sábado, 30 de mayo de 2015

Deshacerse de cosas y sentimientos inútiles

VIAJAR POR LA VIDA LIGERO DE EQUIPAJE

Poco tiempo antes de morir, el renombrado jesuita nacido en la India conocido por todos como Tony de Mello invitó a antiguos colegas y alumnos a viajar a Lonaula, India, para asistir a un “cursillo de renovación de Sádhana”, (oración) de dos semanas en  el que se proponía discutir con los asistentes sus “últimas ideas”. Tony de Mello murió poco después y ya no tuvo tiempo de recoger los frutos del seminario en un libro. Dicha tarea la emprendió el también jesuita Carlos G. Vallés en el volumen  titulado Ligero de equipaje. Tony de Mello. Un profeta para nuestro tiempo (Editorial Sal Terrae, 1987).

En un pequeño libro de reflexiones titulado Minutos de sabiduría, de C. Torres Pastorino (Editorial Diana, 1995), hay un texto que dice “¿Por qué guardas tantas cosas inútiles? ¿Para qué llenar de cosas tus armarios si los de tus hermanos están vacíos? Reparte todo lo que tienes de más para que tu espíritu no pese demasiado cuando tengas que dejar la tierra”.

Por supuesto, los fardos que cargamos los humanos y a los que se refiere Tony de Mello no son los físicos, sino los morales. En otras palabras, dejar atrás los resentimientos, las amarguras, los desencuentros e, incluso, las venganzas.  En otras palabras,  olvidarnos del Yo.  En otra página decía:  “Entender por dentro  es la capacidad de ver las cosas desde dentro de la otra persona, tal como ella las ve y las siente, y de hacerle saber a ella que así lo hacemos”.

Por su parte, Torres Pastorino se refiere a lo físico, a los objetos que guardamos inútilmente durante años sin animarnos a deshacernos de ellos. Hace muchos años conocí a un hombre que compraba el periódico todos los días, no lo leía, sino que lo colocaba encima de la torre formada por muchos periódicos viejos. En pocas palabras, tenía una habitación repleta de periódicos viejos, amarillentos y que se deshacían entre los dedos porque cuando se jubilara se proponía sentarse a leerlos.  Naturalmente, hubo problemas de ratones pero esto no significó que se deshiciera de la mayoría de los periódicos.

Al abrir mi cajón de la ropa interior, todos los días me topo con un pequeño cerro (ya he regalado varios) de fondos, como decimos en México, o de “combinaciones” como los llaman en España y quizá en Sudamérica. El fondo es, según el Diccionario de la Real Academia, una  “saya blanca  que las mujeres llevan debajo de las enaguas”,  definición que me hace pensar en los días revolucionarios cuando las faldas llegaban hasta los pies. En el caso de las mujeres elegantes, eran indispensables para dar amplitud a sus faldas.

Hoy, el fondo es una prenda desconocida seguramente por las mujeres jóvenes. Desapareció rápidamente (seguramente ocasionando una crisis en las fábricas de ropa femenina)  cuando fueron aceptados los pantalones para cualquier ocasión; es decir, la oficina, el restaurante, reuniones e, incluso, para fiestas formales. Sin embargo, para estas últimas se prefiere el vestido, que  viene forrado o no y permite que se transparenten las piernas, lo que no escandaliza a nadie.

Tenía fondos de varios colores: blancos, negros, azul, rosa y beige, el más cómodo y útil. Unos eran cortos, otros llegaban a la rodilla, otros eran largos para los vestidos de noche. Incluso, algunos  venían con el sostén incluido. Un buen día decidí hacer limpieza. Regalé muchos para una mujer mayor interna en el Centro de Rehabilitación Social de Durango porque se prestó a llevar una bolsa que le encargó un hombre al bajarse de un  autobús. Junto con los fondos se fueron las pantimedias que, según me hizo saber,  la ayudarían a soportar el invierno sin frío. Pero todavía quedan algunos. Siempre quiero regalárselos a alguien que los vaya a utilizar y que no los considere como un trapo de limpieza, pero parece una tarea imposible. Y no sólo necesito deshacerme de los fondos, sino también de los aretes de tornillo o de clip que han pasado a la historia y quizá de algunas bolsas pasadas de moda que conservo  “por si algún día las necesito”.

Tony de Mello nos propone limpiar nuestro ropero espiritual en tanto que Torres Pastorino hace énfasis en lo material. No es una tarea fácil porque con cada objeto que descartamos se van nuestros recuerdos, tristezas o alegrías. Ahí es donde nos conviene recordar los pensamientos y sugerencias de Tony de Mello para seguir su consejo y viajar por la vida “ligero de equipaje”.   

miércoles, 13 de mayo de 2015

Casa de la familia Fiscal en la Villa de Nombre de Dios

DEL COFRE DE LOS RECUERDOS

CALLE PRINCIPAL NÚMERO 1

Así se llamaba la calle que hoy lleva el nombre de Francisco Zarco en el pueblo de la Villa de Nombre de Dios, en el estado de Durango, fundada entre 1555-56 por el sacerdote franciscano Fray Gerónimo de Mendoza,  quien ofició la primera misa. .  El número uno  correspondió hasta la década de los años sesenta del siglo pasado a una hermosa y señorial casona del siglo dieciocho, ubicada en la esquina de esa calle y Victoria, según opinión del historiador Francisco Durán Martínez.  Enfrente, el jardincillo que todavía existe y, al fondo, la Presidencia Municipal albergada en esos días en un edificio estilo colonial, con un portal y columnas. Todo el entorno, incluyendo el antes activo mercado, conservaba una gran armonía.

 La casona fue propiedad de mi abuelo, don Carlos Fiscal (nombrado así en los papeles legales, sin el apellido materno) quien fungió, en dos ocasiones, como jefe del Partido de Nombre de Dios durante la época porfiriana.  A su muerte, junto con otras propiedades, fue heredada por su esposa, doña Apolonia Irigoyen viuda de Fiscal y sus hijos. Ahí pasé parte de mi infancia, así como muchas e inolvidables vacaciones veraniegas. En los ríos cercanos mis hermanos y yo aprendimos a nadar siempre bajo el ojo vigilante de mi padre.

En la esquina con la calle Victoria que  baja hasta la ciénaga, se encontraba la tienda La Patria, propiedad de mi padre. Por las tardes, él departía ahí afablemente con los clientes. En la parte de atrás, una pequeña oficina y, luego, la trastienda repleta de objetos diversos, incluyendo aperos de labranza y zaleas de borregos sacrificados para preparar barbacoa. El escritorio, de madera maciza, viajó luego a Durango y después a la Ciudad de México y fue el compañero de estudios de mi hermano Gonzalo.

Entrando por la señorial puerta rematada por un arco de cantera, se apreciaban el zaguán y el cancel; después los cuatro corredores que enmarcaban el patio. Ahí florecían un espléndido granado y una higuera. En un rincón, se veía la noria. Eran los días cuando no había agua entubada; cada tercer día, ésta descendía  del ojo de agua por un canal a lo largo de la calle, pero no podía usarse ni para beber ni para cocinar. Ésta se traía del manantial. El baño, de placer o de limpieza, lo tomábamos en los ríos, entonces puros y abundantes.

Las habitaciones daban a tres de los corredores. Durante un tiempo, algunas  fueron alquiladas por mi tía Paulita para vacacionistas,  profesores o agentes viajeros que llegaban a la Villa para vender sus mercancías. Según el periódico El Pregón (16 noviembre 2002), “en esos enormes patios se llegaron a celebrar algunas fiestas donde pudimos bailar al compás de la orquesta de don Fidel Páez, de grata memoria”. A mí no me tocó presenciar esos bailes, pero sí estoy segura de que en la época de mi abuelo  hubo grandes fiestas a las que asistían las personalidades locales y de los lugares vecinos como La Parrilla, quienes llegaban en sus coches de caballos y eran atendidos espléndidamente, como me lo contó don Luis Pérez, quien por entonces era un niño que se escondía detrás de las columnas para observar a los invitados.

En la esquina formada por el corredor norte y el oriente se encontraba la espaciosa cocina con su enorme fogón;  ahí reinaba Cuco, el magnífico cocinero e inventor de maravillosos cuentos de aparecidos.  Por una puerta se entraba al corral; al fondo, se hallaba el común y, tras otra puerta, los dos solares –el espacio de las aventuras y los sueños-  donde crecían membrillos, duraznos, maíz y alfalfa.

Debido a malas operaciones comerciales, la casona fue embargada por un banco, que después la vendió al mejor postor. Luego, fue dividida en dos secciones, para posteriormente ser parcelada en no sé cuántos terrenos. Nadie se ocupó de rescatarla para escuela o museo. No existen planos ni fotografías. Hoy, con un sabor agridulce, sólo subsiste en mi memoria.  Durante un tiempo todavía se pudieron apreciar los restos de cantera labrada de un antiguo arco como resabio de su antiguo esplendor. Hoy, todo eso ha desaparecido.



Historia de una familia japonesa en México durante la segunda guerra mundial

SEMBRAR SIN DESCANSO. GRANDE ES LA COSECHA

LA GALLINA AZUL

Tras el ataque a Pearl Harbor en 1942 por la Marina Imperial Japonesa, las familias originarias de Japón que habían emigrado a los Estados Unidos o a América Latina, aun cuando hubieran llegado muchos años atrás,  se vieron en serias dificultades. Las autoridades  estadounidenses pensaban que era muy posible que se unieran a su país de origen por lo que se convertirían en un serio peligro para la seguridad nacional. Por tal motivo, convencieron a las demás naciones a seguir su política de concentrarlas, especialmente a las que habitaban cerca de la costa del Océano Pacífico, en campamentos especiales donde estarían vigiladas día y noche.

Con los alemanes, aun cuando hubieran transcurrido muchos años desde su llegada a México, ocurrió lo mismo.  Conocí a un marinero de un barco comercial alemán que atracó en Veracruz  cuya tripulación fue llevada a un campo de concentración en Perote,  en ese estado.  Allí permanecieron hasta el fin de la guerra. August Stammer vino a dar a Durango (y fue mi primer profesor de alemán) porque algunas familias durangueñas se condolieron de la suerte de los prisioneros y les enviaron ropa y alimentos. Al quedar en libertad, Stammer vino a agradecer a su benefactora y terminó casándose con ella.

La novela La gallina azul (2015), de Cecilia Reyes Estrada,  narra la conmovedora  historia  de la familia Yamada  que vivió una suerte semejante y  cuyo hijo, Haruki (que después cambia su nombre por el de André) con un espíritu y una fortaleza extraordinarios supera todas las dificultades y carencias  hasta llegar a convertirse en un  brillante médico especializado en oncología infantil.

La historia de la familia Yamada  en nuestro país principia a comienzos del siglo veinte cuando  Zenzo Yamada y dos de sus hermanos aceptan un contrato para trabajar en México en una empresa cafetalera ya que al  terminarse la guerra ruso-japonesa los empleos en su país eran escasos. Una vez en territorio mexicano,  y dadas las condiciones de explotación en las fincas cafetaleras, los hermanos deciden emprender el viaje hacia el norte,  pero antes los alcanza la Revolución. Al pacificarse el país,  Zenzo  recorre varios lugares antes de establecerse en Ures, en el estado de Sonora. Ahí se gana la vida vendiendo raspados de hielo de diferentes sabores. Poco después decide contraer matrimonio y busca, mediante el envío de su mejor foto, a una novia japonesa, la bella Fumie, que acepta abandonar su país, casarse sin conocer al novio  y viajar al extranjero en busca de su destino.

En 1942, la familia Yamada recibe la noticia de que  debe abandonar todo lo que posee en Ures y abordar el tren que los llevará a la Ciudad de México donde vivirán en una vecindad, en el pueblo de Tlalpan, junto con las demás familias japonesas  con las que compartirán el espacio al que bautizan como Hachi-Ken-Nagaya. Cuando se firma la paz, reciben la noticia de que son libres para volver a Ures. El padre emprende el viaje y regresa con el dolor de que todo lo que poseían ha sido destruido. Por tanto, deciden permanecer en la Ciudad de  México. André  asiste a la escuela pública, pero también a la  japonesa organizada por los habitantes de la vecindad.   Después de vivir su juventud llena de aventuras,  la experiencia que le brinda ser asistente de un dentista lo decide a estudiar medicina
.
El título, La gallina azul, que aparentemente no se relaciona  con la anécdota, es un engaño para el lector.  Cuando los Yamada criaban gallinas en Ures, nació una azul que André adopta como mascota  y a la que fabrica  un carrito de madera para sacarla a pasear. Al principio, la gallina se rebela, pero cuando André la acomoda como si fuera a  poner un huevo,  deja de protestar. Muchos años después, André se convierte en una especie de gallina azul dentro de la comunidad en la que vive en Tlalpan.

Narrada en tercera persona sin estar dividida en capítulos me hace pensar en  que se trata de una biografía novelada o en una non-fiction novel, es decir, se  agregan rasgos novelescos y  la  vida de los personajes se ve enriquecida con acontecimientos verdaderos y otros de ficción. La historia inicia en un momento ordinario en la vida del Dr. André Yamada, ya un hombre de avanzada edad,   cuando  llega a su casa después de una larga jornada, se despoja de sus ropas de médico y se viste con un cómodo kimono. Después de confirmar que al día siguiente se presentará en la Embajada Japonesa a la hora indicada,  abre un cofre donde guarda las fotografías de su familia, lo que permite que  la narración dé un salto al pasado.
 
Cecilia Reyes Estrada es originaria de Durango, México, aunque hace muchos años que radica en el Distrito Federal. Ha tomado varios cursos sobre guionismo y escritura creativa  en importantes instituciones y colaborado en programas de  maestrías con  el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). La gallina azul  es su primera novela y fue publicada por la editorial Ítaca.

“Sembrar sin descanso, grande es la cosecha” son palabras pronunciadas por el padre de André en un momento de grandes dificultades en el campo de concentración y alientan a su hijo a lo largo de su vida.