MEMORIAS DE MIS DÍAS
EN NOMBRE DE DIOS, DGO.:
DR. GABRIEL GUERRERO IBARRA
Localizada a cincuenta kilómetros
de la ciudad de Durango, la Villa de Nombre de Dios (y, conocida a veces, sólo
como la Villa) a mediados del siglo veinte era un pueblo alejado de la capital
por la falta de medios de comunicación. Tenía vida propia, tiendas, casas
antiguas que eran el orgullo de sus propietarios y era famosa por las gorditas.
Los domingos recibía muchos visitantes procedentes de la capital del estado que
iban a disfrutar de los parajes a las orillas de los ríos Tunal y de la Villa
cuyas aguas entonces no estaban contaminadas y fluían alegres y cantarinas todo
el tiempo porque todavía no existía la presa Guadalupe Victoria. En este
poblado se estableció el Dr. Gabriel Guerrero Ibarra para cumplir con su
servicio social antes de recibir su título de médico cirujano. Producto de esa experiencia es el libro Relatos intrascendentes recientemente
publicado por el Instituto de Cultura del Estado dentro de la colección Autores
del 450.
A su llegada al pueblo, Guerrero
Ibarra se muestra maravillado por el paisaje: ¡“Campiñas verdes! El gran Valle
de Nombre de Dios se abrió como una cuchillada en el paisaje; pacía el ganado
tranquilo sobre el rico pasto, se dormían todos los matices del verde sobre la
sabana inmensa”. Más adelante, se dará cuenta de que esta belleza no remedia la
suciedad, la miseria, la pobreza de los habitantes. Después de atender un parto
difícil cuando no logra salvar a la criatura, reflexiona sobre el abandono en
que viven los pueblos: “Hubiera querido decirle allí, que en toda la Patria los niños de su edad se
mueren a millones. Que la muerte no se la debía a la enfermedad sino a la
ignorancia y al hambre”.
En su primera noche en Nombre de
Dios, Guerrero Ibarra exclama: “Otros podrán verle lo bello, descubrir todo lo
ameno, menos el lodazal, y yo estaba allí para aliviar con mis manos aquella
carne miserable y ruda”. Y así le acontece aquella noche porque van a buscarlo
para que atienda el parto de una infeliz mujer tirada en el suelo. Guerrero
Ibarra escribe: “Llegué apenas a tiempo; volví el cordón umbilical a su sitio
salvando de la asfixia al hombre que venía. En maniobras extenuantes para la
enferma y para mí pasé gran parte de la noche”.
Líneas más abajo exclama: “¡Entrañas de mi pueblo! ¡Si mis manos
pudieran cambiarte los destinos…!”
El libro está integrado por
veinte textos que más que memorias parecen cuentos; por ejemplo, el capítulo IV recuerda mucho el relato “No oyes ladrar los perros”, de Juan Rulfo,
que fue publicado muchos años después. La historia ocurre en la noche, en la
soledad, lejos del pueblo y son dos personajes, uno viejo y otro joven con un
desenlace que dista de ser feliz:
La boca de la mina abandonada se abría como
una antesala del Infierno.
Abajo,
a trescientos metros de profundidad corrían las anchas vetas de oro.
Allí dormían como el pueblo su sueño de
cuatrocientos años.
Bajo la luna, dos siluetas avanzaban
medrosamente. Llevaban sendos costales
vacíos en las manos.
El estado de Durango es famoso en
el país por la abundancia de los alacranes. Hay quienes se dedican a criarlos
para luego, ya muertos, incorporarlos a objetos de artesanía: un reloj de
pared, una charola, una taza, un cenicero. Otros toman la forma del alacrán
para convertirlo en dulces típicos que los turistas y los paisanos compran con
mucho gusto. Incluso, hoy día se anuncia que en un restaurante de la calle
Constitución se preparan carnes que van adornadas con uno o dos alacranes.
Guerrero Ibarra narra en un texto
que en medio de la noche fueron a buscarlo para que salvara a un hombre que completamente
embriagado, buscó refugio de la lluvia
en una cueva donde abundaban los alacranes. ¿Cuántos deben de haberle picado?
No lo sabía el doctor, pero habían sido muchos porque el hombre se debatía
entre la vida y la muerte. Sin embargo, triunfó la vida y los conocimientos del
médico y esa experiencia la recuerda así: “Fue la peor lucha de mi vida, pero
¡amaneció! El guiñapo aquel dormía tranquilamente”.
Podríamos decir que los textos
están impregnados de poesía; por ejemplo, cuando habla del agua: “El pueblo
acostumbraba lavarse con lluvia en las mañanas…Era el agua tan clara que logró
al fin lavarme el corazón”. En varios
momentos queda fascinado por la belleza y la inocencia de las mujeres jóvenes a
las que contempla con ansia. Veamos este ejemplo: “Pasó como un chorro de luz
deslumbrando mis ojos”. Cuando llega el momento de volver a la ciudad, Guerrero
Ibarra reflexiona: “El hombre de la ciudad dejó el sitio que había usurpado al
oso de mis sierras…”
Hasta ahora, conocemos en Durango
las memorias de su servicio social de
tres médicos. El Dr. Salvador
Castaños tituló su libro Memorias de un
médico rural donde narra su experiencia en Guatimapé (antes llamado Patos
por el gran número de aves migratorias que pasaban el invierno en la laguna de
Santiaguillo. Fue en el municipio de Canelas, en la Sierra, de muy difícil
acceso en los días cuando el Dr. Jaime Quiñones cumplió con su servicio social;
las memorias de esa experiencia se titula Los
abrazos no hacen ruido. El tercero, del que nos ocupamos en este texto, es
el Dr. Gabriel Guerrero Ibarra quien, además de su carrera como médico, escribió poesía; Óscar Jiménez Luna, autor
del estudio preliminar, nos informa que sus poemas fueron reunidos en 1997 en
un volumen titulado Retorno y otros
poemas. Además, escribió guiones y argumentos para el cine.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario