domingo, 26 de febrero de 2017

Exquisito y humilde pan elaborado por mi tía abuela Teresa

PAN DE BURRO

Y sobre todo tres o cuatro de aquellos valiosos
Simpáticos animales, los asnos,
Que estuvieran echados perezosamente,
Que menearan alegres sus cabezas.

Konstantinos Kavafis. “Casa con huerto”.

No se trata, por supuesto, de un pan especial para burros, ni de uno horneado en forma de jumento (otro vocablo para referirse a este animal) como ocurre con las galletas de cochino (así se las llamaba antes) y que hoy se venden como puerquitos, higiénicamente envueltas en bolsas de celofán (las que se consumen en Querétaro se fabrican en Durango) o como marranos con piloncillo, como las vi anunciadas el otro día en un supermercado.

Eran unos panes amasados y horneados amorosamente por mi tía Teresa y cuyo aspecto semejaba unas aspas de molino o una gran X irregular porque no utilizaba ningún molde. Modestos, como lo es el burro, podían comerse cualquier día pero no en las grandes ocasiones. Ignoro si otras personas utilizaban este nombre para este tipo de pan, y  veces pienso que mi tía los bautizó así porque le recordaban a los burros cargados con largas y pesadas tablas que recorrían las calles de Durango o tirando de la carreta rebosante de frutas, verduras o tierra para macetas. Los preparaba de vez en cuando y los horneaba en el horno eléctrico en la pequeña cocina que había habilitado en el segundo patio de la casa de mi abuela, cerca de su recámara, con el anhelo –supongo- de tener su propio espacio. Una vez listos, los compartía con dos o tres de sus sobrinos consentidos; los demás se almacenaban en un bote metálico.

Los burros son animales humildes; sin embargo, tienen un lugar importante en la historia, la literatura y el devenir de la sociedad. En mis recuerdos de las excursiones veraniegas por los alrededores de la Villa de Nombre de Dios cuando nos dirigíamos a Berros o a La Constancia para nadar o simplemente a los manantiales con el objeto de traer agua limpia para beber en las damajuanas forradas de arpillera para evitar que se quebraran, aparece siempre, en primerísimo lugar, la burra Tomasa.

A diferencia de Platero, el burro inmortalizado por Juan Ramón Jiménez en su Platero y yo, que era “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón”, Tomasa era grande, demasiado alta para su sexo, con el pelaje encrespado y en total descuido (admito que nunca me preocupé por bañarla o cepillarla). En otras palabras, no se parecía en absoluto al burro que recuerda el escritor español. Inspiraba respeto por su gran tamaño; no obstante, yo solía cabalgar en su lomo libre de temores guiando su trote con una vara sin llegar a lastimarla. Nos entendíamos bien. Los días de paseo Tomasa se veía libre de cargar rejas o bultos y yo disfrutaba de una cabalgadura a la altura de mis dotes de amazona.

Llegábamos siempre las últimas de la partida, bien porque yo me distraía mirando el paisaje, bien porque Tomasa decidía fortalecer su dieta con el pasto del camino. Nada nos preocupaba; conocíamos la senda y los terrenos por donde andábamos. Alguna vez, como para recordarme que era ella quien mandaba, se detenía abruptamente frente a un nopal o un maguey y amenazaba con desembarazarse de mí. Yo no respondía a su provocación y, con la vara, la invitaba a reanudar la marcha. Tomasa intuía que su tarea nada tendría que ver con el corral o con cargar costales de maíz o frijol. Se agitaba inquieta entre los animales y aguardaba impaciente a que la aparejaran para la salida. Luego, junto con los caballos, esperaba quieta frente a la casa. Una vez enfilado el grupo en la dirección escogida para esa jornada, la burra trotaba gozosa por la ruptura de su rutina.

En estos días primaverales en que las abejas, las avispas y las mariposas se posan en los geranios y que las lagartijas se deslizan veloces entre las plantas, Tomasa ha vuelto a mi memoria, llena de vida, grande y saludable. Quizá como resabio de aquellos de aquellos días, cuando veo un burro oprimido por una carga demasiado pesada, me invade la tristeza o me angustio con noticias como la propuesta para sacrificar cinco mil burros porque consumen más pasto que las reses y, dada la sequía, es preferible alimentar al ganado que a los borricos. De inmediato se levantó el clamor popular en contra de esa medida. Habitantes de Argentina y de otros países alzaron su voz para protestar por lo que se bautizó como el burricidio. Australia dijo que estaba dispuesta a recibir los cinco mil burros y otras naciones comunicaron que también a ellos les hacían buena falta. Por fin, los diarios anunciaron que se cancelaba la medida.

Mucha gente se pregunta si la carne y la piel de estos animales no justifican su existencia. Me han dicho que la carne se utiliza para salchichas y otros embutidos en tanto que la piel –más allá de haberle sido útil a la princesa para encubrir su identidad en el cuento Piel de asno, de Charles Perrault- se emplea para cinturones y zapatos, mientras que las pezuñas sirven para cierto tipo de jabón.  

La verdad es que, desde mi punto de vista, los burros han sido desplazados por las camionetas pick-up como medio de transporte. Mientras sólo hubo senderos en la sierra y a través de los llanos, los burros y las mulas fueron indispensables como animales de carga. Recordemos, de paso, que la ciudad de Vicente Guerrero, antiguamente llamada Muleros, era precisamente un sitio de recarga de mulas para las caravanas que se dirigían hacia el norte. Hoy, las circunstancias han cambiado: se han construido caminos transitables y los camiones y camionetas pueden cargar mucho más que un burro o una mula.  

Cuando Don Quijote convenció a Sancho de acompañarlo en sus aventuras, el villano (en la acepción de habitante de una villa) respondió que naturalmente iría llevando sus alforjas, pero sobre todo “un asno que tenía muy bueno porque él no estaba duecho a andar mucho a pie”. Páginas más adelante, les roban el burro; entonces, Sancho le dice a su señor: “a fe que no faltaran palmadillas que dalle, ni cosas que decille en su alabanza”. Contrito porque está obligado a caminar, se aleja a cumplir la encomienda impuesta por Don Quijote.  



Publicado por primera vez en mi libro El aroma de la nostalgia. Sabores de Durango, II, en 2009.


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