EL PADRE FELIPE Y SU
CINE CLUB
A finales de los años cuarenta,
mi tío, el presbítero Felipe, sorprendió a la familia con una novedad: abrió un
cine club que funcionaba los domingos por la tarde, en el salón de actos del
templo de San Miguel. Los asistentes éramos un grupo de alborotados chiquillos
que, gozosos, nos acomodábamos en el mejor sitio para que nadie nos impidiera
ver bien.
¿Por qué concibió este proyecto?
¿Cómo lo financiaba? ¿Quién le rentaba las películas en una época en que la
ciudad de Durango tenía difícil comunicación con la capital del país? Son
preguntas carentes de respuesta. Sin embargo, podemos especular. Acaso su
estancia en Roma, cuando estudiaba en la Universidad Pontificia, lo inspiró
para mostrarnos otro panorama y estimular nuestro espíritu. El precio de la
entrada era simbólico; quizá alguna empresa le daba un donativo para este
proyecto. Por último, las películas se solicitaban con mucha anticipación para
que llegaran por ferrocarril (ahora el país ya no tiene trenes). Sea como
fuere, creó el primer cine club de la ciudad, aunque era un poco elitista: no
todas las personas estaban enteradas de su existencia.
Las películas de Walt Disney, que
por entonces deslumbraba con Blanca
Nieves y los siete enanos, no le atraían o eran incosteables. Por el
contrario, viejas cintas musicales, tipo opereta, o algunas de arriesgadas
aventuras como un viaje a Siberia, eran las preferidas del padre Felipe.
Recuerdo, por ejemplo, Amor indio (titulada así en español por el tema musical)
protagonizada por Nelson Eddy en el papel de un apuesto guardia de la policía
montada del Canadá, y Jeanette MacDonald. De hecho, vimos varias películas
donde esta actriz brillaba por su bella voz. Eran filmes producidos en la
década de los treinta, pero no importaba: la vida no era entonces tan
vertiginosa y uno era menos exigente con las diversiones.
Al estilo del proyeccionista de Cinema Paradiso, el padre Felipe cubría
con la mano cualquier beso de la pareja o la desnudez de Jane en ciertas
películas de Tarzán. A pesar de estos
inconvenientes, la tarde de cine era una aventura en sí misma. Cuando el filme
valía realmente la pena, había función especial para los adultos el lunes por
la noche en casa de mi tío Alfonso. Alguna vez me colé en esas sesiones y vi,
sin cortes, las escenas de amor.
El padre Felipe tenía un carácter
jovial, risueño, y unos ojillos juguetones que comunicaban su gusto por la
vida. A su regreso de Roma, con alegría se involucró en las tareas de la
diócesis y fue designado párroco del templo de San Miguel. Su espíritu era
moderno y progresista. En cuanto le fue posible, adquirió una motoneta Vespa en
la que recorría las calles de Durango con las faldas de la sotana enrolladas en
las piernas para conducir con libertad (igual recurso empleaba cuando jugaba
futbol en el seminario). No corría mayor peligro: eran escasos los automóviles
que circulaban por la ciudad. Destacaba, entre ellos, el Lincoln fantasma
conducido por mi tía Isabel, que parecía dirigido por un piloto automático:
ella era tan bajita que apenas se distinguía detrás del volante.
Al padre Felipe le entristecía
comer solo en la casa parroquial. Resolvió su problema invitándose a comer
todos los días en casa de sus numerosos parientes. Era un comensal bienvenido
porque llegaba con una amplia sonrisa y lleno de entusiasmo y de anécdotas
sobre Roma y Europa. El contratiempo que a veces le ocurría con este sistema de
alimentación era que toda la semana tuviera que comer tacos de picadilllo o
sopa de fideo; tal circunstancia no le estropeaba el apetito y, provisto de
tenedor y cuchara, gozaba de las viandas y de la compañía.
El cine club duró varios años y
es uno de mis más gratos recuerdos de infancia. El modo de ser del padre Felipe
se asemejaba, pienso, al Don Camilo protagonizado por Fernandel que tanto nos
hizo reír en los años cincuenta. Llegada la adolescencia obtuvimos permiso para
asistir a los cines Principal, Imperio o Victoria. El cine club cerró sus
puertas. Hoy nos queda el recuerdo de aquellas tardes candorosas cuando,
apuradamente, ocupábamos nuestras sillas para participar de la magia del cine.
Tomado de mi primer libro Perfiles al viento, publicado en el año 2000
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