DOÑA ALEJA
En cuanto el invierno liaba sus
bártulos anunciando que definitivamente se ausentaba por unos meses, tocaba a
la puerta de la casa doña Aleja, provista de varias varas de membrillo y un
larguísimo otate. Iba acompañada de Remedios, un hombre alto, enjuto, tocado
con un sombrero de paja y vestido con un overol de mezclilla; en el cuello, un
paliacate rojo.
Era doña Aleja una mujer menuda,
de edad incierta, de rostro moreno obscuro con algunas cicatrices de una
viruela mal cuidada y en el que sobresalían dos ojillos rasgados. Peinaba los
cabellos canos hacia atrás, en un severo chongo que sujetaba con una peineta.
Sus delgados labios se mantenían apretados con fuerza, como si temiera que se
les escaparan las palabras. Saludaba con cortesía; sin embargo, rara vez la oí
decir un vocablo innecesario. Vestía una falda larga de algodón estampado en
blanco y negro, al estilo de lo que antes se denominaba “medio luto”.
Completaba su atuendo con una blusa blanca o gris y un rebozo también gris. Su
aspecto frágil no denotaba la energía que desplegaba en su trabajo.
Remedios ayudaba a doña Aleja a
instalar la máquina de coser en el patio. Y ¡manos a la obra! En un santiamén destripaban
almohadas y colchonetas (a veces, también colchones), apilaban la lana en el
centro del patio y Remedios la vareaba para esponjarla de nuevo y deshacer
nudos y bolas. Doña Aleja lavaba y recosía los forros que, ya listos, rellenaba
con la lana espumosa, como recién obtenida de la trasquila. Luego, con el
otate, Remedios limpiaba el polvo acumulado en paredes y techos por el poderoso
viento invernal. Así transcurrían muchos días, trabajando duro y en silencio.
Concluida la tarea, doña Aleja y Remedios, cual el invierno, desaparecían.
Doña Aleja desempeñaba múltiples
oficios. Colaboraba en la cocina cuando había una gran celebración. Llegado el
verano, con entusiasmo pelaba, descorazonaba y sancochaba los membrillos que
harían las delicias de la familia durante un año y de los niños,
particularmente, si a media tarde se les daba un pan de agua relleno de cajeta
para mitigar el hambre. Esta vez el patio recibía a un fuerte brasero capaz de
soportar un enorme cazo. Doña Aleja agitaba con energía las largas palas de
madera esquivando las salpicaduras de la pasta y las dolorosas quemaduras.
Otra función de doña Aleja
consistía en servir de partera en los días cuando las mujeres se las arreglaban
solas para traer hijos al mundo. Me parece atisbar su figura atareada con ollas
de agua hirviendo y trapos limpios, siempre pronta, diligente y en silencio.
Años más tarde, la casa y el gran
patio, escenario de fragorosos juegos infantiles y donde las tradiciones
familiares se repetían sin cambio, dejaron de ser nuestros. Atrás quedó el
ritual del vareado de la lana; colchonetas y almohadas se fabricaban con otros
materiales. Se hablaba de ello o de la elaboración de cajetas y jaleas si se
tenía el ánimo de recordar tiempos y costumbres de otras épocas y de rescatar
su sentido. No obstante, todavía hoy creo escuchar el silbido del aire al ser cortado
por la vara que esgrimía Remedios.
Publicado originalmente en mi libro Perfiles al viento (2000).
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