miércoles, 28 de mayo de 2014

LA TRILOGÍA CINEMATOGRÁFICA DE JUAN ANTONIO DE LA RIVA: UN  CANTO A LA VIDA SERRANA.

En la filmografía de Juan Antonio de la Riva (San Miguel de Cruces, Dgo., 1953) encontramos tres películas cuya temática está directamente relacionada con la vida en la Sierra Madre Occidental, de   Durango,  a mediados del siglo veinte: Vidas errantes (1983), Pueblo de madera (1990)  y El gavilán de la sierra (2001). Según Rubén Castrellón, gran amigo de de la Riva, el cortometraje Polvo vencedor del sol (1979), que inicia la actividad cinematográfica profesional del duranguense, tiene una temática similar.

Protagonizada por José Carlos Ruiz, Angélica Aragón, Ignacio Guadalupe y Dolores Heredia, Vidas errantes narra la historia de un proyeccionista itinerante que recorre los pueblos serranos para exhibir filmes en comunidades aisladas de la sierra. En sus recorridos, el proyeccionista va estableciendo relaciones amistosas y amorosas que lo unen cada vez más a la tierra, a la gente y al ambiente. Su ilusión de contar con un local permanente, construido de madera, se ve truncada cuando un incendio destruye el edificio inconcluso.

En esta cinta, de la Riva recrea hechos de su infancia enalteciendo la figura del proyeccionista,  inspirado por su padre que se dedicó a esta tarea hasta que echó raíces en San Miguel de Cruces, lugar de nacimiento del cineasta durangueño. Además, rinde homenaje a los directores y actores de la época de oro del cine mexicano de mediados del siglo veinte. Más preocupado por mostrar la belleza del paisaje, la intensidad de la luz y las costumbres serranas, de la Riva apenas insinúa la violencia existente en una escena donde aparece una camioneta sospechosa de la que se alejan el proyeccionista y sus acompañantes con suma rapidez.

Aproximadamente en la época en que ocurren los hechos de la película, yo viví una experiencia semejante en Nombre de Dios, pueblo que entonces era conocido como “La Villa”. No había en esos años luz eléctrica y, mucho menos, cine. Los radios funcionaban con baterías y apenas se escuchaban algunos programas nocturnos de la XEW. Cuando en el horizonte se avizoraba la llegada del cine ambulante, el pueblo se vestía de fiesta y se apresuraba a disfrutar el hechizo del cine. 

Mediante una sábana que hacía las veces de pantalla, el patio de la escuela se metamorfoseaba en un espléndido salón cinematográfico. Los asistentes aportábamos nuestra silla pues las bancas de la escuela eran insuficientes. En unas vacaciones veraniegas vi por vez primera Los tres huastecos, protagonizada por Pedro Infante y algunas cintas de Cantinflas. Estas vivencias me permiten comprender a cabalidad Vidas errantes y a su director cuyo esfuerzo por rescatar este pasaje de su infancia y la forma como le dio vida cinematográfica le valieron el premio FIPRESCI, del Festival de San Sebastián.

Desde un ángulo diferente, la vida en un aserradero es abordada en Pueblo de madera  que narra la historia de dos niños (protagonizados por Jahin de Rubín y Ernesto Jesús) que sueñan con emigrar a la ciudad; en este caso, Durango.  El sueño se convierte en realidad para uno de ellos que, gozoso, comunica a su amigo que su familia se muda precisamente a la ciudad. Tras la despedida, asido a una simbólica reja, el que se queda mira al otro alejarse en un automóvil mientras la tristeza invade su semblante. Este filme ofrece, entonces, una visión cinematográfica de un tema recurrente en las novelas mexicanas de mediados del siglo veinte: la migración hacia la ciudad.

En estas primeras películas, de la Riva emplea una narración lineal. En El gavilán de la sierra, pone en práctica una  técnica diferente para el manejo del tiempo con una simultaneidad de planos o “con transiciones directas de día a noche…”, como él mismo lo afirmó en el programa de la XXXVIII Muestra Internacional de Cine 2001. Si bien retoma el tema que parece imponérsele a pesar suyo o quizá porque necesita sacarlo por completo de su espíritu, su mirada enfoca ahora a dos hermanos adultos: Rosendo (Guillermo Larrea), emigrado a la Ciudad de México donde se gana la vida cantando corridos norteños en los camiones, y Gabriel (Juan Ángel Esparza), que permanece en la sierra al lado del padre anciano (Mario Almada). Más allá del deseo de conocer la gran urbe, el rompimiento entre los hermanos sobreviene a causa de una mujer (Claudia Goytia).

Este filme se distingue de los anteriores por la violencia que presagiaba, en ese entonces, lo que se ha vivido en la sierra en las últimas décadas. El acribillamiento de Gabriel y sus amigos, escena que abre y cierra la cinta anonadaba al espectador de esos días. De la Riva se había enfrentado ya al reto de filmar escenas violentas en Elisa antes del fin del mundo (1996), sólo que, en este caso, se trataba de un asalto a un banco.

Gabriel está caracterizado como un hombre con la violencia a flor de piel, si bien animado por un sentido de justicia social. Sin lugar a dudas, su temperamento contrasta con el sosegado Rosendo. Poco se sabe de la madre muerta muy joven, lo que podría explicar el carácter de Gabriel. Pero, fuerza es reconocer que los hechos ocurridos en la sierra de Durango, de Guerrero, de Sinaloa o de Oaxaca, han superado con mucho lo planteado en esta cinta.

Para las películas filmadas en su tierra natal, de la Riva ha invitado a colaborar con él a actores y amigos radicados en la entidad. La música fue compuesta por el polifacético Antonio Avitia, radicado en el Distrito Federal, quien ya había musicalizado el filme Pueblo de madera, que le valió una nominación para recibir el Ariel por sus composiciones y en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, en Argentina, en 2002, se hizo acreedor al premio Pentagrama de Plata, otorgado por la AMUCI, por su música para El gavilán de la sierra.

Apasionados de su tierra, del sol y del viento, de las quebradas y los valles Juan Antonio de la Riva y Antonio  Avitia   han unido sus esfuerzos e inquietudes para filmar este canto a la sierra, a la vida trashumante y a los seres cuya existencia transcurre entre la madera y los aserraderos. 
FESTEJOS POR LOS SESENTA AÑOS DEL CINE EN DURANGO

Durante el Festival Universitario de la Universidad Juárez del Estado de Durango, celebrado durante el mes de marzo, se exhibió la película “La Virgen que forjó una patria”, dirigida por Julio Bracho y con las actuaciones, en los roles protagónicos,  de Ramón Novarro (éste es el único filme que hizo en México y  con su voz en español) y  la bellísima Gloria Marín  (con razón María Félix estaba celosa de ella).  Antes de la proyección, di una breve charla comentando algunos datos biográficos de Novarro y de su carrera en Hollywood, así como sobre su trágica muerte. Además, se proyectaron unos sencillos videos con distintas fotografías del actor. Fue muy valiosa esta actividad porque se trató de un rescate del famoso actor de Ben Hur y de tantas otras películas que después cayó en el olvido.  Vale también la pena señalar que el conocido director  Julio Bracho era originario de Durango y, además, primo hermano de Ramón Novarro.

Durante el mes de abril se lanzó la convocatoria para el concurso de pintura Durango Madonnari, con el tema “Sesenta años del cine filmado en Durango”, con   escenas de las películas realizadas en nuestro estado  o imágenes de actores y actrices destacados. Esta propuesta una gran noticia porque en  años anteriores el tema casi siempre había sido sobre  motivos religiosos.  Quienes participan, como saben los lectores, deben pintar en el suelo, con gises, y en muy breve tiempo una pintura con el tema indicado, lo cual implica estar de rodillas durante     muchas horas.  En concursos  pasados, las pinturas se hicieron en el suelo de Las Alamedas, lo cual las volvía  perecederas  porque el viento y  las pisadas de las personas terminaban con un bello trabajo en dos o tres días. En esta ocasión las pinturas se elaboraron sobre triplay, lo que permite su conservación y su exhibición en otros sitios de la ciudad.

El ganador del primer premio (quince mil pesos y el boleto para viajar a Nocera Superiore, Italia, para  participar en el concurso en ese lugar) fue Irwin Sandoval Cuevas, que elaboró una pintura con el tema de la película Cabeza de Vaca (1991), de Nicolás Echeverría, que aborda el naufragio de Alvar Núñez Cabeza de Vaca ocurrido cerca de las costas de Florida  y, quien, caminando,  junto con algunos de sus compañeros, llegó hasta el occidente de la entonces Nueva España.  

El segundo premio lo obtuvo Emmanuel Cuevas Martínez con una escena del  filme Chisum (1970), dirigida por Andrew V. McLaglen,   y protagonizada por John Wayne, Bruce Cabot y Forrest Tucker, entre otros.  La película se distribuyó comercialmente con el nombre Chisum, rey del oeste. Algunos periódicos publicaron que no fue una escena de la película, sino el retrato de John Wayne, tan apreciado en Durango por su buen carácter y bonhomía. Junto con sus otras tres películas  Los hijos de Katie Elder (1965), Los invencibles (1969) y Cahill (1973), distribuida como De su propia sangre, le han valido un lugar especial entre los actores que han filmado en nuestro estado y es recordado con gusto por los duranguenses.  

En junio empezarán los festejos formales, con un festival de cine mexicano, lo que nos dará la oportunidad –espero- de ver la película César Chávez, dirigida por Diego Luna, que estuvo en cartelera sólo una semana en el horario casi de la medianoche para disuadir de asistir a cualquiera interesado en verla. 

Además, se está filmando actualmente una serie titulada Texas Rising, dirigida por  José Ludlow, aprovechando los maravillosos atardeceres que nos ha regalado la naturaleza y los intensos rayos del sol que permiten largas horas de filmación. Me acabo de enterar que la historia de la serie tiene que ver con la lucha por la independencia de Texas, en el siglo diecinueve, cuando todavía formaba parte de los recién nacidos Estados Unidos Mexicanos.

Algunas personas han protestado por el tema y que se utilicen nuestros paisajes, tan semejantes a los texanos, para esta serie, Desde otro punto de vista, significa un buen ingreso para el estado y la creación de muchos empleos, aunque sea temporales.  Entonces, cabe recordar a Johanna Lozoya, quien en su libro  Ciudades sitiadas  (2010)  escribe que “América Latina tiene una imagen victimista de sí misma” (p. 14)  y que nos consideramos víctimas en lugar de “nos hemos inventado víctimas” (p. 15)


¿Será verdad? 

martes, 13 de mayo de 2014

Relato humorístico. Homenaje a don Evodio

VÍSTASE CON ESCALANTE Y DESVÍSTASE DONDE QUIERA.  

Según recuerdan algunos, tal era el anuncio que don Evodio Escalante Vargas utilizaba para la publicidad de su sastrería.  Otros opinan que el eslogan rezaba así: “Vístase con Escalante y desvístase con la mujer de sus sueños”. Poco importa: ya en una versión, ya en la otra, muestra el sentido del humor que siempre caracterizó a don Evodio y su imborrable sonrisa. Lo que sí recuerdo es que su sastrería -ubicada primero en la calle de Hidalgo esquina con la Avenida 20 de Noviembre y,  posteriormente, en esta avenida cerca de la calle Victoria- era la de mayor prestigio en esos días. Cuando un hombre portaba un traje elegante y bien cortado, no faltaba quien cuchicheara: “Con seguridad se lo hizo Escalante”.

Muchos, muchos años después la literatura se convirtió en el puente que nos acercó borrando algunas diferencias. Para entonces, había cambiado su sastrería por una tienda de ropa masculina localizada nuevamente sobre la Avenida 20 de Noviembre frente a la Soriana y estaba apurado por rematar la mercancía para dedicarse de tiempo completo a viajar, a la música (especialmente, el jazz) y a escribir poesía. Cuando nos encontrábamos en la calle, con mucha cortesía me decía: “Maestra”, al tiempo que extendía la mano o inclinaba ligeramente la cabeza. A mi vez, yo le contestaba: “¿Cómo está, don Evodio?” y correspondía a su leve sonrisa.

Don Evodio se confesaba ateo -“gracias a Dios”, agregaba-, odiaba furiosamente a los Estados Unidos de Norteamérica –lo que no le impedía viajar a Austin o a Los Angeles para saludar a su hijo Óscar que estudiaba allá- y adquirir las últimas novedades en discos de jazz. Yo me había alejado poco a poco del rígido catolicismo en que fui educada y compartía muchos de sus puntos de vista. Por ejemplo, cuando se presentó en el Teatro Victoria el monólogo “El novecento”, interpretado por Demián Bichir. El teatro estaba repleto de señoras y muchachas anhelantes por ver y tomarse una fotografía con el célebre actor, al que conocían  por el cine o por las telenovelas. La conmoción fue gigantesca. Sólo don Evodio y yo no aplaudimos a rabiar y, al salir, comentamos las deficiencias de la puesta en escena.

Se asumía orgullosamente indígena (no sé si en realidad por sus venas corría sangre puramente indígena) o si escogía esta actitud por solidaridad y para mostrar su preocupación social. Nació en Huazamota, Durango, el 6 de mayo de 1922 y desde su infancia residió en la ciudad de Durango. Fue autodidacta, pero eso no le impidió publicar en 1996 un libro titulado Huazamotoscora, mezcla de literatura y filosofía, que por una parte alude a su lugar de nacimiento y, por la otra, al grupo étnico asentado en su vecindad. En el préambulo, el autor confiesa la alegría de su origen: “Y desde niño sentí el orgullo de tener en mis venas sangre aborigen”. Los poemas se articulan, desde nuestro punto de vista, en torno a tres ejes principales: Dios, el ser humano y la verdad. En el poema que abre el libro, aparece primero el hombre y, después, Dios, quien existe porque es el hombre quien le da vida. En este concepto coincide con Osho y otros filósofos que sostienen que es el ser humano quien crea a Dios y a la religión porque tiene necesidad de creer en un ser superior. En su dedicatoria, escribió para mí: Dios,/Divina mentira,/que alcanzó/a ser verdad/ por los millones de veces/repetida”.

Amaba la poesía y la música, que combinaba apoyándose en un instrumento “hechizo de carácter artesanal”, como nos informa su hijo Evodio, y que le valió renombre especial en la ciudad: el tololoche cuasi-rupestre que no era sino un bajo adaptado a sus necesidades expresivas alterando las cuerdas originales y que pulsaba con la mano. Ocasionalmente, con una sonrisa pícara lo llamaba “toloache” porque “embrujaba a las personas”, tal como ocurre a quienes consumen esta hierba. Acompañándose de su instrumento, declamaba en ocasión de las fiestas patrias el famoso “Suave Patria”, de Ramón López Verlarde, pero estaba dispuesto a declamarlo en cualquier otra fecha si alguien se lo solicitaba.

Amaba la música y, sobre todo, el jazz. Por invitación de Jaime Hernández Montes, de Radio Universidad Juárez del Estado de Durango, inició un programa bautizado como “Improvisar improvisando” y que, posteriormente, se llamó “Jam Session”, del que se transmitieron por lo menos 240 programas; al inicio, entre semana, en el horario nocturno. Después, los sábados por la mañana.  Tenía una formidable colección de discos que había comprado en Los Angeles, Las Vegas y Holanda, quizá en Amsterdam donde vive y trabaja su hijo Yuri Alex. Destacaban entre ellos su colección de latin jazz, de tangos jazzeados, del Grupo Sacbé, y de Gato Barbieri. Además, había construido en su casa un estudio con todo el equipo necesario distribuyendo bocinas en varios lugares de la casa para disfrutar de la música dondequiera que se encontrara.

 El promotor cultural, Rubén Castrellón, afirma que don Evodio era una persona “muy particular”. De no ser así,  ¿cómo se explica que haya pasado de ser el sastrecillo valiente al Opus eros? Lo logró, piensa Rubén, porque decía las cosas sin ambages, aunque siempre con una sonrisa amable, a veces irónica, y, en ocasiones, cargada de sarcasmo. Me comenta, además, que en el bar de su casa –espacio al que nunca tuve acceso- había un letrero donde se leía:  “mezcalantícese”, en un claro juego con las palabras  mezcal y Escalante. En la década de los ochentas, fue miembro de la Casa de la Cultura, A.C. junto con Chalío y  Enrique Salas, Alba del Campo y otros más que dedicaron sus esfuerzos a difundir la cultura. Siempre contaron con el apoyo y la colaboración de don Evodio.

Falleció el 27 de agosto de 2003 a consecuencia de una caída mientras se esforzaba por cortar los aguacates del árbol de su huerto. Cayó de espaldas en la azotea. Como estaba solo, nadie se dio cuenta; cuando lo encontraron, ya era demasiado tarde. Como niño travieso, había intentado una hazaña que ya antes lo había puesto en dificultades.


Dejó todo dispuesto para que su funeral se llevara a cabo tal como lo  deseaba.  Para empezar, pidió que no hubiera ningún servicio religioso, y se cumplió su voluntad. Sus hijos lo recogieron de Funerales Analco para llevarlo a su casa donde deseaba pasar su última noche escuchando música, rodeado de su familia, los vecinos y todos los amigos que quisieran acompañarlo durante esas horas. Los poetas podían decir versos; los músicos, tocar alguna pieza; los cantantes, recordar alguna canción que complaciera a todos los presentes. Al día siguiente, antes de la despedida final, solicitó que dieran, con su ataúd, una vuelta a la plaza. Y se cumplieron sus deseos. Al salir de la casa, en una hermosa charola estaban los aguacates que tanto le gustaban con un letrero: “Cortesía de Evodio”.  

sábado, 3 de mayo de 2014

John Wayne y el cine de vaqueros en Durango





JOHN WAYNE Y EL CINE EN DURANGO

Este año se cumplen sesenta de la filmación de la primera película del oeste  en Durango: Pluma blanca (1954), protagonizada por Robert Wagner, Jeffrey Hunter y Debra Paget. Además de Clark Gable, Richard Harris., Dean Martin, Burt Lancaster, un actor que filmó varias películas en nuestro estado y logró ganarse el respeto, el afecto y la admiración de la población fue John Wayne. Tan es así que en el Canal 12, por la noche, en los cortes de los noticieros pasan un promo del famoso vaquero. 

Durante muchos años su figura corpulenta (1.95 m.) llenó las pantallas de los cines, particularmente con películas del oeste, aunque no sólo en ese género. Era considerado como el símbolo de las virtudes más apreciadas por los norteamericanos en un período tormentoso de la historia de los Estados Unidos: la depresión de 1929, la segunda guerra mundial, la guerra fría con la URSS  y la de Korea. Representaba, sin duda, la virilidad, el coraje, el patriotismo y la vitalidad. De hecho, según se informa en internet, después de su fallecimiento el Congreso de su país le otorgó una medalla con esta única leyenda: “John Wayne, americano”. Esas tres palabras bastaban.

El verdadero nombre de John Wayne distaba mucho de evocar la masculinidad: se llamaba Marion Robert Morrison que, en la década de los años treinta, se convirtió en Duke Morrison y, después, en sólo Duke, que conservó hasta su fallecimiento. Fue un bombero el primero en apodarlo así  cuando, adolescente, lo veía recorrer el vecindario repartiendo periódicos y entregando las medicinas que su padre preparaba en su  farmacia. Lo hacía siempre acompañado de su perro Alistair. El bombero  bautizó al muchacho como Big Duke, y al perro,  Little Duke.

Nació el 26 de mayo de 1907 en Winterset, Iowa, en el seno de una familia modesta durante  un período en que la economía norteamericana atravesaba por muchas dificultades,  por lo que se vio obligado a trabajar desde niño. Más tarde, fue carpintero y tramoyista en los estudios de la Fox donde, para su buena suerte, se topó con John Ford, quien se convirtió en su protector y maestro. De 1930 a 1938 apareció en numerosas películas del oeste, siempre con el nombre de Duke Morrison. En los años cincuenta fundó su propia empresa llamada Wayne Fellows cuyos filmes fueron calificados de mediocres por los críticos norteamericanos porque, en su opinión, habían sido planeados para su lucimiento personal. Fue en 1956 cuando protagonizó la película “Centauros del desierto”, dirigida por John Ford, considerada por algunos como la mejor interpretación de su carrera. En 1969 se le otorgó el Óscar por la mejor actuación masculina.
Según la información contenida en el libro Durango. Filmografía (julio 1954-diciembre 1999), de Alberto Tejada Andrade, John Wayne filmó en Durango cinco películas: “Los hijos de Katie Elder” (1966), “Chisum, rey del oeste” (1969), “Gigante entre los hombres” (1972) donde la protagonista femenina era Maureen O’Hara que ya había actuado a su lado en “El hombre tranquilo” (1952), “Los chacales del oeste” (1972) y, por último, “Cahill” (1972-1973). Para ciertas filmaciones, permaneció en la ciudad uno o dos meses; en otras, pocos días.

Según la vox populi local, Durango le gustaba tanto que compró un rancho al que bautizó como La Joya. A su muerte, quedó a cargo de la tercera esposa del actor, Pilar Pallete, con la que tuvo tres hijos (en total, procreó siete). Sin embargo, sus herederos se desentendieron del rancho y, con el correr del tiempo, se perdió y fue adquirido por su cuidador.

El Dr. José Luis Aréchiga (que rentó su casa a Luis Buñuel y a su esposa durante su estancia en esta ciudad) me comentó que John Wayne compró un destroyer de la segunda guerra mundial cuando fue desechado por el ejército y gustaba de navegar de California a Mazatlán en ese barco y, de ahí, por carretera a Durango.

Recuerdo haberlo visto alguna vez conduciendo una camioneta guayín fabricada especialmente para él porque el capacete del lado del conductor se elevaba por lo menos diez centímetros más para acomodar su cabeza ya que le gustaba conservar el sombrero puesto. John Wayne aparece en muchas fotografías con el atuendo típico del oeste: el sombrero texano, botas vaqueras que le agregaban varios centímetros a su ya alta estatura, un pañuelo atado al cuello, la chamarra campirana y, en el rostro, una semisonrisa con el entrecejo  fruncido y la mirada alerta en espera del enemigo.

El filme “El hombre tranquilo” (The quiet man), al lado de Maureen O’Hara, no tenía nada que ver con el oeste. Hasta donde mi memoria alcanza, sucedía en Irlanda: John Wayne personificaba a un norteamericano recién llegado al pueblo que desconocía las costumbres lugareñas por lo que siempre se metía en aprietos. Tenía un final feliz, como era usual en las películas de los años cincuenta quizá porque los Estados Unidos necesitaban sanar las heridas  de la segunda guerra mundial. Después lo vi en The High and the Mighty (1954); también en el “El día más largo” (1962) enfocada a rendir un homenaje a los soldados aliados que  participaron en el desembarco en Normandía y en la  cual participaron todos los actores famosos del momento: Robert Mitchum, Peter Lawford, James Mason, Van Johnson, Victor Mature, entre otros. Quizá lo vi por última vez en  True grit “Valor de ley” (1969),  que fue tal vez la que la valió el Óscar.

Según la información de Internet, en 1970 se realizó una encuesta sobre los personajes más famosos de la historia de los Estados Unidos mejor conocidos por la gente. El resultado fue sorprendente: en primer lugar se mencionó al presidente Abraham Lincoln.  En segundo, a John Wayne. Tachado de conservador, ni siquiera se inmutaba por el calificativo y aceptaba abiertamente ser un hombre de derecha. Le desagradaban las películas con escenas de sexo que, en los años sesenta, comenzaban a ponerse de moda con Brigitte Bardot y otras actrices,  y que, según sus propias palabras, lo hacían “vomitar”.

En Durango se recuerda con afecto a John Wayne. Su sonrisa amable, su gusto por el campo y su campechanería le ganaron  la simpatía de todos los que lo vieron o trataron. Murió en 1979. Dicen que él deseaba que en su epitafio se inscribieran estas palabras: “Feo, fuerte y formal”. Empero, su deseo no se cumplió. Sin duda, es una figura estrechamente ligada a la historia de las películas del oeste filmadas en nuestro estado.

Bibliografía de apoyo

www.alohacriticon.com/elcriticon/article184.html       


La despedida (CUENTO BREVE)

LA DESPEDIDA

Al calzarme los zapatos, me miré en el espejo del ropero, enfrente de la cama, y sentí un gran cansancio. Al fondo, sobre la pared, observé el cuadro lleno de colorido que tanto le gustaba a la dueña de la pensión. Me puse el abrigo y me dirigí a la puerta. No me di cuenta de que el encendedor se había quedado sobre el buró. En el cajón, entre las páginas de mi viejo libro de oraciones, oculté el poco dinero que me quedaba.  No importaba ya porque Umbelina se había regresado  a la aldea para cuidar de los hijos de su hermana muerta, y ella era la que fumaba. El sombrero colgaba en el perchero, cerca de la puerta de entrada, así que no me preocupé. A través de la ventana llegaba un sonido estridente que anunciaba el trajín de la calle.

Con dificultad bajé la escalera y, antes de salir, acaricié el lomo del gato que dormitaba plácidamente en el antepecho de la ventana de la sala. Sonreí al recordar el conocido refrán: “ponle un cascabel al gato” que tanto repetían las mujeres de la aldea. No sé por qué me asaltó en ese instante el recuerdo de un rinoceronte que ilustraba una página del libro de lectura infantil que a veces hojeaba en el cuarto de los niños que estaban a mi cuidado. Me gustaría estar en un lugar distante, quizá de nuevo en el campo, donde pudiera respirar a mis anchas. Eso era ya imposible.  Alquilaba esa habitación en la pensión desde hacía un mes cuando todo se derrumbó. La arquitectura de los edificios en esa zona de la ciudad era de líneas vetustas, y así me sentía yo.

Salí y miré la nube gris que amenazaba lluvia. Pasó velozmente un coche y tuve miedo. Era el último día que viviría en la pensión y la sombra de lo ocurrido me afligía. Cuando llegué a Madrid, pensé que era una etapa más en mi vida que serviría de enlace entre la rutina plácida que con esfuerzo habíamos construido Umbelina y yo cuando nos quedamos solas y antes de que Saturnino la despojara de la casa y de la vida que nos aguardaba.  

Ahora el futuro se veía gris como la nube y como el humo que despedía la chimenea de una fábrica cercana. Caminé unos pasos morosamente y me asomé con timidez al taller del alfarero cuyas manos trabajaban con la arcilla. Observé que en el edificio de enfrente no había corriente eléctrica y que reinaba la oscuridad.
Entonces percibí que el automóvil que me conduciría al asilo se detenía frente a la pensión.