miércoles, 23 de septiembre de 2015

Carta a mi hermano Gonzalo


Cape Girardeau, Mo., 24  de septiembre de 1957

Muy querido Gonzalito:

Me dio mucha alegría recibir tu carta aunque me costó un poco de trabajo descifrar los jeroglíficos que en ella había, así que estaría bueno que hicieras ejercicios de caligrafía para mejorar la letra.

El sábado en la noche nos fuimos a un juego de foot-ball americano que estuvo bastante bonito. La banda desfiló con sus dos bastoneras y todo el mundo gritó porras para animar al equipo. Hubo unos cuantos accidentados pues el juego es bastante rudo, pero yo no sé qué les encanta de ese deporte.

El domingo en la tarde cruzamos el puente (porque tenemos un puente inmenso y muy bonito sobre el Mississipi) y nos fuimos a pasear a Tebas, Illinois. No había mucho que ver, pero es bonito ver el río tan grande y tan tranquilo por encima y con tantos remolinos por abajo. Luego regresamos a Cape y nos fuimos a pasear por los pueblitos vecinos y sus alrededores. Todos muy pintorescos y llenos de bosques y parques. Luego cenamos en Sikeston y nos volvimos a Cape. Fui con la mamá de una muchacha que habita aquí en el dormitorio y que me invitó a pasar un fin de semana en su casa en octubre.

Este fin de semana me invitaron a ir a San Luis, pero todavía no sé si voy o no. Bueno, gordo, estudie mucho y reciba el cariño de

María Rosa.

El Grito en el Zócalo

UNA NOCHE DEL 15 DE SEPTIEMBRE EN EL ZÓCALO

Mi mamá siempre había tenido mucha ilusión de acudir al Zócalo, en la Ciudad de México, para presenciar la ceremonia del Grito de la Independencia en vivo. Mi hermano Carlos nos había invitado a mi mamá, Alicia y a mí en repetidas ocasiones a cenar en algún restaurante elegante donde a las once de la noche todos los asistentes nos poníamos de pie y gritábamos ¡VIVA MÉXICO! Una manera de disfrutar del Grito sin apretujones hubiera sido conseguir una reservación en el Hotel de la Ciudad de México o en el Majestic y verlo desde el balcón,  pero costaba mucho dinero y había que reservar con un año o más de anticipación, de manera que lo había dejado pasar.

Hace ya muchos años, un15 de septiembre, tres compañeros de la Universidad, Miguel, Gustavo y Francisco se ofrecieron a acompañarnos. Nos reunimos en el departamento de Miguel, en el tercer piso de la calle  Luis Moya (por supuesto, antes del terremoto) en el centro. Miguel nos había advertido que tendríamos que caminar desde ahí, por la Avenida Juárez, hasta el Zócalo, lo que implicaba una buena caminata, pero mi mamá ni chistó. Iba feliz. Nos había advertido, además, que calzáramos zapatos cómodos y no lleváramos bolsa. Yo me había puesto una gabardina azul marino y mi mamá, un abrigo obscuro.

Emprendimos la caminata alegremente, pasamos todos los controles y llegamos al Zócalo a buena hora, de manera que había que esperar y de pie. Pronto la plaza estuvo llena a reventar de manera que habíamos convenido estar siempre juntos en un grupo compacto y, en caso de que la multitud nos separara, a la salida caminar por la calle 5 de Febrero hasta Isabel la Católica y reunirnos frente al aparador de una tienda.

Gritamos con entusiasmo ¡VIVA MÉXICO¡ cuando ondeó la bandera y esperamos con expectación los fuegos pirotécnicos, que eran la principal atracción de la noche y que mi mamá esperaba con ilusión. Para nuestra mala suerte, esa noche decidieron estrenar el rayo láser de manera que no  hubo cohetes, ni cascadas, ni luces multicolores, lo que  la  entristeció mucho pues era casi imposible pensar en volver al Zócalo al año siguiente. 

Pero no había tiempo para tristezas porque era necesario desalojar la plaza de inmediato porque ya se aproximaba el equipo de limpieza que debía dejar el Zócalo limpísimo para el desfile del día siguiente. La multitud empezó a empujarnos y nos separaron. Me preocupé por mi mamá pero Francisco, que era muy alto, me hizo una seña desde lejos que ella estaba con él y que la cuidaría. Miguel, Gustavo y yo nos dejamos llevar por la muchedumbre y debo confesar que, en realidad, no caminé: la gente me llevó en vilo. En el alboroto, perdí un zapato.

Al fin llegamos a la esquina de 5 de Febrero y nos dirigimos hacia el punto de reunión previamente establecido. Reíamos a carcajadas de nuestra aventura y de que yo parecía coja al no tener los dos zapatos. Nos encontramos con Francisco y mi mamá que nos aguardaban sanos y salvos frente al aparador y emprendimos le regreso hacia la calle de Luis Moya. Miguel había preparado un delicioso pozole que degustamos gozosos sin importar el cansancio y el haber subido tres pisos hasta el departamento.

Después de la una de la mañana mi mamá y yo nos despedimos, nos acomodamos en mi coche y nos dirigimos al departamento en la Colonia Nápoles en mi Datsum que no sufrió ningún desperfecto durante el tiempo que estuvo en la calle sin vigilancia. Llegamos sin contratiempo. Mi mamá recordó siempre con mucho gusto y una amplia sonrisa esa aventura en el Zócalo que nunca esperó vivir.  


Patrick Modiano, ganador del Nobel de Literatura en 2014

EL DELGADO HILO ENTRE PATRICK MODIANO Y ADOLF HITLER

¿Qué relación hay entre estos dos personajes tan separados uno del otro en el tiempo? Pues, fuerza es admitirlo, porque el segundo y la hecatombe en que sumió al mundo fue definitiva para la creación literaria del escritor francés Patrick Modiano (1945), galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2014 por su obra completa pero, principalmente, por su novela Dora Bruder (2014).

Hijo de de un padre judío y de una actriz belga, Modiano nació en Boulogne-Billancourt en1945  cuando se arrojaron las bombas atómicas Fat Man y Little Boy sobre las ciudades japonesas Hiroshima y Nagasaki,  precisamente el año en que terminó la segunda guerra mundial por lo que no vivió la terrible experiencia del nazismo pero su novela sí tiene mucho que ver con este terrible período de la historia.

Por otra parte, hace varios días algunos periodistas y comentaristas de la televisión –entre ellos, Sergio Sarmiento- recordaron que este año se cumplen noventa de la publicación de Mein Kampf (Mi lucha), es decir, el  ideario de Adolf Hitler, o manual del nacionalsocialismo que condujo a la persecución y ejecución de millones de judíos durante la segunda guerra mundial que se inició  en 1939 con la invasión de Checoslovaquia.

Como bien señala Adolfo García Ortega en el prólogo a esta edición de Dora Bruder, “la novela arranca del encuentro casual, en un periódico de 1941, de un pequeño suelto en que los padres avisan de la desaparición de su hija”, recurso literario que ha sido empleado en muchas ocasiones por distintos escritores  quienes a partir de un anuncio de periódico, de una foto antigua, de un anuncio en un camión, son capaces de urdir una novela o un cuento.  Como la dirección de los padres de Dora coincide con el barrio donde el narrador (que en ocasiones se confunde con el autor) vivió su infancia, la noticia atrae su atención y empieza a investigar.

Dora Bruder es una chica, de 15 años de edad, mide 1.55 m. de estatura y vivía en un internado religioso, llamado del Sagrado Corazón de María, y a cargo de las Hermanas de las Escuelas Cristianas de la Misericordia. El día que sale del internado vestía  “un abrigo sport gris, pullover burdeos, falda y sombrero azul marino, zapatos sport marrón”. ¿Por qué salió del internado? ¿A dónde se dirigía puesto que no llegó a casa de sus padres? Son preguntas que quedarán sin respuesta.
¿Cómo había escapado Ernest Bruder, padre de Dora, de ser detenido en la redada de 1941? Había emigrado Francia procedente de Austria, pero era hijo de una familia judía. La madre, Cecile Bruder, fue detenida el 16 de julio de 1942, el día de la gran redada y enviada a Drancy; sin embargo, poco después es liberada porque había nacido en Budapest y no había evidencia clara de que fuera judía.  

Al iniciar la pesquisa sobre el paradero de Dora, el narrador carece por completo de información, pero la paciencia y la constancia le permiten reconstruir no sólo la historia de la familia, sino del barrio donde vivieron. Por supuesto, todos esos sitios frecuentados por los Bruder han cambiado, incluso el colegio ha desaparecido. Sin embargo, las largas caminatas del narrador le ayudan a comprender el ambiente que se vivió durante esos días terribles, llenos de miedo, de la historia de los judíos.

Al ir jalando los hilos de la historia y bucear por horas en los escasos archivos disponibles (los alemanes destruyeron todo al abandonar París) va dándose cuenta de que no fueron cinco ni diez las personas desaparecidas, sino miles, incluso muchas jóvenes de la edad de Dora, por ejemplo, Violette Joël, Nelly Trautmann, Marie Grossman, Paulette Gothlef, por mencionar unas cuantas. Aun cuando sus padres escribieron al prefecto de policía solicitando información sobre sus hijas, nunca recibieron una respuesta.

El autor logra a través de sus páginas comunicarnos la angustia experimentada por todos esos seres que sabían que tarde o temprano iban a ser deportados al este. Hay muchos nombres, pero las vidas se parecen: son hijos de judíos emigrados, modestos, sin educación y que trabajan como obreros. Habitan en una sola habitación en un quinto piso y se esfuerzan por dar a sus hijos una vida mejor. Las calles y los barrios que recorre el autor-narrador en su búsqueda de Dora le permiten reconstruir ese París de la ocupación alemana.  


La novela de Modiano es un libro breve, a veces da más la impresión de ser un reporte de investigación. No obstante, conmueve al lector. Y como él nació en 1945, es inevitable recordar a Hitler y la hecatombe en que sumió al mundo como consecuencia de su libro Mi  lucha en el que tenía una fe ciega.  Este hecho y la historia de Dora Bruder permite que, de alguna manera, uno y otro estén unidos por un delgado hilo que no puede romperse.