martes, 7 de febrero de 2017

Recordando a mi tío, Felipe Pérez Gavilán, que nos deleitó con su cine club.

EL PADRE FELIPE Y SU CINE CLUB

A finales de los años cuarenta, mi tío, el presbítero Felipe, sorprendió a la familia con una novedad: abrió un cine club que funcionaba los domingos por la tarde, en el salón de actos del templo de San Miguel. Los asistentes éramos un grupo de alborotados chiquillos que, gozosos, nos acomodábamos en el mejor sitio para que nadie nos impidiera ver bien.

¿Por qué concibió este proyecto? ¿Cómo lo financiaba? ¿Quién le rentaba las películas en una época en que la ciudad de Durango tenía difícil comunicación con la capital del país? Son preguntas carentes de respuesta. Sin embargo, podemos especular. Acaso su estancia en Roma, cuando estudiaba en la Universidad Pontificia, lo inspiró para mostrarnos otro panorama y estimular nuestro espíritu. El precio de la entrada era simbólico; quizá alguna empresa le daba un donativo para este proyecto. Por último, las películas se solicitaban con mucha anticipación para que llegaran por ferrocarril (ahora el país ya no tiene trenes). Sea como fuere, creó el primer cine club de la ciudad, aunque era un poco elitista: no todas las personas estaban enteradas de su existencia.

Las películas de Walt Disney, que por entonces deslumbraba con Blanca Nieves y los siete enanos, no le atraían o eran incosteables. Por el contrario, viejas cintas musicales, tipo opereta, o algunas de arriesgadas aventuras como un viaje a Siberia, eran las preferidas del padre Felipe. Recuerdo, por ejemplo, Amor indio  (titulada así en español por el tema musical) protagonizada por Nelson Eddy en el papel de un apuesto guardia de la policía montada del Canadá, y Jeanette MacDonald. De hecho, vimos varias películas donde esta actriz brillaba por su bella voz. Eran filmes producidos en la década de los treinta, pero no importaba: la vida no era entonces tan vertiginosa y uno era menos exigente con las diversiones.

Al estilo del proyeccionista de Cinema Paradiso, el padre Felipe cubría con la mano cualquier beso de la pareja o la desnudez de Jane en ciertas películas de Tarzán.  A pesar de estos inconvenientes, la tarde de cine era una aventura en sí misma. Cuando el filme valía realmente la pena, había función especial para los adultos el lunes por la noche en casa de mi tío Alfonso. Alguna vez me colé en esas sesiones y vi, sin cortes, las escenas de amor.

El padre Felipe tenía un carácter jovial, risueño, y unos ojillos juguetones que comunicaban su gusto por la vida. A su regreso de Roma, con alegría se involucró en las tareas de la diócesis y fue designado párroco del templo de San Miguel. Su espíritu era moderno y progresista. En cuanto le fue posible, adquirió una motoneta Vespa en la que recorría las calles de Durango con las faldas de la sotana enrolladas en las piernas para conducir con libertad (igual recurso empleaba cuando jugaba futbol en el seminario). No corría mayor peligro: eran escasos los automóviles que circulaban por la ciudad. Destacaba, entre ellos, el Lincoln fantasma conducido por mi tía Isabel, que parecía dirigido por un piloto automático: ella era tan bajita que apenas se distinguía detrás del volante.

Al padre Felipe le entristecía comer solo en la casa parroquial. Resolvió su problema invitándose a comer todos los días en casa de sus numerosos parientes. Era un comensal bienvenido porque llegaba con una amplia sonrisa y lleno de entusiasmo y de anécdotas sobre Roma y Europa. El contratiempo que a veces le ocurría con este sistema de alimentación era que toda la semana tuviera que comer tacos de picadilllo o sopa de fideo; tal circunstancia no le estropeaba el apetito y, provisto de tenedor y cuchara, gozaba de las viandas y de la compañía.


El cine club duró varios años y es uno de mis más gratos recuerdos de infancia. El modo de ser del padre Felipe se asemejaba, pienso, al Don Camilo protagonizado por Fernandel que tanto nos hizo reír en los años cincuenta. Llegada la adolescencia obtuvimos permiso para asistir a los cines Principal, Imperio o Victoria. El cine club cerró sus puertas. Hoy nos queda el recuerdo de aquellas tardes candorosas cuando, apuradamente, ocupábamos nuestras sillas para participar de la magia del cine.

Tomado de mi primer libro Perfiles al viento, publicado en el año 2000





No hay comentarios.:

Publicar un comentario