sábado, 28 de mayo de 2016

Aventuras con los dentistas. Espero sonrían. Me falta contarles otra, pero será otra vez.

ANDANZAS Y COMPLICACIONES EN EL CUIDADO DE MIS DIENTES

Hace unos días empecé a asistir con un estupendo odontólogo de Durango, cuyo consultorio no está ubicado en una zona elegante de la ciudad, pero espléndidamente equipado y, además, relativamente cerca de mi casa. Afortunadamente, no requería más que de una incrustación y de una limpieza general. Mientras esperaba mi turno en el consultorio, recordé otras visitas a dentistas en la Ciudad de México y la que incluyo a continuación que ocurrió en la ciudad de San Antonio, Texas, quizá en 1992, cuando yo trabajaba para la UNAM en esa ciudad. Por ello, considero ahora oportuno reproducirla aunque la escribí a mi regreso a Durango y se publicó en el periódico El Sol de Durango, el 21 de junio de 1996.

A BORDO DE UN SILLÓN DE DENTISTA

Un agudo dolor detrás de la última muela inferior derecha me despertó una mañana. El espejo reveló un piquito blanco  que asomaba tímidamente. “Otra terrible muela del juicio”, pensé. La extracción de la anterior me dejó como boxeador derrotado por Julio César Chávez (en días más felices) después de doce rounds de fragorosa lucha. Se imponía, pues, una visita al dentista. Nunca imaginé que el solo hecho de pedir una cita con el doctor Olson equivalía a comprar un boleto para un viaje espacial que, aunque con escalas forzosas en otras épocas y en otros sitios, me transportó al año 2005.

Llegué con toda puntualidad al número 102 norte de la avenida San Pedro, en la ciudad de San Antonio, Texas. Un  aire extraño se respiraba en el ambiente del consultorio que de inmediato impresionaba por su eficiencia y modernidad. El dentista entró vestido con un elegante beige, como ejecutivo de banco, me saludó, me pidió que abriera la boca y me anunció que no veía nada anormal. No obstante, era imposible precisar la causa del dolor sin ¡una radiografía de los 32 dientes!

Entonces apareció la técnica en rayos X y en limpieza. Para desempeñar estas labores, me informó, había estudiado dos años en la universidad. Tras la valoración  de las radiografías, el doctor Olson concluyó que se trataba de una pequeña calcificación, debida a una limpieza defectuosa y sin dejar de observar que mis otras amalgamas  estaban viejas y que pronto deberían cambiarse. Me sentí tercermundista y, para colmo, sucia. Decidió que un buen aseo bastaría para acabar con las molestias.

Así empezó el viaje espacial. Nunca antes me habían limpiado los dientes de manera supersónica y con un equipo tan sofisticado. La técnica cambió su atuendo por una especie de viaje espacial de un material plateado y se cubría el rostro con una máscara contra desagradables salpicaduras y contagios. Lista para ocuparse de mi dentadura, me acomodó en el sillón, cuyo asiento, totalmente reclinable, me dejó con el torso casi a nivel del piso y con los pies muy por encima de la cabeza. Parecía más bien un ejercicio para estimular la circulación y que la sangre irrigara el cerebro. Indefensa, el terror empezó a apoderarse de mí.

La técnica me introdujo en la boca un aparato que manaba agua sin cesar y me pidió que me enjuagara. Luego, me colocó el inyector de saliva, supuestamente encargado de succionar el agua arrojada por el otro aparato. Las instrucciones fueron “sorba como si estuviera bebiendo con un popote”.  Ya por la incómoda postura, ya por el desconocimiento del método, el resultado fue que no pude seguir las instrucciones y terminé tragando agua con sangre con mucha frecuencia.  A este agradable sabor, se sumaba mi sensación de torpeza e incapacidad para entrar en la modernidad sin traspiés.  Resignándose ante lo que debió considerar primitivismo puro, la técnica me trajo un vasito y lo colocó a un lado.

Quedé con los dientes relucientes y dignos de una sonrisa Colgate o Crest, pero avergonzada. Me levanté un poco mareada, incómoda y afirmé que sí, claro, volvería a los seis meses para una nueva sesión de limpieza.

Durante la amarga experiencia, mi mente se refugió en la literatura. García Márquez me trajo consuelo con su cuento “Un día de estos” y me hizo sonreír. El cuento trataba sobre un dentista, en un pobre villorrio de Colombia, que le extrae una cordial inferior al alcalde, sin anestesia y sin siquiera emborrachar al paciente para que sufriera menos. El narrador señala que el dentista hierve los instrumentos para esterilizarlos; sin embargo, apunta que el techo y las paredes del consultorio estaban salpicadas con  innumerables cagarrutas de moscas. Las medidas de higiene consistieron en recomendarle al paciente que se acostara e hiciera buches de agua. Por supuesto, se trata de una venganza política porque cuando se queda solo, el dentista dice: “Con ésta nos paga varios muertos, alcalde”.


¡Qué tiempos, señor don Simón!, diría mi abuela. ¡Qué contrastes”, añadiría yo. En tantos habitan en un mundo con métodos apenas superiores al barbero de Cervantes, otros pueden realizar viajes espaciales de turismo o de limpieza dental, sentados un sillón de dentista y sin despegar los pies de la tierra. 

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