PAN DE HUEVO
Aroma a pan horneado. Hogar,
familia, convivencia, amigos: “Saber partir el pan y repartirlo,/el pan de una
verdad común a todos/”, como escribió Octavio Paz en su poema “La vida
sencilla”. Mesa en el exilio –voluntario o forzado- redonda o rectangular,
donde el pan, el queso y el vino ocupan sitios de honor. Conversación,
sonrisas, apretones de mano, abrazos. Los emigrados ocupan sus sillas alrededor
de la mesa y sonríen al hablar de la tierra que dejaron atrás para recuperar
aunque sólo sea en la memoria, y por un instante fugaz, el aroma del hogar y de
la tierra propia. En estos momentos ocurre lo que dice Isaías: “Si dieras tu
pan al hambriento, y saciares al alma afligida, en las tinieblas, nacerá tu luz
y tu oscuridad será como el mediodía” (58:10).
En Durango, a las 6:30 p.m.,
algunas calles despedían el aroma a pan recién horneado. Semitas de anís,
donas, empanadas rellenas de piña, bísquetes, campechanas, niño envuelto,
quequis, marquesote, volcanes, pan de pulque, conchas, alamares, galletas de
cochino, magdalenas. Había para todos los gustos y todos los bolsillos. El pan
de agua (de menor precio), también conocido como pan francés o bolillo, ideal para tortas de frijoles o de
cajeta de membrillo, atraía a la mayoría de los compradores.
Recuerdo con especial emoción
aquellos días de la carrera panamericana
de automóviles, cuando a las 6:30 a.m., presurosos comprábamos el pan de
agua para preparar las tortas que nos alimentarían, ya apostados en las lomas
de la carretera a México, durante las largas horas de espera hasta el paso del
último automóvil. O los días de campo, combinados con las gorditas, eran un
suculento manjar después de nadar en el Saltito o caminar por la sierra. En la Biblia se habla mucho del pan. Y a la
distancia, mis primeros recuerdos del pan se asocian con mi abuela y mi padre.
Ella elaboraba semanalmente algún pan especial para obsequiar a la familia; por
ejemplo, el pan de huevo amorosamente amasado, aguardando con paciencia que la
levadura cumpliera su cometido para que la masa alcanzara la altura deseada.
Luego, se espolvoreaba con azúcar antes de hornearlo en un horno eléctrico. Su
aroma inundaba todos los espacios y llegaba hasta las recámaras, como la tisana
de hojas de naranjo con la noticia de la llegada del extranjero, como lo narra
Elena Garro en Los recuerdos del
porvenir.
Ya frío, se almacenaba en botes
metálicos especiales colocados dentro de la alacena cuyas puertas permitían la
ventilación a través de las telas de alambre para conservar su calidad y sabor.
Eran días de gloria, y el pan se
distribuía con mesura para que toda la familia disfrutara de esa especie de
volcán dorado que los aguardaba en sus respectivos platos en la mesa del
comedor por la noche.
Para mi padre, no había mayor
felicidad que llegar a la casa después de la jornada vespertina cargando en sus
brazos una bolsa de papel de estraza colmada de pan como lo permitiera el
bolsillo. Orgullosamente, la depositaba sobre la mesa del comedor y nos miraba.
En los días de las vacas flacas, llenaba la bolsa de pan de agua; en los de
abundancia, toda clase de pan de dulce: campechanas, niños envueltos, semitas,
bísquetes, donas, galletas de cochino. ¡Una variedad extraordinaria que ha
caracterizado a la panadería mexicana.
El pan de caja todavía no se
conocía en la ciudad y las panaderías rebosaban de clientes. Famosas en esos
días eran La Tapatía, la Panificadora Ideal, la Espiga de Oro, la Moderna, la
Guadiana. Para mí el café de chinos llamado “Tupinamba”, ubicado sobre la acera
norte de la calle 5 de Febrero, casi esquina con Pasteur, se llevaba los
honores. Los bísquetes, las empanadas rellenas de mermelada de piña, las donas,
el niño envuelto, eran un agasajo inesperado.
Había muchos otros panes
fabricados en casa. Recordemos: el pan de pasas, el de leche, el de agua (al
estilo casero), los molletes, las soletas, los buñuelos ¡tan propios de los
días navideños y del invierno!
Como dice la copla popular:
Esta noche es Nochebuena,
Noche de comer buñuelos
En mi casa no los dan
Por falta de harina y huevos.
Alimento para el alma y el
espíritu, el pan es consuelo y alegría. Su aroma queda apresado en la nariz y
acude, de tarde en tarde, para precipitar los recuerdos.
Publicado originalmente en mi
libro El aroma de la nostalgia. Sabores
de Durango (2005) y ahora se puede leer en Aromas de Durango, publicado por el CONACULTA.
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