ANDANZAS Y
COMPLICACIONES EN EL CUIDADO DE MIS DIENTES
Hace unos días empecé a asistir
con un estupendo odontólogo de Durango, cuyo consultorio no está ubicado en una
zona elegante de la ciudad, pero espléndidamente equipado y, además,
relativamente cerca de mi casa. Afortunadamente, no requería más que de una
incrustación y de una limpieza general. Mientras esperaba mi turno en el
consultorio, recordé otras visitas a dentistas en la Ciudad de México y la que
incluyo a continuación que ocurrió en la ciudad de San Antonio, Texas, quizá en
1992, cuando yo trabajaba para la UNAM en esa ciudad. Por ello, considero ahora
oportuno reproducirla aunque la escribí a mi regreso a Durango y se publicó en
el periódico El Sol de Durango, el 21
de junio de 1996.
A BORDO DE UN SILLÓN
DE DENTISTA
Un agudo dolor detrás de la última
muela inferior derecha me despertó una mañana. El espejo reveló un piquito
blanco que asomaba tímidamente. “Otra
terrible muela del juicio”, pensé. La extracción de la anterior me dejó como
boxeador derrotado por Julio César Chávez (en días más felices) después de doce
rounds de fragorosa lucha. Se imponía, pues, una visita al dentista. Nunca
imaginé que el solo hecho de pedir una cita con el doctor Olson equivalía a
comprar un boleto para un viaje espacial que, aunque con escalas forzosas en
otras épocas y en otros sitios, me transportó al año 2005.
Llegué con toda puntualidad al
número 102 norte de la avenida San Pedro, en la ciudad de San Antonio, Texas.
Un aire extraño se respiraba en el
ambiente del consultorio que de inmediato impresionaba por su eficiencia y
modernidad. El dentista entró vestido con un elegante beige, como ejecutivo de
banco, me saludó, me pidió que abriera la boca y me anunció que no veía nada
anormal. No obstante, era imposible precisar la causa del dolor sin ¡una
radiografía de los 32 dientes!
Entonces apareció la técnica en
rayos X y en limpieza. Para desempeñar estas labores, me informó, había
estudiado dos años en la universidad. Tras la valoración de las radiografías, el doctor Olson concluyó
que se trataba de una pequeña calcificación, debida a una limpieza defectuosa y
sin dejar de observar que mis otras amalgamas estaban viejas y que pronto deberían
cambiarse. Me sentí tercermundista y, para colmo, sucia. Decidió que un buen
aseo bastaría para acabar con las molestias.
Así empezó el viaje espacial.
Nunca antes me habían limpiado los dientes de manera supersónica y con un
equipo tan sofisticado. La técnica cambió su atuendo por una especie de viaje
espacial de un material plateado y se cubría el rostro con una máscara contra
desagradables salpicaduras y contagios. Lista para ocuparse de mi dentadura, me
acomodó en el sillón, cuyo asiento, totalmente reclinable, me dejó con el torso
casi a nivel del piso y con los pies muy por encima de la cabeza. Parecía más
bien un ejercicio para estimular la circulación y que la sangre irrigara el
cerebro. Indefensa, el terror empezó a apoderarse de mí.
La técnica me introdujo en la
boca un aparato que manaba agua sin cesar y me pidió que me enjuagara. Luego,
me colocó el inyector de saliva, supuestamente encargado de succionar el agua
arrojada por el otro aparato. Las instrucciones fueron “sorba como si estuviera
bebiendo con un popote”. Ya por la
incómoda postura, ya por el desconocimiento del método, el resultado fue que no
pude seguir las instrucciones y terminé tragando agua con sangre con mucha
frecuencia. A este agradable sabor, se
sumaba mi sensación de torpeza e incapacidad para entrar en la modernidad sin
traspiés. Resignándose ante lo que debió
considerar primitivismo puro, la técnica me trajo un vasito y lo colocó a un
lado.
Quedé con los dientes relucientes
y dignos de una sonrisa Colgate o Crest, pero avergonzada. Me levanté un poco
mareada, incómoda y afirmé que sí, claro, volvería a los seis meses para una
nueva sesión de limpieza.
Durante la amarga experiencia, mi
mente se refugió en la literatura. García Márquez me trajo consuelo con su
cuento “Un día de estos” y me hizo sonreír. El cuento trataba sobre un
dentista, en un pobre villorrio de Colombia, que le extrae una cordial inferior
al alcalde, sin anestesia y sin siquiera emborrachar al paciente para que
sufriera menos. El narrador señala que el dentista hierve los instrumentos para
esterilizarlos; sin embargo, apunta que el techo y las paredes del consultorio
estaban salpicadas con innumerables
cagarrutas de moscas. Las medidas de higiene consistieron en recomendarle al
paciente que se acostara e hiciera buches de agua. Por supuesto, se trata de
una venganza política porque cuando se queda solo, el dentista dice: “Con ésta
nos paga varios muertos, alcalde”.
¡Qué tiempos, señor don Simón!,
diría mi abuela. ¡Qué contrastes”, añadiría yo. En tantos habitan en un mundo
con métodos apenas superiores al barbero de Cervantes, otros pueden realizar
viajes espaciales de turismo o de limpieza dental, sentados un sillón de
dentista y sin despegar los pies de la tierra.
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