LA GUERRA NO TIENE
ROSTRO DE MUJER
En octubre de 2015 la Academia
Sueca otorgó a la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich (1948) el Premio
Nobel de Literatura por su libro La
guerra no tiene rostro de mujer al que consideró una “obra polifónica, un monumento
al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo”. Este libro empezó a circular
tanto en España como en nuestro país en noviembre de 2015. La autora confiesa
que la primera versión de su texto fue rechazada para la publicación porque se
consideró cruel y demasiado dolorosa; sin embargo, no se dio por vencida: la
revisó y logró que su segunda versión fuera aceptada.
En el prólogo, Alexiévich
reflexiona sobre el hecho de que todo lo que se ha escrito sobre las
innumerables guerras en nuestro planeta ha sido hecho por los hombres y que la
voz de la mujer ha estado ausente y olvidada, no obstante su participación. Por ello, se propuso
rescatarla pues, según un historiador cuyo nombre no se revela, “En el ejército
soviético hubo cerca de un millón de mujeres. Dominaban todas las
especialidades militares, incluso las más “masculinas”. Fueron conductoras de
carros de combate, tankistas, zapadoras (soldados que se dedican a la
construcción de puentes y que buscan minas enterradas), enfermeras, doctoras,
pilotos, partisanas (personas que pertenecen a la resistencia), cocineras, y
todo lo que se necesitara para enfrentar
al poderoso ejército alemán.
La autora ha agrupado las
entrevistas que componen este volumen según lo que las entrevistadas fueron
comentando. Así, en el índice leemos: “No quiero recordar”, “Deberíais crecer,
niñas…Estáis muy verdes aún”, “Yo fui la única que regresé con mi madre”, “En
nuestra casa viven dos guerras”, “Nos condecoraban con unas medallas pequeñas”,
“No era yo”, “Recuerdo aquellos ojos”, “Nosotras no disparamos”, “Se
necesitaban soldados…Pero lo que nosotras queríamos era estar guapas”,
“Señoritas, ¿saben ustedes que la esperanza de vida de un jefe de la sección de
zapadores es de dos meses?”, “Una mirada, una sola”, “Y la patata de primavera
es diminuta”, “Mamá ¿cómo es papá?”, “Se puso la mano allí en el corazón”, “De
repente sentí un irresistible deseo de vivir”.
Es imposible leer este libro de
un tirón. Las historias narradas son dolorosas y admirables al mismo tiempo.
Por ejemplo, la de una mujer a la que le amputaron las dos piernas sin
anestesia, con una sierra común y corriente, sobre una mesa, sin antibióticos y
que no expresó ni una queja. Además, el médico también había perdido las dos
piernas.
Hubo muchas mujeres que apenas
tenían dieciséis años cuando se unieron a las fuerzas armadas y muchas, al terminar la guerra, tenían diecinueve. Una
confesó: “En la guerra, el alma del ser humano envejece. Después de la guerra
jamás volví a ser joven”. Sí se casó y tuvo cinco hijos, pero agrega “Lo
recuerdo y tengo la sensación que de que no era yo, sino otra chica”. Otra
mujer, francotiradora, recibió después de la victoria dos órdenes de la Gloria
y cuatro medallas. Sin embargo, al regresar a su país la sorprendieron estas
dolorosas palabras: “¡Cómo nos recibió la Patria! No puedo contarlo sin llorar.
Han pasado cuarenta años, pero incluso ahora me arden las mejillas, Los hombres
no abrían la boca y las mujeres…nos gritaban: ‘Sabemos lo que estuvisteis
haciendo allí’ Os insinuasteis a nuestros hombres con vuestros chochos jóvenes.
Sois las putas del frente…Perras militares’ Los insultos no faltaban, el ruso
es rico…” Qué triste y doloroso que sean precisamente las mujeres las que
ofenden a aquéllas que sufrieron, regresaron mutiladas y muertas de hambre sin
reconocer el mérito y el valor de aquellas que ayudaron a conseguir la
victoria, a quebrar la espina dorsal del poderoso ejército alemán, y a
conseguir la victoria, como dijo otra.
Resulta también conmovedor cómo
aun en el momento de la muerte se siente apego a la tierra. María Vasilievna
Pavlovez, relata el siguiente episodio ocurrido cuando ya los rusos habían
entrado en territorio alemán: “Recuerdo a un alemán herido, tumbado, se
agarraba a la tierra, la herida le dolía; se le acercó nuestro soldado: ‘¡No
toques eso, es mi tierra! La tuya está allí de donde has venido…’”
Otra joven, que fue sargento y
jefa de una pieza de artillería, recuerda que ella era fuerte y que durante la
guerra surgieron en su organismo unas “fuerzas inexplicables”. Cuando oyeron
por la radio que habían ganado la guerra, dio la alerta y dictó su última
orden: “Acimut: quince, cero, cero. Ángulo de elevación: diez, cero. ¡Espoleta:
ciento veinte; tiempo, diez! Yo misma participé en el cierre y disparé cuatro
proyectiles en honor a nuestra Victoria…Saludamos la Victoria disparando
nuestras armas personales, nos abrazábamos y nos besábamos. Bebíamos vodka y
cantábamos. Después lloramos durante toda una noche y un día…”
Los rusos siempre han sostenido
que fueron ellos los que ganaron la guerra: entraron en Alemania en mayo de
1944. El desembarco de los aliados en Normandía fue el 6 de junio de ese mismo
año. Un mes de diferencia. La batalla más cruenta en territorio ruso fue la de Stanlingrado
y se ha escrito que Rusia perdió veinte millones de seres humanos durante la
guerra, unos en la lucha armada, otros muriendo de hambre o de frío.
Este libro, que por momentos
logra que las lágrimas asomen a los ojos y que el lector se vea obligado a
cerrar el volumen, es un testimonio extraordinario de la lucha, la entrega, el
valor y el sacrificio de las mujeres rusas. La autora recorrió el vastísimo
territorio ruso buscando a las mujeres que entrevistaría. Seleccionó las que
componen este libro, pero muchas se quedaron en el tintero.
Bravo por las valientes mujeres
que lucharon al lado de los hombres en la Segunda Guerra Mundial y que, a su
regreso, sufrieron el rechazo y el desprecio de los que se quedaron en sus
casas.
Bien merecido el Premio Nobel por Svetlana Alexiévich.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario