sábado, 16 de abril de 2016

Memorias del Dr. Gabriel Guerrero Ibarra, escritor de los 450 autores.

MEMORIAS DE MIS DÍAS EN NOMBRE DE DIOS, DGO.:
 DR. GABRIEL GUERRERO IBARRA

Localizada a cincuenta kilómetros de la ciudad de Durango, la Villa de Nombre de Dios (y, conocida a veces, sólo como la Villa) a mediados del siglo veinte era un pueblo alejado de la capital por la falta de medios de comunicación. Tenía vida propia, tiendas, casas antiguas que eran el orgullo de sus propietarios y era famosa por las gorditas. Los domingos recibía muchos visitantes procedentes de la capital del estado que iban a disfrutar de los parajes a las orillas de los ríos Tunal y de la Villa cuyas aguas entonces no estaban contaminadas y fluían alegres y cantarinas todo el tiempo porque todavía no existía la presa Guadalupe Victoria. En este poblado se estableció el Dr. Gabriel Guerrero Ibarra para cumplir con su servicio social antes de recibir su título de médico cirujano.  Producto de esa experiencia es el libro Relatos intrascendentes recientemente publicado por el Instituto de Cultura del Estado dentro de la colección Autores del 450.

A su llegada al pueblo, Guerrero Ibarra se muestra maravillado por el paisaje: ¡“Campiñas verdes! El gran Valle de Nombre de Dios se abrió como una cuchillada en el paisaje; pacía el ganado tranquilo sobre el rico pasto, se dormían todos los matices del verde sobre la sabana inmensa”. Más adelante, se dará cuenta de que esta belleza no remedia la suciedad, la miseria, la pobreza de los habitantes. Después de atender un parto difícil cuando no logra salvar a la criatura, reflexiona sobre el abandono en que viven los pueblos: “Hubiera querido decirle allí, que  en toda la Patria los niños de su edad se mueren a millones. Que la muerte no se la debía a la enfermedad sino a la ignorancia y al hambre”.

En su primera noche en Nombre de Dios, Guerrero Ibarra exclama: “Otros podrán verle lo bello, descubrir todo lo ameno, menos el lodazal, y yo estaba allí para aliviar con mis manos aquella carne miserable y ruda”. Y así le acontece aquella noche porque van a buscarlo para que atienda el parto de una infeliz mujer tirada en el suelo. Guerrero Ibarra escribe: “Llegué apenas a tiempo; volví el cordón umbilical a su sitio salvando de la asfixia al hombre que venía. En maniobras extenuantes para la enferma y para mí pasé gran parte de la noche”.  Líneas más abajo exclama: “¡Entrañas de mi pueblo! ¡Si mis manos pudieran cambiarte los destinos…!”

El libro está integrado por veinte textos que más que memorias parecen cuentos; por ejemplo, el capítulo IV  recuerda mucho el relato  “No oyes ladrar los perros”, de Juan Rulfo, que fue publicado muchos años después. La historia ocurre en la noche, en la soledad, lejos del pueblo y son dos personajes, uno viejo y otro joven con un desenlace que dista de ser feliz:

  La boca de la mina abandonada se abría como una antesala del Infierno. 
 Abajo, a trescientos metros de profundidad corrían las anchas vetas de oro.
 Allí  dormían como el pueblo su sueño de cuatrocientos años.
 Bajo la luna, dos siluetas avanzaban medrosamente. Llevaban sendos costales vacíos en las manos.

El estado de Durango es famoso en el país por la abundancia de los alacranes. Hay quienes se dedican a criarlos para luego, ya muertos, incorporarlos a objetos de artesanía: un reloj de pared, una charola, una taza, un cenicero. Otros toman la forma del alacrán para convertirlo en dulces típicos que los turistas y los paisanos compran con mucho gusto. Incluso, hoy día se anuncia que en un restaurante de la calle Constitución se preparan carnes que van adornadas con uno o dos alacranes.

Guerrero Ibarra narra en un texto que en medio de la noche fueron a buscarlo para que salvara a un hombre que completamente embriagado, buscó  refugio de la lluvia en una cueva donde abundaban los alacranes. ¿Cuántos deben de haberle picado? No lo sabía el doctor, pero habían sido muchos porque el hombre se debatía entre la vida y la muerte. Sin embargo, triunfó la vida y los conocimientos del médico y esa experiencia la recuerda así: “Fue la peor lucha de mi vida, pero ¡amaneció! El guiñapo aquel dormía tranquilamente”.

Podríamos decir que los textos están impregnados de poesía; por ejemplo, cuando habla del agua: “El pueblo acostumbraba lavarse con lluvia en las mañanas…Era el agua tan clara que logró al fin lavarme el corazón”.  En varios momentos queda fascinado por la belleza y la inocencia de las mujeres jóvenes a las que contempla con ansia. Veamos este ejemplo: “Pasó como un chorro de luz deslumbrando mis ojos”. Cuando llega el momento de volver a la ciudad, Guerrero Ibarra reflexiona: “El hombre de la ciudad dejó el sitio que había usurpado al oso de mis sierras…”

Hasta ahora, conocemos en Durango las memorias de su servicio social de  tres médicos.  El Dr. Salvador Castaños tituló su libro Memorias de un médico rural donde narra su experiencia en Guatimapé (antes llamado Patos por el gran número de aves migratorias que pasaban el invierno en la laguna de Santiaguillo. Fue en el municipio de Canelas, en la Sierra, de muy difícil acceso en los días cuando el Dr. Jaime Quiñones cumplió con su servicio social; las memorias de esa experiencia se titula Los abrazos no hacen ruido. El tercero, del que nos ocupamos en este texto, es el Dr. Gabriel Guerrero Ibarra quien, además de su carrera como médico,  escribió poesía; Óscar Jiménez Luna, autor del estudio preliminar, nos informa que sus poemas fueron reunidos en 1997 en un volumen titulado Retorno y otros poemas. Además, escribió guiones y argumentos para el cine.


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