martes, 27 de septiembre de 2016

Comida en casa de José Ignacio Vasconcelos. Inolvidable

COMPARTIENDO EL PAN Y LA SAL CON JOSÉ IGNACIO VASCONCELOS

INTRODUCCIÓN

El texto que leerán a continuación fue publicado en el periódico local El Sol de Durango,  el 17 de marzo de 2000. Lo rescato ahora porque me parece interesante darlo a conocer fuera de Durango. Abogado, político y filósofo José Vasconcelos (Oaxaca, 1882-Ciudad de México, 1959) es un personaje sumamente interesante de la primera mitad del siglo XX. Cuando perdió las elecciones en 1929, se exilió en Europa y en los Estados Unidos durante muchos años. En su gran libro Ulises criollo (1935), que viene a ser como una autografía de la primera parte de su vida, habla de las tres ocasiones en que visitó Durango, quedando muy impresionado por la belleza arquitectónica de la ciudad. Por supuesto, eso fue antes de que gran parte de la ciudad fuera incendiada y destruida durante la revolución de 1910. Como narro en mi texto, tuve la fortuna de conocer y conversar con su hijo, fruto del primer matrimonio, y fue una experiencia, para mí, inolvidable.

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 La llegada del año nuevo me trajo un obsequio inesperado: una invitación a comer con José I. Vasconcelos y su hijo Joaquín, hijo y nieto respectivamente del filósofo, educador y político nacido en Oaxaca en 1882 y fallecido en la Ciudad de México en 1959.  Los conocía desde hace tiempo pues nos cruzábamos en las calles de la Colonia Nápoles, Joaquín fue siempre un amigo ejemplar de mi hermana Alicia y prodigaba igualmente su afecto y atenciones a mi madre. Esta vez, al felicitarlo por las fiestas decembrinas, me invitó a tomar un café y después a comer en su casa. Se me presentó así la oportunidad de charlar ampliamente con su padre, a quien yo miraba con sumo respeto por ser quien es y por su propia trayectoria.

La simpatía entre el hijo del autor del Ulises criollo y yo surgió cuando expresé mi admiración por un cartel que cuelga en su estudio mostrando a los grandes trasatlánticos del mundo –entre ellos, el “Normandie” y el Bremen- anclados en Nueva York en 1939, justo antes del inicio de la segunda guerra mundial. Le pregunté si ambos habían sido transformador en transporte de guerra, como ocurrió con el “Queen Elizabeth” y el “Queen Mary”. Respondió que no y que el “Normandie” se había hundido en la bahía de Nueva York a causa de un incendio. Hablamos entonces sobre los viajes por mar para cruzar el Atlántico cuando la gente tenía tiempo y disposición para disfrutarlos y ni siquiera se pensaba en los cambios que la navegación aérea traería para el planeta.

Este tema trajo a su memoria una travesía que hizo con su madre de Amsterdam a un puerto de Louisiana, en un pequeño buque de carga. Estando en cubierta, el capitán llamó a los pasajeros para que, con el auxilio de los prismáticos, pudieran admirar al “Bremen” que navegaba a relativa distancia de ellos surcando las aguas a toda velocidad. La hermosa línea y el señoría del paquebote quedaron grabajos en la memoria de Vasconcelos hijo, así como el hecho de que su propia embarcación se zarandeó con fuerza dos horas más tarde a consecuencia del oleaje provocado por el navío alemán.

Ya a la mesa, me obsequió con un espléndido vino chileno. Comenté entonces que admiraba y releía con frecuencia los pasajes que su padre había dedicado a Durango, lo que nos llevó a conversar sobre la estética, las teorías educativas, el hispanismo, el amor a la lengua española y tantas otras preocupaciones más del autor del Ulises criollo. Me miró con asombro y preguntó: ¿Cómo es que sabe usted tanto de Vasconcelos?, a lo que repuse que lo había leído (no todo, por supuesto) y que compartía algunos de sus puntos de vista.

José I. Vasconcelos es un hombre de noventa años, en perfectas condiciones de salud y con una lucidez y una memoria extraordinarias. Su infancia transcurrió entre los Estados Unidos y Europa; se recibió de ingeniero en Madrid, en el Colegio de los Jesuitas, y cursó posteriormente una maestría en Texas. Su existencia trashumante lo dotó de una cultura amplia y profunda. Trabajó para los Ferrocarriles Nacionales de México y viajó extensamente por América del Sur. Conocedor de la herencia precolombina y del legado de los conquistadores, está convencido, como su padre, de que la mejor herencia fue la lengua española. Ha sido presidente de una sociedad hispanista y organizado ciclos de conferencias sobre los monarcas españoles.

Como prueba de su estimación, para los postres me agasajó con un rebanada del Boston Fruit Cake, postre tradicional en los Estados Unidos para las fiestas decembrinas y que él disfruta enormemente como consecuencia de su estancia en ese país. Luego, lo guardó en su caja metálica y lo puso  buen resguardo.

Al despedirme, puso en mis manos un ejemplar de su texto Medio milenio de hispanidad americana (EDAMEX, 1991), edición ya agotada. En realidad, me hizo un regalo mucho más valioso: su tiempo, su conversación y el tener un atisbo de su padre desde adentro.


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