sábado, 30 de abril de 2016

Mi aventura con las alcachofas

DE CÓMO CONOCÍ A LAS ALCACHOFAS

Hace unos días estuve en Querétaro en la rumbosa boda de un sobrino. En el menú de la cena, como segundo tiempo, se leía: Veloute de alcachofas frescas con manzanas estofadas y piñón. Primero, nos llevaron un plato hondo vacío,  en cuyo  fondo había unos trocitos que seguramente eran queso o piñón. Luego, nos sirvieron una exquisita sopa de alcachofas que me gustó muchísimo y que, para mí, hubiera sido suficiente para la cena. Me pareció una delicia del paraíso.

Días más tarde, en la Ciudad de México, me invitó a comer una amiga.  Después de la sopa, ¿saben qué había? Alcachofas. Son unas verduras en las que uno tiene que arrancar hoja por hoja, mojar cada una en la vinagreta y paladear la parte inferior hasta llegar al corazón, que es delicioso.  En algunos restaurantes rellenan  cada hoja con queso, jamón o algún otro condimento, así el comensal no se muere de hambre ni se aburre.

Estas coincidencias trajeron  a mi memoria cómo conocí a las alcachofas pues en los años cincuenta o sesenta del siglo veinte en Durango no había ni alcachofas, ni kiwis, ni plátano macho y, mucho menos, quesadillas o sopa  de flor de calabaza y ni para qué hablar de quesadillas de huitlacoche, el cual se usaba para alimento del ganado. En la Ciudad de México aprendí a apreciar estos sabores y los extraño porque, confieso, que rara vez preparo sopa de flor de calabaza porque hay que ir a comprarla al mercado y queda lejos. He inventado otra sopa para sustituirla, pero no es lo mismo.

Las alcachofas y yo nos hicimos amigas en el restaurante del Hotel Victoria, en Taxco, a comienzos de la década de los sesenta. Una amiga y yo habíamos viajado hasta Acapulco para pasar allá unos días. Antes de regresar a Durango, hicimos una parada en esa ciudad. A la hora de la comida nos dirigimos al restaurante y el primer plato fue una alcachofa. Sabiamente, mi amiga declinó y esperó hasta el platillo siguiente.

 En cambio, yo decidí probar a ver qué era. No sabía cómo se comía así que miré alrededor pero el restaurante estaba vacío. Tampoco me animé a preguntarle qué hacer al mesero. Entonces, armada de tenedor y cuchillo traté de cortarla en pedazos, pero resistió. El mesero me miraba atónito pero no decía nada.  En ese momento, entraron unos comensales al restaurante y empezaron a comer sus alcachofas.


Rápidamente, imité su ejemplo y al fin llegué al corazón de mi ya destrozada alcachofa.  

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