COMPARTIENDO EL PAN Y
LA SAL CON JOSÉ IGNACIO VASCONCELOS
INTRODUCCIÓN
El texto que leerán a
continuación fue publicado en el periódico local El Sol de Durango, el 17 de
marzo de 2000. Lo rescato ahora porque me parece interesante darlo a conocer
fuera de Durango. Abogado, político y filósofo José Vasconcelos (Oaxaca,
1882-Ciudad de México, 1959) es un personaje sumamente interesante de la
primera mitad del siglo XX. Cuando perdió las elecciones en 1929, se exilió en
Europa y en los Estados Unidos durante muchos años. En su gran libro Ulises criollo (1935), que viene a ser
como una autografía de la primera parte de su vida, habla de las tres ocasiones
en que visitó Durango, quedando muy impresionado por la belleza arquitectónica
de la ciudad. Por supuesto, eso fue antes de que gran parte de la ciudad fuera
incendiada y destruida durante la revolución de 1910. Como narro en mi texto,
tuve la fortuna de conocer y conversar con su hijo, fruto del primer
matrimonio, y fue una experiencia, para mí, inolvidable.
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La llegada del año nuevo me trajo un obsequio
inesperado: una invitación a comer con José I. Vasconcelos y su hijo Joaquín,
hijo y nieto respectivamente del filósofo, educador y político nacido en Oaxaca
en 1882 y fallecido en la Ciudad de México en 1959. Los conocía desde hace tiempo pues nos
cruzábamos en las calles de la Colonia Nápoles, Joaquín fue siempre un amigo
ejemplar de mi hermana Alicia y prodigaba igualmente su afecto y atenciones a
mi madre. Esta vez, al felicitarlo por las fiestas decembrinas, me invitó a
tomar un café y después a comer en su casa. Se me presentó así la oportunidad
de charlar ampliamente con su padre, a quien yo miraba con sumo respeto por ser
quien es y por su propia trayectoria.
La simpatía entre el hijo del
autor del Ulises criollo y yo surgió
cuando expresé mi admiración por un cartel que cuelga en su estudio mostrando a
los grandes trasatlánticos del mundo –entre ellos, el “Normandie” y el Bremen-
anclados en Nueva York en 1939, justo antes del inicio de la segunda guerra
mundial. Le pregunté si ambos habían sido transformador en transporte de
guerra, como ocurrió con el “Queen Elizabeth” y el “Queen Mary”. Respondió que
no y que el “Normandie” se había hundido en la bahía de Nueva York a causa de
un incendio. Hablamos entonces sobre los viajes por mar para cruzar el Atlántico
cuando la gente tenía tiempo y disposición para disfrutarlos y ni siquiera se
pensaba en los cambios que la navegación aérea traería para el planeta.
Este tema trajo a su memoria una
travesía que hizo con su madre de Amsterdam a un puerto de Louisiana, en un
pequeño buque de carga. Estando en cubierta, el capitán llamó a los pasajeros
para que, con el auxilio de los prismáticos, pudieran admirar al “Bremen” que
navegaba a relativa distancia de ellos surcando las aguas a toda velocidad. La
hermosa línea y el señoría del paquebote quedaron grabajos en la memoria de
Vasconcelos hijo, así como el hecho de que su propia embarcación se zarandeó
con fuerza dos horas más tarde a consecuencia del oleaje provocado por el navío
alemán.
Ya a la mesa, me obsequió con un
espléndido vino chileno. Comenté entonces que admiraba y releía con frecuencia
los pasajes que su padre había dedicado a Durango, lo que nos llevó a conversar
sobre la estética, las teorías educativas, el hispanismo, el amor a la lengua
española y tantas otras preocupaciones más del autor del Ulises criollo. Me miró con asombro y preguntó: ¿Cómo es que sabe
usted tanto de Vasconcelos?, a lo que repuse que lo había leído (no todo, por
supuesto) y que compartía algunos de sus puntos de vista.
José I. Vasconcelos es un hombre
de noventa años, en perfectas condiciones de salud y con una lucidez y una
memoria extraordinarias. Su infancia transcurrió entre los Estados Unidos y
Europa; se recibió de ingeniero en Madrid, en el Colegio de los Jesuitas, y cursó
posteriormente una maestría en Texas. Su existencia trashumante lo dotó de una
cultura amplia y profunda. Trabajó para los Ferrocarriles Nacionales de México
y viajó extensamente por América del Sur. Conocedor de la herencia precolombina
y del legado de los conquistadores, está convencido, como su padre, de que la
mejor herencia fue la lengua española. Ha sido presidente de una sociedad
hispanista y organizado ciclos de conferencias sobre los monarcas españoles.
Como prueba de su estimación,
para los postres me agasajó con un rebanada del Boston Fruit Cake, postre tradicional en los Estados Unidos para
las fiestas decembrinas y que él disfruta enormemente como consecuencia de su
estancia en ese país. Luego, lo guardó en su caja metálica y lo puso buen resguardo.
Al despedirme, puso en mis manos
un ejemplar de su texto Medio milenio de
hispanidad americana (EDAMEX, 1991), edición ya agotada. En realidad, me
hizo un regalo mucho más valioso: su tiempo, su conversación y el tener un
atisbo de su padre desde adentro.
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