martes, 27 de agosto de 2013

Comentarios sobre la novela

EL ÚLTIMO TANGO DE SALVADOR ALLENDE

Hace unos días leí una novela publicada en 2012 que me encantó: El último tango de Salvador Allende, escrita por Roberto Ampuero, escritor chileno y actual embajador de Chile en nuestro país. El texto narra los últimos días del gobierno del Doctor en 1973,  aunque no es la anécdota  principal. El autor advierte al principio que el “libro es una novela, y como tal habrá que leerla”.

El leit motiv de la novela  tiene que ver con el encargo que le hace Victoria, su hija moribunda, a David, un antiguo agente de la  CIA  que vivió en Santiago junto con su familia  durante varios años antes del golpe militar y que ayudó a desestabilizar el gobierno de Allende.  Victoria le pide a su padre, viudo, regresar a Chile y entregar la mitad de sus cenizas y un cuaderno contenidos en un pequeño cofre escondido  en el sótano de su casa a un chileno llamado Héctor Aníbal. Cumplir esta promesa obligará a David  no sólo a viajar a Santiago, sino a otros lugares en Chile e, incluso, a  Europa.

La novela está estructurada en dos líneas y narrada en primera persona. La primera tiene que ver con el cumplimiento del encargo de Victoria; la segunda es la traducción del cuaderno encontrado en el cofre, escrito a lápiz, con mala caligrafía y que David traduce con la esperanza de que le ayude en su encomienda. Cada capítulo viene precedido de un epígrafe: los relacionados con la encomienda de Victoria y con los años en que David y su familia vivieron en Santiago son  de versos tomados de melodías populares en los años setenta: Los capítulos que narran los problemas enfrentados por el Doctor y sus esfuerzos por sacar adelante a su gobierno y a su país, además de relatar datos personales de quien escribe el cuaderno y de su relación con el Doctor, van precedidos de  estrofas de tangos. Todos los epígrafes se relacionan  claramente con los acontecimientos narrados en el capítulo que anteceden.

En una entrevista televisiva, Ampuero mencionó que la inspiración para esta novela  le llegó cuando recorrió la calle Tomás Moro y llegó al número 200, antigua residencia de Salvador Allende. Todavía está en pie, dice el escritor, es una finca con muchos árboles en una calle tranquila, pero que corre el riesgo de ser demolida pronto. Allende no murió ahí, como todos sabemos, sino en el palacio de La Moneda, sede del gobierno, aunque también con habitaciones para el presidente y su familia.

Resulta curioso el paralelismo entre Tomás Moro, el santo que da nombre a la calle  y el doctor y presidente de Chile, Salvador Allende.  El primero, nacido en Londres en 1478 y fallecido en la misma ciudad en 1535, tuvo una brillante carrera. Fue un ardiente defensor de la libertad de culto y de opinión. Entró en conflicto con Enrique VIII porque se opuso al divorcio del soberano de su esposa  Catalina de Aragón para contraer matrimonio con Ana Bolena. Al rehusarse a asistir a la coronación de esta última, fue condenado a muerte. Por su parte, Salvador Allende defendió su forma de pensar y el régimen de gobierno que deseaba tener. Sus problemas se agravaron por la intervención de la CIA y la oposición de la clase empresarial hasta que se llegó al golpe de estado encabezado por el general Augusto Pinochet, en quien confiaba plenamente.

Estos hechos obligan al lector a recordar lo ocurrido con Francisco I. Madero, a principios del siglo veinte en México, que desoyó los consejos de su hermano Gustavo. Éste le había expresado  que desconfiaba del general Victoriano Huerta,  a quien Madero consideraba un soldado leal y de toda su confianza. Y fue   precisamente Huerta, apodado después El chacal, quien aprehendió a Madero y a Pino Suárez y dio la orden para que los ejecutaran, hecho que dio principio a la Revolución Mexicana. 


Ampuero entrega a sus lectores  una novela interesante que no está recargada de datos históricos y políticos. El recorrido por la vida nocturna de Valparaíso donde se escucha el tango es  interesante. Es casi una novela de misterio porque David, el padre de Victoria, debe seguir el hilo que le marca el destino y los pocos datos que va recabando para encontrar a Héctor Aníbal y cumplir la promesa hecha a Victoria.   Además, Ampuero salpica aquí y allá platillos propios de su país como comer, de entrada, locos en salsa verde y de plato fuerte, corvina grillé o congrio al vapor (recordemos, de paso, que Neruda escribió una oda al congrio) o, a media tarde, arrollado fresco en pan amasado calentito, acompañado de café. Como aperitivo, pisco sour, por supuesto.  Quizá convenga, amable lector. concluir con esta sentencia de la novela: “La vida está hecha de recuerdos, no de lo que acontece día a día ni de lo que uno sueña o añora”.

En casa

martes, 13 de agosto de 2013

como un cuento

HISTORIA DE UN CIEMPIÉS

Hace unos días la ciudad de Durango se vio invadida por una plaga de gusanos. Cuando encontré el  primero en un patio de mi casa y me di cuenta de que tenía muchas patitas, pensé que quizá era un ciempiés recién nacido. De todos modos, lo mandé al paraíso de los ciempiés, como suelo decir. Al día siguiente, aparecieron más en el jardín y en el otro patio, así como también llegó un aviso de la administración sugiriendo que fumigáramos nuestro jardín. Todo esto me hizo recordar mi encuentro con un ciempiés hace diez años, cuando me mudé a esta casa, el fraccionamiento era casi campo y la ciudad no nos había alcanzado.

Una noche, encontré un  pequeño animal que nunca había visto antes y que se esforzaba por subir los escalones de entrada a mi casa. Parecía  un ciempiés,  medía unos diez centímetros y tenía numerosas patitas. Nunca antes había visto uno. Quise seguir la doctrina budista que recomienda no dar muerte a ningún animal vivo (en Durango no sería posible actuar así en relación con los alacranes porque la mortandad sería enorme. Por ejemplo, este año se contabilizan ya más de tres mil personas picadas por este arácnido), así que lo recogí cuidadosamente  con el recogedor de basura. Luego, caminé hasta la entrada del fraccionamiento y lo solté entre las hierbas. Le recomendé, como si pudiera escucharme y hacerme caso, que no volviera a las cercanías de mi casa.

No era extraño encontrar culebras, lagartijas, arañas en los lotes baldíos cuando hacía mucho calor y la hierba había crecido o cuando se iniciaba alguna construcción que los privaba de su hábitat. En esos días, había muy pocas casas habitadas en el fraccionamiento. La mía fue la numero catorce y era la única en la mitad izquierda del fraccionamiento, así que se volvía imprescindible acostumbrarse a estas sorpresas. Por fortuna, en esta área de la ciudad no es común encontrar alacranes aunque siempre existía la posibilidad de que alguno viniera escondido en el material de construcción como ocurre en el cuento “Muerte por alacrán”, de la escritora uruguaya Armonía Somers.


Una noche, cuando ya me había olvidado del ciempiés y rogaba no encontrarme con una culebra, lo  vi de nuevo. Había crecido y medía ya entre veinticinco y treinta centímetros. De nuevo, intentaba subir los escalones de la casa. Lo aparté con un palo, entré en la casa y tomé un insecticida. Sin compasión, lo rocié abundantemente. Se negaba a morir. Entonces, lo empujé con el palo hacia el centro de la calle y ahí lo dejé. Todavía pataleaba con algunas de sus patas. Ignoro si lo aplastó algún vehículo o si  se fue hacia el parque y, luego, al paraíso de los ciempiés. 

volver a encontrar a una amiga

AMISTAD RECOBRADA


En una de sus novelas  el escritor checo Milan Kundera afirmó -palabras más, palabras menos- que “el pasado se vuelve presente en cualquier momento”. Y eso, una vez más, lector amigo, me acaba de ocurrir.  

Para el 450 aniversario de la fundación de  Durango, el gobierno invitó a  las federaciones de duranguenses residentes en varias ciudades de  los Estados Unidos –Dallas, Los Angeles, Chicago, San Antonio, entre otras- a visitar nuestro rincón del mundo. Entre las personas que integraban la delegación de Los Angeles vinieron Ludivina  Ramos y su hija. En una reunión, ella  quedó sentada al lado de mi prima Inés y le preguntó por mí; mencionó que nos habíamos  conocido en la Villa de Nombre de Dios cuando éramos niñas y que le gustaría saludarme. Inés se ofreció a darme su teléfono. El pasado, pues, se volvió presente. Los años se atropellaron en mi mente recordando los veranos disfrutados en la hermosa casona de mi abuelo paterno (ya demolida) y, sobre todo,  a Ludivina -alta, delgada, sonriente-  más amiga de mi prima Yolanda que mía.

Un batallón de chiquillos integrado por mis hermanos Carlos y Eduardo, mis primas Martha, Enriqueta  y  Teresa, Lupita Ramos, Estela Andrade, Yoli, Ludivina   y yo corremos presurosos hacia el río de la Villa, de mansas aguas coloradas por la tierra que acarrea. Bajamos por el camino que lleva al viejo puente para cruzar a la otra orilla donde encontramos un manantial de aguas transparentes y a la traicionera hiedra trepada en los troncos de los frondosos sabinos. Felices, nos despojamos de la ropa y los zapatos para meternos en las frías aguas.

Cuando finalmente Ludivina  y yo nos reunimos, me contó que se había casado varios años después de que dejamos de vernos y que tiempo después había emigrado  a Los Angeles, como ha ocurrido con muchos otros durangueños. Antes, cuando todavía nos veíamos en la Villa, nos entristecimos mucho cuando perdimos la compañía de Estela y Leonor Verdugo que una mañana de verano se fueron a Ciudad Juárez con sus padres y de las que no sabemos nada. Ahora, ella    ha comprado una casa en la Colonia Obrera donde pasa tres meses cada año. Piensa que tenemos  un lejano parentesco, y yo recuerdo con tristeza que mi papá rara vez nos hablaba de sus familiares en La Parrilla y Villa Unión. 

¡Qué  emoción¡ Acaban de inaugurar el puente Melones, sobre el río Tunal, para facilitar la llegada a Nombre de Dios y la carretera hacia la Ciudad de México, Ahora disponemos de otro lugar para los días de campo aunque para llegar hasta allá necesitamos que Panchito nos transporte en la vieja camioneta pick-up. Mi papá pensaba que era peligroso porque, en temporada de lluvias, el río aumentaba de nivel con suma rapidez. Algunas tardes nadamos casi al atardecer, cuando mi papá se desocupa y puede acompañarnos. Mi mamá se exalta  cuando Carlos, Eduardo y yo nos alejamos demasiado dejándonos llevar por las aguas del río que es nuestro amigo.


Ahora Ludivina intenta recuperar algunos recuerdos de aquellos años y de su vida tanto en la Villa como en Durango. Por eso,  ha adquirido esa  casa en la Colonia Obrera (también llamada Silvestre Dorador). Quiere desandar esos más de cincuenta años que han transcurrido desde la última vez que nos vimos. Por ejemplo, el 7  de agosto se fue a la Villa para participar en los festejos en honor de san Cayetano en un sitio llamado Las Lumbreras y que desconozco. Hablamos de las antiguas amigas; varias se nos han adelantado ya.  Hacemos planes para reunirnos el verano próximo cuando regrese. Quizá sentiremos de nuevo que tenemos trece años y una vida por delante. 

Río Tunal cerca de El Saltito, Dgo.

sábado, 3 de agosto de 2013

Encuentro de escritores julio 2013

LASSE SÖDERBERG, LO INCONSTANTE

Si bien el evento culminante del  Encuentro de  Escritores de Durango, que tuvo lugar del 10 al 13 de julio de 2013, era la entrega de un reconocimiento especial al Dr. Enrique Mijares Verdín, dramaturgo, novelista y  artista plástico, galardonado con el premio Tirso de Molina por su pieza teatral Enfermos de esperanza, creo que el escritor que más se destacó por su presencia en las sesiones y por sus intervenciones fue el poeta sueco Lasso Söderberg, un hombre alto, de pelo blanco, ojos azules y una cordial sonrisa, además de un gran sentido lúdico.

Participó  en la sesión inaugural acompañado de la poeta colombiana Ángela García, traductora de Soderberg,  el cubano Julio Travieso y el novelista  mexicano Hernán Lara Zavala. Travieso leyó un largo texto proveniente de su novela Yo soy el enviado; Lara Zavala, un cuento ambientado en Yucatán, García tres o cuatro poemas -recuerdo especialmente el titulado “Estadística”-  y Söderberg, que cautivó al auditorio, precisamente con el texto “El esqueleto”, tomado de su libro  Lo inconstante (2012), que a continuación transcribo;

Está en mí, lo sé, aunque él no diga nada. Pero cuando me siento, se inclina también cómodamente hacia atrás.  Cuando corro, se precipita conmigo. Como una sombra interna imita cada uno de mis ademanes. Nunca me abandona y no puedo vivir sin él.
Ciego y demacrado bajo la piel, este servidor de librea me da su apoyo, silenciosamente, pero con una mueca sarcástica que sólo muestra después de la muerte. Es entonces cuando llega su hora, liberado de mí, arpa grotesca en la que toca, con dedos fríos, un agua subterránea.

Tuvo después otra intervención en la que hizo gala de su sentido lúdico, suavizando la formalidad de la poesía, que hizo reír a los asistentes. Se trataba de un poema donde al poeta se le destroza el corazón: “Por eso con alfiler en mano/fijo a mi solapa/este corazón recortado/para que todos lo vean”. Antes de leer esta última estrofa de su poema “Corazón de papel”, sacó  del bolsillo interior de su saco un corazón de cartoncillo rojo y  fue rompiéndolo con lentitud.  En otro momento, para convencer a los asistentes de que no haría trampa al declamar un poema en sueco, pidió que se le vendaran  los ojos. Al concluir la lectura, mientras sonreía como un chico travieso, lo  despojaron de la venda.
Hay otro poema en el que vale la pena detenerse. Se titula “Fusilamiento mexicano”, y está escrito en estrofas de dos versos. Dice así:


Pronto morderá la hierba
O, más bien el polvo.
El último cigarro
Todavía estaba allí humeando.
Se quitó el sombrero
Como se hace por respeto a la muerte,
Estiró la espalda y decidió,
Cuando el oficial levantó el sable,
Grabar en la memoria la voz de mando
Por el resto de su

Ángela García,  su pareja colombiana, de largo  y rizado pelo negro, aprendió sueco para entender  mejor la poesía de Söderberg y poder recrearla en español. Durante el encuentro, Söderberg, vestido con ropa cómoda, llega puntualmente, ocupa su silla, abre  su libreta y toma notas. Por su parte, Ángela escucha con atención las numerosas lecturas. Al despedirse, ambos recibieron  una calurosa ovación.

   
Ángela, Lasse y José Ángel Leyva

Lasse Söderberg