jueves, 27 de febrero de 2014

PALABRAS PRONUNCIADAS AL RECIBIR EL RECONOCIMIENTO COMO CREADOR EMÉRITO EN 2011



EL VIAJE HACIA ÍTACA

En 1989, cuando trabajaba como Jefa del Área de Literatura en el Centro de Enseñanza de la UNAM, recibí una llamada que me tomó por sorpresa.  Era Mónica Mansour,  mi maestra de Análisis poético, en la maestría en Letras Iberoamericanas,  y que en ese momento era Jefa del Departamento de Literatura en el CONACULTA. Me pidió que la visitara en su oficina y convinimos en una cita.  Se trataba, me dijo, de que estaba en marcha el proyecto llamado “Letras de la República” y buscaban a un investigador para  la antología correspondiente al estado de Durango. Alguien me había recomendado y ella quería conversar conmigo al respecto.

En ese momento, además de mis tareas académico-administrativas, colaboraba casi semanalmente con una reseña para la revista Proceso, había escrito sólo un libro La imagen de la mujer en la narrativa de Rosario Castellanos (1981) y otros ensayos académicos y estaba iniciando mi investigación para la tesis de maestría en Letras Iberoamericanas. Sin embargo, cuando se concretó la propuesta, acepté.  Esa llamada cambió el curso de mi vida.

De los escritores  durangueños sólo conocía a los  tres más nombrados: Nellie Campobello,  José Revueltas, y María Elvira Bermúdez. Había leído algo de Olga Arias. Conocía al historiador Atanasio Sarabia y también conocía algunos poemas de  Evodio Escalante quien, por entonces, preparaba su tesis de maestría. De los otros,  ignoraba todo. Además, las reglas y los plazos del CONACULTA eran muy rígidos. No obstante, acepté el reto. Empecé la investigación en el Distrito Federal y con la ayuda de Evodio,  y  de Paco Durán y, ya en Durango, de Enrique Mijares Verdín y de Ángel Manuel Castrellón, entre otros muchos, salí airosa del compromiso.

Cuando mi antología Durango. Una literatura del desarraigo (1829-1990)  se presentó en el  Palacio de Minería, en  la Ciudad de México,  dentro de la Feria Internacional del Libro en el 2002, me cupo la alegría de haber cumplido tanto con el CONACULTA como con Durango (creía yo) en  tiempo y forma. Para mi sorpresa, el libro no fue bien recibido en mi ciudad natal y el buen amigo José Reyes González se vio en serios aprietos para defender mi trabajo cuando se hizo la presentación. 

La estancia en Durango había traído novedades a mi vida. Me había sumergido por completo en la literatura dejando a un lado las clases de español para extranjeros y había experimentado un poco con la creación literaria. Cuando otros acontecimientos  personales y familiares, me plantearon una disyuntiva, escogí regresar a Durango. Tenía ya una casita comprada, pero no tenía empleo. La Universidad Vasconcelos me acogió nuevamente. Pero, en lo referente a la literatura, tuve que picar piedra.

Recuerdo ahora con nostalgia aquellas mañanas cuando nos reuníamos en la biblioteca de la Casa de la Cultura José Solórzano, Óscar Jiménez y yo bajo el cobijo de don Crescencio, como lo he narrado en un texto. Yo iniciaba mis pasos hacia Ítaca en la página cultural de El Sol de Durango que coordinaba Óscar Jiménez al mismo tiempo que colaboraba con Radio UJED en programas culturales.

La oportunidad para dar el salto hacia la creación fue a través del taller literario coordinado por Orlando Ortiz, que nos visitó los fines de semana durante dos años. Los viernes por la tarde leíamos (no se puede escribir bien sin conocer a los grandes autores, así como adentrarse en el análisis, la creación de personajes, el manejo del tiempo, del punto de vista) y los sábados por la mañana leíamos nuestros trabajos. Compañero de mesa y de aventuras literarias fue en esos días Jesús Alvarado, entre muchos otros. Yo llegaba con lo que se me ocurría hasta que un día Orlando me dijo: “no puedes seguir así; necesitas un proyecto”. Yo todavía no me asumía como escritora y no creía tener el talento para ello. Sin embargo, así surgió Perfiles al viento, ese libro entrañable para mí por los personajes a los que di vida y por lo que representaron para mí.

Vinieron después Tiempo de hablar (2001), los tomos uno y dos de El aroma de la nostalgia. Sabores de Durango (2005 y 2009), aunque antes habían surgido Dolores Guerrero. Una voz desconocida (1994), ¿Una nueva novela de la provincia (Crítica a la novela  El cuervo de Dios, de Francisco Durán Martínez), y un ensayo sobre el pintor durangueño Ángel Zárraga.

En su poema, el poeta griego Kavafis dice en los versos iniciales: “Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,/pide que tu camino sea largo,/rico en experiencias, en conocimiento.” Y así ha sido.  Si he carecido de algunas cosas, otras se me han dado en abundancia. Por ejemplo, el reconocimiento y la sonrisa de la gente cuando nos cruzamos en la calle. A veces, no los reconozco, pero ellos a mí, sí. O como la pregunta de una empleada en la Comisión Federal de Electricidad una mañana que fui a pagar la luz:  “Maestra, ¿no tiene un libro?”, a lo que contesté: “No, sólo el recibo”. Ella sonrió y dijo: “No, quiero decir un libro nuevo”.

Anécdotas hay muchas. Recuerdo, por ejemplo, las mañanas en que perseguía al señor que vende las melcochas en la calle de 5 de Febrero o afuera de la Catedral solicitándole una breve entrevista. Gruñía y replicaba: “Qué tengo yo que hablar con usted”  y se alejaba con rapidez. Una reacción muy diferente tuvo el vendedor de las palomitas en la calle Victoria pues hasta me regaló un vaso gigante repleto de palomitas.

Vivir de la literatura no es fácil. Quizá, entre nosotros, lo hayan logrado Octavio Paz, Carlos Fuentes, Carlos Monsivais,  José Emilio Pacheco, entre otros más. La mayoría es maestro, periodista o tiene algún otro empleo que le permita ganarse la vida. La fama también es elusiva: se escapa todo el tiempo. Casi todos persiguen un premio que  permita que se abran las puertas de las  grandes editoriales  cuando carecen de un padrino que los recomiende. En la provincia, las circunstancias son aún más  difíciles.  Muchas veces los libros se quedan en manos de amigos y familiares y no trascienden, a menos que se acuda a encuentros de escritores en otras ciudades.

 Ítaca -en este caso, la literatura- no es fácil de conquistar. Por ello, necesitamos del apoyo de las instituciones culturales y que se cree, o se establezca un contacto- para dar a conocer  nuestros libros allende las fronteras del estado. Pero como dice Kavafis:

Ten siempre a Ítaca en la memoria,
Llegar ahí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
Y en tu vejez arribes a la isla
Con cuanto hayas ganado en el camino,
Sin esperar que Ítaca te enriquezca.

Muchas gracias
Durango, Dgo., 27 de agosto de 2011





jueves, 6 de febrero de 2014

Fábula al revés. Ejercicio de taller literario.

LA CIGARRA SABIA

Había una vez una cigarra y una hormiga que vivían en la ciudad de Nueva York. Habitaban en el sótano de un edificio de departamentos en una elegante zona residencial cerca de Park Avenue.  En el pasado,  los inquilinos eran todos adultos o parejas sin niños, pero desde que las nuevas leyes consideraban tal restricción como discriminatoria, el edificio había empezado a poblarse de niños inquietos que bajaban corriendo los escalones, así es que había que andarse con cuidado.

Cada mañana, la hormiga emprendía la larga caminata hasta la  ribera del Hudson o los alrededores del Parque Central donde recogía virutas o trozos de hojas en preparación para el frío invierno. Por la tarde, debía tomar sus precauciones para regresar ilesa a su casa, con sus provisiones a cuestas.

La cigarra, en cambio, la pasaba de lo más bien. Alrededor de las once de la mañana, se vestía con los pantalones cortos, se acomodaba los lentes oscuros y se tendía en un rincón para disfrutar del sol y del buen tiempo. Con el invierno llegarían las ráfagas de viento huracanado, las bajas temperaturas y la nieve, con lo que sería imposible estar al aire libre. Ahora, esos eran sólo negros pensamientos, de manera que la cigarra silbaba una alegre tonada rockera para disiparlos.

Al caer la tarde, la hormiga retornaba a su morada encorvada por el peso de sus tesoros. Se topaba con la cigarra, alegre y tostada por el sol, la miraba llena de  reproche y la reconvenía duramente por su despreocupación.  Ésta reía a mandíbula batiente y replicaba que no había que tomar las cosas tan en serio. Al fin y al cabo, la vida era breve y la terapia gestalt recomendaba vivir plenamente el aquí y el ahora. Además, siempre existía la posibilidad de que el terrorismo internacional desquiciara la existencia de la ciudad o que el temido efecto de invernadero alterara la ecología y, entonces, ¡adiós al mundo! Disgustada, la hormiga fruncía el ceño y entraba en su casa.

Una tarde, ya entrado el otoño y cuando el helado viento del norte azotaba las calles neoyorquinas, la cigarra empezó a temer por su vida. No era nada agradable morir de hambre o de frío. A lo lejos, divisó a la hormiga que, con una gruesa bufanda atada al cuello, apresuraba el paso. La cigarra pensó que su vecina tenía razón y que ella había sido una tonta.

De repente, salió a toda carrera del edificio un niño rubio, de ojos color miel. Asustado, miró a la hormiga -a la que únicamente  conocía por las láminas de su libro de zoología- que subía con mucho esfuerzo los escalones. Sin titubear, entró en su departamento, se dirigió a la cocina, extrajo de la alacena la lata de insecticida en aerosol y, sh sh sh sh, roció a la hormiga hasta que quedo patas arriba.

En verdad, se dijo la cigarra, ¡cuánta sabiduría había en Horacio al aconsejar: “Carpe diem” (aprovecha el día).



historia de un ratón, verídica

EL AMIGO QUE PUDO HABER SIDO

Cual saeta, una fugaz sombra gris cruzó por la cocina. “Un ratón”, pensé sin querer dar mucho crédito a mis ojos, y continúe la lectura.  “Esperaré a ver si pasa de nuevo”, me dije, “tal vez fue una ilusión óptica”.  Minutos después la minúscula figura gris cruzó en sentido contrario y se escondió rápidamente entre los gabinetes. Sin veneno, sin trampa a la mano, no había nada qué hacer. Casi a la medianoche suspendí la lectura y me fui a dormir deseando que el ratón se estuviera quieto en la cocina o se marchara por donde había llegado.

A la mañana siguiente, no había rastro visible del animalillo.  Me alegré; sin embargo, un latido especial del corazón me anunció que aquello no era sino una ilusión sin fundamento  y que lo más probable era que estuviera oculto en algún rincón. Revisé rápidamente para cerciorarme de que no había comida en el suelo y salí.

A la hora de la merienda,  se repitió la escena de la noche anterior: el ratón cruzó primero hacia la puerta del patio y, un rato después, volvió sobre sus pasos. Continúe sin moverme. La cocina, justo es reconocerlo, es uno de mis espacios favoritos: la mesa es cómoda, la luz es buena, la cafetera está cerca, el teléfono también y puedo subir los pies en un banquillo para estimular la circulación. A las once apagué la luz con la esperanza de que el ratón se abstuviera de marcar toda la casa como su territorio.

El ritual continuó sin variación durante varios días, aunque el intruso empezó a tomarse algunas libertades: ya no corría velozmente de un lado a otro, sino que lo hacía con relativa calma. En el viaje de regreso, hacía un alto a la mitad de la cocina y me miraba con sus ojillos vivarachos. Parecía pedirme que lo domesticara como a un perro. Cada noche se demoraba un poquito más antes de retirarse a su escondrijo.

Un texto leído muchos años atrás en el National Geographic me recordó un experimento realizado en una cueva con un investigador que aceptó quedarse encerrado ahí, solo, con luz artificial, con el fin de probar la capacidad del ser humano para resistir la soledad y el aislamiento.  Disponía de un radio para comunicarse con el exterior y periódicamente lo surtían de alimentos  -latas, por lo general-  que descendían en un montacargas sin que él viera la luz del sol o hablara con alguien. Pronto perdió la noción del tiempo y ya no sabía si era de día o de noche, ni  tampoco el mes en que vivía. Una vez, cuando preparaba su cena, sintió que lo miraban con atención. Efectivamente, había entrado un ratón. Los ojos del investigador se llenaron de lágrimas: era el primer ser vivo que veía en quién sabe cuánto tiempo. El ratón, pues, se sintió bienvenido y permaneció en la cueva, sin acercarse demasiado a su compañero que cada día le daba algo de comer. Días después, de un estante se deslizó una pesada sartén que mató al ratón de inmediato. El hombre prorrumpió en sollozos y cayó en una aguda depresión. De nuevo, estaba solo.

¿Me ocurriría a mí lo mismo que al investigador?

Mi madre y mi hermana habían muerto hacía pocos meses y el barullo de la casa llena de médicos, cuidadoras y visitas poco a poco se había aquietado. La soledad me agrada, pero después de ese interludio ya no estaba tan segura. Con esos pensamientos  me fui a dormir. Esa noche, el ratón se tomó mayores libertades: lo oí bebiendo agua en el baño. Ahora sí había llegado el momento de actuar a pesar de sus simpáticos ojillos y de su afán por acompañarme.

Cuando en la farmacia veterinaria le comenté al vendedor que había oído al ratón bebiendo agua, repuso compasivo: “tiene sed”. No obstante accedió a venderme un veneno líquido “muy eficaz”, agregó. Lo distribuí en corcholatas en sitios estratégicos y aguardé.

Pasaron dos días sin novedad porque el ratón había suspendido su nocturna aparición. Una mañana, salió tambaleante y en pésimas condiciones de entre los gabinetes. Me invadió un sentimiento de culpabilidad. Carente de valor para acabar con su vida, lo cubrí con una cubeta y salí esperando que el veneno cumpliera su función. Regresé tres o cuatro horas después, levanté el borde la cubeta y, ¡oh, sorpresa!, el animalillo había recuperado su energía y corría de un lado a otro buscando la salida. Bajé la cubeta y, con la respiración agitada, fui en busca de un vecino.

Entonces  y a pesar de que era mi amigo, vino lo peor.

Primero, llenamos la cubeta con agua para que no escapara. Empero, el ratón nadaba sin desmayo implorando que le perdonáramos la vida. El vecino decidió actuar drásticamente: con un fierro le atizó un fuerte golpe en la cabeza y el agua se tiñó de rojo. Luego, se fue, contento de haber solucionado mi problema y dejándome la tarea de darle sepultura.

Las instrucciones del veneno indicaban que,  por su toxicidad, no debía tirarse el cadáver a la b asura. No había más remedio que enterrarlo.  Cavé una pequeña tumba en un rincón del jardín, lo envolví en un trapo de cocina y regresé su cuerpecillo a la  tierra. Sólo me faltó ponerle la cruz  y una lápida con el rótulo: “El amigo que pudo haber sido”.