CUCO
No sé cuándo ni cómo llegó Cuco a
trabajar para la familia. Tampoco sé su apellido. En la iglesia lo bautizaron
con el nombre de Refugio, pero pronto todos en el pueblo empezaron a llamarlo
Cuco. Lo cierto es que él era tan parte de nuestra vida en Nombre de Dios como
la libertad, los pies descalzos, las largas caminatas y las interminables horas
en el agua de los ríos.
Cuando uno veía a Cuco por vez
primera, no sabía qué admirar más, si los blanquísimos dientes que le
estallaban como granos de elote entre los labios sonrientes o los negros pelos
parados que coronaban su cabeza. Tenía un invariable buen humor y una expresión
risueña que se agudizaba por los ojillos rasgados que casi se perdían en su
rubicundo rostro redondo.
Cuco era un mago en la cocina y
no protestaba por el exceso de trabajo cuando nosotros, chiquillos consentidos,
exigíamos a gritos que nos llevaran la comida a la orilla del río donde
nadábamos hasta el anochecer. Sin perder la calma, con su inalterable sonrisa y
buen humor, cargaba las ollas y sartenes en la camioneta y, dando tumbos y
esquivando los hoyancos del camino de terracería, el cargamento de sopa de
tortilla, tacos, caldillo, arroz y frijoles llegaba hasta el amplísimo paraje
sombreado por los altos sabinos conocido
como “Los Salones”.
Memorables eran las mañanas en
que era necesario ir a traer agua del manantial para beber. Muy temprano, Cuco
y el mozo aparejaban los burros y acomodaban en sus costados los grandes
garrafones de vidrio protegidos por arpillera para que no fueran a quebrarse.
Nosotros montábamos cada uno sobre el lomo de un burro. Cuco y Miguel iban a
pie guiando el grupo e impidiendo que nuestras cabalgaduras nos depositaran
sobre los huizaches.
El manantial no quedaba lejos,
pero a nosotros la jornada nos parecía una aventura prodigiosa. Sólo teníamos
que llegar hasta el río de Nombre de Dios, distante unos dos kilómetros del
pueblo y ahí, a un lado, encontrábamos el ojo de agua. En las márgenes del río,
agazapada al pie de los sabinos y lista para atacar, crecía la hiedra venenosa
capaz de provocar en cualquier incauto que la tocara o se sentara sobre ella
una dolorosa inflamación de la piel que pronto se cubría de ampollas.
Quizá el mayor encanto de Cuco
fuera su habilidad para contar cuentos de aparecidos y sucesos de la Revolución
en las noches cuando, apagado ya el fogón y sentados nosotros en derredor suyo,
esperábamos ansiosos que desgranara sus historias a la luz del quinqué que
apenas alcanzaba a iluminar la espaciosa cocina, No muy lejos se oía el mugir
de las vacas, el balar de los borregos y, un poco más allá, el aullido de un
perro. En las noches sin luna, la obscuridad aumentaba la fascinación.
Cuco hablaba en voz muy baja y
nosotros sucumbíamos al embeleso. Sentíamos que los ahorcados podían aparecer
cruzando el corral o que ya no era posible ir hasta la bodega, al fondo del
largo corredor, porque la sombra proyectada sobre la pared podía corresponder a
alguien llegado de ultratumba. Algunas noches, para poner a prueba nuestra
valentía, obligábamos a alguno a caminar hasta el final del corredor donde
reinaban las más profundas tinieblas con la amenaza de que, si no cumplía con
la hazaña, caería en el ridículo y sería considerado un cobarde.
Cuco disfrutaba de otro
ascendiente sobre nosotros. Se ufanaba de que había sido picado por un alacrán
más de cinco veces y de que todavía seguía vivito y coleando. Orgulloso,
desplegaba ante nuestros incrédulos ojos su mano y nos señalaba dónde había
encajado el alacrán su lanceta cada vez. Para probar la verdad de sus palabras,
metía la mano en algún oscuro rincón y luego, triunfante, la retiraba. A
nosotros, que no debíamos calzarnos los zapatos sin verificar con la lámpara de
mano que no hubiera en ellos ninguna alimaña y que debíamos revisar debajo de
las almohadas antes de dormir, esta facultad de Cuco nos parecía absolutamente
envidiable.
Verano tras veranos retornábamos
a la casona, a las huertas, a los ríos y a Cuco. Pero un día ya no volvimos
más. La casa fue puesta en venta y hubo que buscar otra manera de pasar las
vacaciones. Alguna vez vino Cuco a vernos a Durango y después ya no supimos más
de él. Ahora me pregunto si otros niños habrán disfrutado, como nosotros, de
sus historias y de sus guisos.
Tomado de mi libro Perfiles al viento, 2000.
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