domingo, 19 de febrero de 2017

Fue más que una empleada doméstica, una fiel servidora y amiga a su manera.

DOÑA ALEJA

En cuanto el invierno liaba sus bártulos anunciando que definitivamente se ausentaba por unos meses, tocaba a la puerta de la casa doña Aleja, provista de varias varas de membrillo y un larguísimo otate. Iba acompañada de Remedios, un hombre alto, enjuto, tocado con un sombrero de paja y vestido con un overol de mezclilla; en el cuello, un paliacate rojo.

Era doña Aleja una mujer menuda, de edad incierta, de rostro moreno obscuro con algunas cicatrices de una viruela mal cuidada y en el que sobresalían dos ojillos rasgados. Peinaba los cabellos canos hacia atrás, en un severo chongo que sujetaba con una peineta. Sus delgados labios se mantenían apretados con fuerza, como si temiera que se les escaparan las palabras. Saludaba con cortesía; sin embargo, rara vez la oí decir un vocablo innecesario. Vestía una falda larga de algodón estampado en blanco y negro, al estilo de lo que antes se denominaba “medio luto”. Completaba su atuendo con una blusa blanca o gris y un rebozo también gris. Su aspecto frágil no denotaba la energía que desplegaba en su trabajo.

Remedios ayudaba a doña Aleja a instalar la máquina de coser en el patio. Y ¡manos a la obra! En un santiamén destripaban almohadas y colchonetas (a veces, también colchones), apilaban la lana en el centro del patio y Remedios la vareaba para esponjarla de nuevo y deshacer nudos y bolas. Doña Aleja lavaba y recosía los forros que, ya listos, rellenaba con la lana espumosa, como recién obtenida de la trasquila. Luego, con el otate, Remedios limpiaba el polvo acumulado en paredes y techos por el poderoso viento invernal. Así transcurrían muchos días, trabajando duro y en silencio. Concluida la tarea, doña Aleja y Remedios, cual el invierno, desaparecían.

Doña Aleja desempeñaba múltiples oficios. Colaboraba en la cocina cuando había una gran celebración. Llegado el verano, con entusiasmo pelaba, descorazonaba y sancochaba los membrillos que harían las delicias de la familia durante un año y de los niños, particularmente, si a media tarde se les daba un pan de agua relleno de cajeta para mitigar el hambre. Esta vez el patio recibía a un fuerte brasero capaz de soportar un enorme cazo. Doña Aleja agitaba con energía las largas palas de madera esquivando las salpicaduras de la pasta y las dolorosas quemaduras.

Otra función de doña Aleja consistía en servir de partera en los días cuando las mujeres se las arreglaban solas para traer hijos al mundo. Me parece atisbar su figura atareada con ollas de agua hirviendo y trapos limpios, siempre pronta, diligente y en silencio.

Años más tarde, la casa y el gran patio, escenario de fragorosos juegos infantiles y donde las tradiciones familiares se repetían sin cambio, dejaron de ser nuestros. Atrás quedó el ritual del vareado de la lana; colchonetas y almohadas se fabricaban con otros materiales. Se hablaba de ello o de la elaboración de cajetas y jaleas si se tenía el ánimo de recordar tiempos y costumbres de otras épocas y de rescatar su sentido. No obstante, todavía hoy creo escuchar el silbido del aire al ser cortado por la vara que esgrimía Remedios.


Publicado originalmente en mi libro Perfiles al viento (2000).

No hay comentarios.:

Publicar un comentario