DE CÓMO CONOCÍ A LAS
ALCACHOFAS
Hace unos días estuve en
Querétaro en la rumbosa boda de un sobrino. En el menú de la cena, como segundo
tiempo, se leía: Veloute de alcachofas
frescas con manzanas estofadas y piñón. Primero, nos llevaron un plato
hondo vacío, en cuyo fondo había unos trocitos que seguramente eran
queso o piñón. Luego, nos sirvieron una exquisita sopa de alcachofas que me
gustó muchísimo y que, para mí, hubiera sido suficiente para la cena. Me pareció
una delicia del paraíso.
Días más tarde, en la Ciudad de
México, me invitó a comer una amiga. Después de la sopa, ¿saben qué había?
Alcachofas. Son unas verduras en las que uno tiene que arrancar hoja por hoja,
mojar cada una en la vinagreta y paladear la parte inferior hasta llegar al
corazón, que es delicioso. En algunos restaurantes
rellenan cada hoja con queso, jamón o
algún otro condimento, así el comensal no se muere de hambre ni se aburre.
Estas coincidencias trajeron a mi memoria cómo conocí a las alcachofas
pues en los años cincuenta o sesenta del siglo veinte en Durango no había ni
alcachofas, ni kiwis, ni plátano macho y, mucho menos, quesadillas o sopa de flor de calabaza y ni para qué hablar de quesadillas de huitlacoche, el cual se usaba
para alimento del ganado. En la Ciudad de México aprendí a apreciar estos
sabores y los extraño porque, confieso, que rara vez preparo sopa de flor de
calabaza porque hay que ir a comprarla al mercado y queda lejos. He inventado
otra sopa para sustituirla, pero no es lo mismo.
Las alcachofas y yo nos hicimos
amigas en el restaurante del Hotel Victoria, en Taxco, a comienzos de la década
de los sesenta. Una amiga y yo habíamos viajado hasta Acapulco para pasar allá
unos días. Antes de regresar a Durango, hicimos una parada en esa ciudad. A la
hora de la comida nos dirigimos al restaurante y el primer plato fue una
alcachofa. Sabiamente, mi amiga declinó y esperó hasta el platillo siguiente.
En cambio, yo decidí probar a ver qué era. No
sabía cómo se comía así que miré alrededor pero el restaurante estaba vacío.
Tampoco me animé a preguntarle qué hacer al mesero. Entonces, armada de tenedor
y cuchillo traté de cortarla en pedazos, pero resistió. El mesero me miraba
atónito pero no decía nada. En ese momento,
entraron unos comensales al restaurante y empezaron a comer sus alcachofas.
Rápidamente, imité su ejemplo y al fin llegué
al corazón de mi ya destrozada alcachofa.
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