HISTORIA DE UN
CIEMPIÉS
Hace unos días la ciudad de
Durango se vio invadida por una plaga de gusanos. Cuando encontré el primero en un patio de mi casa y me di cuenta
de que tenía muchas patitas, pensé que quizá era un ciempiés recién nacido. De
todos modos, lo mandé al paraíso de los ciempiés, como suelo decir. Al día
siguiente, aparecieron más en el jardín y en el otro patio, así como también
llegó un aviso de la administración sugiriendo que fumigáramos nuestro jardín.
Todo esto me hizo recordar mi encuentro con un ciempiés hace diez años, cuando
me mudé a esta casa, el fraccionamiento era casi campo y la ciudad no nos había
alcanzado.
Una noche, encontré un pequeño animal que nunca había visto antes y
que se esforzaba por subir los escalones de entrada a mi casa. Parecía un ciempiés,
medía unos diez centímetros y tenía numerosas patitas. Nunca antes había
visto uno. Quise seguir la doctrina budista que recomienda no dar muerte a
ningún animal vivo (en Durango no sería posible actuar así en relación con los
alacranes porque la mortandad sería enorme. Por ejemplo, este año se
contabilizan ya más de tres mil personas picadas por este arácnido), así que lo
recogí cuidadosamente con el recogedor
de basura. Luego, caminé hasta la entrada del fraccionamiento y lo solté entre
las hierbas. Le recomendé, como si pudiera escucharme y hacerme caso, que no
volviera a las cercanías de mi casa.
No era extraño encontrar
culebras, lagartijas, arañas en los lotes baldíos cuando hacía mucho calor y la
hierba había crecido o cuando se iniciaba alguna construcción que los privaba
de su hábitat. En esos días, había muy pocas casas habitadas en el fraccionamiento.
La mía fue la numero catorce y era la única en la mitad izquierda del
fraccionamiento, así que se volvía imprescindible acostumbrarse a estas
sorpresas. Por fortuna, en esta área de la ciudad no es común encontrar
alacranes aunque siempre existía la posibilidad de que alguno viniera escondido
en el material de construcción como ocurre en el cuento “Muerte por alacrán”,
de la escritora uruguaya Armonía Somers.
Una noche, cuando ya me había
olvidado del ciempiés y rogaba no encontrarme con una culebra, lo vi de nuevo. Había crecido y medía ya entre
veinticinco y treinta centímetros. De nuevo, intentaba subir los escalones de
la casa. Lo aparté con un palo, entré en la casa y tomé un insecticida. Sin
compasión, lo rocié abundantemente. Se negaba a morir. Entonces, lo empujé con
el palo hacia el centro de la calle y ahí lo dejé. Todavía pataleaba con
algunas de sus patas. Ignoro si lo aplastó algún vehículo o si se fue hacia el parque y, luego, al paraíso
de los ciempiés.