EN RECUERDO DE IRENE
ARIAS
La última tarde que la vi con
vida estaba muy bien, le habían puesto un pijama de bonitos colores, se había maquillado
y estaba más lúcida que otras veces. Como siempre, conversamos sobre lo que a
ella le interesaba, es decir, lo que ocurría en la ciudad en cuanto a los
eventos culturales. Le mostré un libro con ilustraciones de Gauguin que
disfrutó mucho y tomamos café con galletas. Al despedirme, cuando ya estaba yo
en la puerta, me gritó: ¡María Rosa! Me detuve, volteé a verla y me dijo con
una voz contundente: “Te quiero mucho”. Le respondí, “Y yo a ti”. Quizá
presentía que no volveríamos a vernos.
Nació en Mazatlán en 1936 y, en
su infancia, vivió unos cuantos años en esta ciudad. Asistió al colegio Sor
Juana Inés de la Cruz, donde yo también era alumna, pero estábamos en distinto
grado. Luego, la familia regresó a Mazatlán y, de ahí, se mudaron a la Ciudad
de México. Allí Irene estudió pintura en La Esmeralda y llegó a ser una alta
ejecutiva de American Express. Nunca la vi allá y nuestra amistad surgió cuando
tanto ella como yo regresamos a Durango. Ella, en 1992 y yo en 1995 cuando una
mañana que fui al Hotel Casablanca la encontré tomando café. A partir de
entonces, nos reunimos casi diariamente de 12:00 a 13:00 y, al final de su
vida, cuando todavía se atrevía a salir, de cinco a seis de la tarde. Después,
la visité semanalmente en su casa, aunque luego espacié un poco mis visitas.
Recuerdo ahora tres ocasiones en
que nos pusimos de acuerdo para viajar a la Ciudad de México. Ella se hospedaba
en casa de su hermana Leticia y yo en el departamento de una amiga en la
Colonia Nápoles. Dedicábamos toda la mañana a recorrer con calma uno o dos
museos en el centro de la ciudad. Luego, comíamos juntas y, a las 5:00 p.m.,
ella tomaba un taxi para regresar a Ciudad Satélite.
En una ocasión compartimos el desayuno con la poeta Thelma Nava, que fue esposa de Efraín
Huerta, su hija Raquel y otras mujeres dedicadas a la literatura. Dos ellas,
cuyos nombres se me escapan ahora, colaboraban en la revista FEM, que meses después desapareció. La
recuerdo especialmente porque en esa revista me publicaron mi primer cuento:
“El miedo”.
Una mañana pasamos largo rato en
el Museo Rufino Tamayo cuando se montó una exposición sobre Jorge Luis Borges.
No había casi fotografías sino borradores de múltiples textos cuando todavía
podía ver y escritos con una letrita minúscula casi imposible de descifrar.
También admiramos las togas que usó en las distintas ocasiones en que varias
universidades le confirieron el grado de Doctor Honoris Causa.
En otra ocasión, esta vez en
Bellas Artes, admiramos una exposición retrospectiva de la obra de Diego
Rivera. Luego, para reponer energías y continuar la visita con más ánimo,
bajamos tomar un café en la cafetería del
Palacio de Bellas Artes. En esos momentos pasaba por ahí Enrique Diemecke, en
ese entonces, director de la Orquesta Sinfónica de Bellas Artes y se detuvo a
saludarnos.
En una ocasión al salir del Museo
de Arte Moderno, me dijo Irene: ¿Por qué no comemos en el Hotel Niko? Le
contesté: no traigo dinero suficiente. Repuso: no importa, yo pago la cuenta y
tú pones la propina. Así lo hicimos, disfrutamos de un platillo exótico (Irene
tenía que seguir una dieta muy estricta) y, al salir, casi a las 5 de la tarde,
nos despedimos.
Planeamos después realizar un
viaje a Europa para visitar especialmente Viena, Praga y Budapest, ciudades que
no conocíamos, pero por distintas razones fuimos posponiendo la fecha y luego
ella enfermó como consecuencia de una fractura de cadera que la recluyó en su
casa y fue minando su ya delicada salud. Por mi parte, empecé con problemas de
circulación en las pantorrillas y ya no era recomendable pasar tantas horas en
el avión. Sin embargo, me queda el recuerdo de las horas pasadas planeando qué
visitaríamos y qué nos interesaba en particular.
Irene amaba la pintura abstracta
aunque de vez en cuando practicaba la pintura figurativa. Tuvo tres grandes
exposiciones en la ciudad de Durango, expuso en Nueva York, en la Ciudad de
México y en otros lugares. También pintó algunos retratos y un bodegón.
Insistía en que había pintado un mural para el restaurante del Hotel
Casablanca, pero nunca lo vi.
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