APRENDER A VIVIR CON
UNAS PIERNAS SIN RUEDAS
Por supuesto, ya lo adivinaron:
me refiero a que ya no tengo coche y aunque me había organizado lo mejor
posible antes de tomar la decisión de venderlo, en realidad en la vida
cotidiana sí lo necesito, empezando porque vivo en un fraccionamiento cerrado
(que me brinda mucha seguridad) pero para llegar a la salida necesito caminar
casi cuatro cuadras. No son muchas, es cierto, pero también es cierto que mis
piernas de carne y hueso ya no me permiten subir a un camión, como se llama
aquí a los autobuses del transporte público. Ahora tengo problemas de
circulación periférica y las rodillas no responden como solían hacerlo.
Durante unos meses, después de mi
llegada a San Antonio en enero de 1991, viví una experiencia semejante. No
quise adquirir un carro de inmediato porque no conocía ni el tráfico ni el
reglamento de tránsito, así que no quise exponerme a un problema. Pero persistía la sensación de que había
perdido mis piernas al deshacerme de mi Datsun y vendérselo a mi hermano. ¿Por
qué no lo llevé? Se preguntaran ustedes. En primer lugar, me dijeron que no me
permitirían entrar con él y, en seguida, carecía de aire acondicionado, lo que
es indispensable en los calurosos veranos de Texas.
Para resolver mi transporte del
departamento donde vivía, lejos del centro de San Antonio, caminaba dos
cuadras; ahí me recogían unos compañeros que vivían por el rumbo y me llevaban
hasta la Universidad. En la noche, cuando teníamos clase de 6:00 a 9:00 p.m.
también me regresaban. Después de unos
dos o tres meses de este tipo de arreglo que en ocasiones me hacía sentir que
vivía como en una cárcel porque sólo conocía mi departamento y sus alrededores
y la supercarretera número 410, decidí experimentar otra forma de transporte.
Decidí tomar el autobús que hacía
una parada exactamente afuera del conjunto de departamentos. Son sumamente
puntuales, así que si el letrero dice que pasará a las 8:00 a.m., así es. El
chofer era un afroamericano amable que les sonreía a todos los pasajeros. El
autobús llegaba hasta la Biblioteca, lo que me implicaba caminar unas cuantas
cuadras, pero llegaba puntual a la escuela caminando de prisa. Al regresar,
decidí hacer lo mismo para conocer un poco el centro de San Antonio y las
calles. Sólo aceptaba irme con los compañeros cuando salía de la clase a las
9:00 p.m. De esta manera, me familiaricé con las calles y sus nombres y
desapareció la sensación de encontrarme en una cárcel. En una ocasión, no tomé
el autobús y al día siguiente el chofer me comentó: “We missed you yesterday.
Your seat was empty”, lo que me hizo sonreír y explicarle lo que había ocurrido
el día anterior.
Luego, decidí comprar un mapa de
San Antonio y estudiarlo por las noches para saber dónde se encontraban algunos
sitios y no perderme si iba en el coche. Después, para presentar el examen de
manejo y no arriesgarme a que me reprobaran, conseguí el manual de tránsito y
me dediqué a estudiarlo. Por último, me llevó a hacer un recorrido por las
calles donde suelen examinar a los solicitantes y así me familiaricé con el
rumbo. Un día presenté al examen de
conocimiento y me fue muy bien. Sólo fallé en una pregunta, así que me
felicitaron y salí muy airosa. Al día siguiente me presenté con el coche lista
para el examen práctico y me aprobaron de inmediato, a diferencia de algunas
compañeras que lo habían tomado el examen dos o tres veces sin aprobarlo por no
seguir al pie de la letra las reglas de tránsito y permitirse algunas
libertades como suele ocurrir, lamentablemente, en México.
La sensación de no tener piernas
con ruedas desapareció cuando adquirí de una compañera que regresaba a nuestro
país un pequeño Toyota Corolla, con aire acondicionado y calefacción, que
funcionó perfectamente los casi tres años que viví en San Antonio. Quise
traerlo a México, por lo menos temporalmente hasta comprar otro coche en el
país, pero el consulado me negó el permiso, así que se lo vendí muy barato a
una compañera que enseñaba inglés a los paisanos.
Ahora las circunstancias son
diferentes. Tengo otra edad y mis condiciones de salud no son las ideales para
manejar sin contar que el tráfico en Durango es terrible y pocas personas
respetan cabalmente las reglas de tránsito. Por tanto, creo que no me queda
otra solución que aprender a vivir con piernas sin ruedas.