos tiene en jaque a los demás. Nada, sin embargo, me había preparado para lo que me esperaba al regresar del baile. Entré sigilosamente a la recámara sin encender la luz para no despertar a mi hermana. Con cuidado, levanté las sábanas y me metí en la cama. Crac, crac, crac. Salté despavorida, prendí la luz, levanté las cobijas y ante mis ojos desmesurados aparecieron tres cucarachas despanzurradas que manchaban las sábanas. Mis gritos resonaron hasta el último patio.

DOS
Vamos en un carromato; no sé quiénes son los que me acompañan en este viaje. Los supongo tan condenados como yo. Nos espera la guillotina. Sentada en el piso de la carreta, no alcanzo a ver nada; únicamente oigo los alaridos de la multitud de pie a ambos lados del camino que disfruta del espectáculo. Levanto los brazos por encima del carretón y los agito violentamente para que detengan la marcha y me escuchen. Tengo algo importante qué decir. A nadie le importa. La marcha continúa.
Despierto bañada en sudor. Es verano. Estoy durmiendo en el piso de la sala del departamento de una amiga en la calurosa San Juan, en Puerto Rico. En un rincón, grandes plantas tropicales decoran la habitación. Algo oprime mi garganta y ningún sonido sale de mi boca. Por un agujero en la base del mosquitero se escapa una gigantesca cucaracha.

TRES
Mis deberes hogareños, antes de dormir, incluyen medir en la despensa el arroz, el aceite, el azúcar, el café y el frijol que, al día siguiente, serán utilizados en la cocina. Así se evita el desperdicio y el hurto, afirma mi madre. Temblorosa, cada noche tomo la llave del candado que cierra la puerta de madera y me encamino al segundo patio. La oscuridad reina por doquier. Al fondo, percibo el durazno y la higuera. Conozco el ritual de memoria: debo caminar derecho, sin titubear, hasta el centro de la despensa. Del techo pende un foco con una cadena que debo jalar para encender la luz. Como todas las noches de mayo, cuando llega la hora siento que el corazón me estallará dentro del pecho. Sé lo que me espera. Al iluminarse el espacio, las cucarachas que tapizan las paredes se ocultarán con rapidez. Entonces podré avanzar hasta la alacena y cumplir con mi tarea.

CUATRO
Debido a una fuga, el tanque de gas quedó cerrado en el patiecillo. Yo me afano en la recámara desempacando y habituándome a mi nueva morada que estuvo vacía y aguardándome durante un largo año. Es la única habitación iluminada de la casa; las tinieblas dominan el resto. Decido tomar un té antes de dormir.
Abro la puerta que separa la cocina del patio y entro. Al mover los pies, oigo tronidos extraños bajo mis zapatos. Cuando mis ojos se han acostumbrado a la penumbra, distingo las cucarachas que cubren el piso y un muro. Con el empujón, la puerta se cierra. Sólo entonces caigo en cuenta que las llaves se han quedado adentro y que la puerta trasera que da al jardín -única salida hacia la libertad- está cerrada con doble llave.
El terror me invade. Nadie sabe que me mudado esta  tarde. La casa contigua está vacía, así que de nada sirve gritar. Imposible trepar por las paredes y, además, las láminas acanaladas que techan el patio representan un obstáculo adicional. ¿Resistiré toda la noche de pie, rodeada de cucarachas, en el centro del patiecillo?
En la media luz advierto que hay un gancho metálico para ropa que ha quedado olvidado en un rincón. La ventana de la cocina está ligeramente abierta, aunque cubierta por un mosquitero. Lenta, sofocadamente estiro la mano para tomar el gancho. Me esfuerzo por romper la tela de alambre de la ventana para introducir la mano y jalar el picaporte. Sudo copiosamente, pero no cejo en el empeño. Mucho tiempo después –no sé cuánto- consigo mi objetivo. ¡Estoy a salvo! Me apresuro hacia la recámara sólo para ver que una cucaracha huye por el resumidero del baño. El té tendrá que esperar hasta mañana.   


Aventuras con mi perrito

PITUFO

Pitufo entró en mi vida un mediodía primaveral. Cuando me lo regalaron era un cachorrillo de apenas una semanas de edad, pulguiento y asustado. No había salido nunca del otrora jardín donde vivía, ahora convertido en un lugar lleno de tierra y sin planta alguna.

El trayecto en el coche hasta el consultorio del veterinario lo aterrorizó aún más. También yo estaba temerosa de que sus pulgas se quedaran para siempre en el vehículo. Tres horas después, el baño y la peluquería lo habían metamorfoseado en un bello cocker spaniel de color blanco con las patas y la cola color miel, además de unas pecas en la casa que le daban un aire de coquetería y travesura. El regreso a casa transcurrió sin incidentes; por la tarde, fuimos a que conociera el mundo con una cuerda atada a su cuello a manera de cadena. Tal fue el inicio de nuestra vida en común.

Mientras yo estaba ausente, Pitufo pasaba las horas detrás de la casa en un espacio delimitado por mí como su territorio mediante una tabla; obediente, permanecía allí guareciéndose del sol debajo de un pequeño techo. Una noche, lo encontré aterido por la lluvia y ladrando con desesperación. Me recibió agitando la cola con gusto y sin reproche por mi larga ausencia. En compensación, lo sequé suavemente con una toalla, le preparé una sopa de fideo caliente y le di una aspirina para prevenir el resfrío. Pronto, sin embargo, nuestra rutina sufriría bruscos cambios.

Con la llegada de mi madre enferma, las cosas se complicaron. Para entonces, Pitufo, alentado por la hija de mi vecina, saltaba la tranca alegremente y se paseaba a sus anchas por todas las áreas comunes del fraccionamiento, aunque sin alejarse demasiado de la casa. No pasó mucho tiempo antes de que correteara en compañía de los perros callejeros del rumbo. Incluso, un día invitó a uno a comer de su mismo plato. Los esfuerzos por mantenerlo limpio resultaron inútiles. ¡Pobre Pitufo! Así empezó su existencia trashumante.

Primero, fue a parar a casa de una prima que apenas lo soportó una semana. Volvió conmigo, pero dormía en el patio de unos vecinos; hasta mi recámara llegaban sus ladridos lastimeros. Una mañana, los anfitriones nocturnos se fueron de vacaciones al rancho llevándose a Pitufo. Lo imaginaba corriendo por el campo con toda libertad, respirando a pleno pulmón y saltando de trecho en trecho para mostrar su alegría. Un mes después regresó flaco y maltrecho.

Como no le daban de comer, estaba obligado a buscar su sustento  donde lo encontrara; dormía en el estable buscando un poco de calor y seguramente alguna vaca o un perro envidioso lo lastimó entre las patas traseras. Cuando lo vi, apenas si podía caminar; además, le habían hecho una salvaje curación con no sé qué líquido que lo había quemado. Nueva visita al veterinario. Lo curé paciente y amorosamente durante muchos días. Pitufo convaleció acostado sobre el lomo con las patas en alto mirando el jardín a través de la puerta de cristales.

Esta vez había vuelto para quedarse, me dije. Pasaba el día frente a la casa, guardándola como si fuera el más fiero mastín. De tarde en tarde, para mi disgusto, convidaba a sus amigos callejeros a retozar en el pasto; con ello daba al traste con todos mis cuidados para mantenerlo limpio y las infecciones de mi madre bajo control.

Su amor por mí estaba plenamente correspondido. Cuando oía el ruido del motor del coche, se ponía en alerta para darme la bienvenida. Al abrir la portezuela saltaba al interior y se acomodaba como para dar un paseo. Al descender del vehículo, nuevos brincos testimoniaban su contento. Las huellas de sus patas en mi ropa daban fe de su alborozo.

La cercanía de una perra vecina lo despertó al sexo (tenía ya casi seis meses) y se volvió incontrolable. Lucía su palmito por doquier y era el galán del barrio. Llegado el  atardecer, Pitufo emprendía misteriosas correrías de las que regresaba muy tarde. Como un marido trasnochador, llamaba a la puerta esperando ser recibido con una sonrisa. Una fría noche de noviembre no quiso obedecer mi reclamo para que entrara y se largó. Volvió horas después, sin el suéter que recién le había comprado. Me rehusé a dejarlo entrar para darle un escarmiento. ¡Resultó más caro el caldo que las albóndigas! Aterido, espichado, a la mañana siguiente aguardaba en la puerta. Tenía los ojos enrojecidos y las gotas no ayudaron en nada. La consulta con el veterinario reveló que se había enfermado de los bronquios.

Una tarde tuve que salir. Para impedir que desapareciera, lo encerré en el patio. A mi regreso, los destrozos eran increíbles: desgarró la funda de la lavadora, desparramó la basura y tiró al suelo todo lo que estuvo a su alcance. Desafiante, me retó a que lo castigara.

La salud de mi madre empeoraba a ojos vistas e inexplicables infecciones más y más difíciles de combatir, nos complicaban la vida. La estancia de Pitufo en la casa se tornó más cuestionable. Se avizoraba otra separación.

Con gran tristeza, me di a la tarea de buscarle nuevo dueño, alguien que lo consintiera y lo tratara bien. Apareció Eric, un alumno de mi prima, cuyo perro había muerto días antes. Nos citamos en casa de mi prima un sábado por la mañana. Ignorante de lo que iba a ocurrir, Pitufo entró al coche sin recelo y se acomodó en el asiento trasero, sacando la cabeza por la ventanilla atrás de mí. Estrenaba un nuevo suéter beige que armonizaba con sus pecas. Llegamos, le puse la correa y le pedí a Eric que lo invitara a dar un paseo. Pitufo trotó alegremente a su lado, no sin antes voltear a mirarme como diciendo: “ahora regreso”. Controlé el impulso de llamarlo para que no se alejara. Mi prioridad era otra. Además, Pitufo merecía un hogar estable y no seguir dando tumbos por el mundo. Lo miré irse con un nudo en la garganta. Meses después supe que había sido padre de dos cachorros y que su afición por la calle y las travesuras seguía incólume. Eric lo quería bien y salían a pasear, me dijeron.

A veces he encontrado un perrillo con una pinta semejante a la suya merodeando cerca de mi casa. “Pitufo”, le grito, mas no reconoce mi voz y se aleja con rapidez. Al perderlo de vista, deseo con fuerza que Pitufo esté bien.