LA DESPEDIDA
Al calzarme los zapatos, me miré
en el espejo del ropero, enfrente de la cama, y sentí un gran cansancio. Al
fondo, sobre la pared, observé el cuadro lleno de colorido que tanto le gustaba
a la dueña de la pensión. Me puse el abrigo y me dirigí a la puerta. No me di
cuenta de que el encendedor se había quedado sobre el buró. En el cajón, entre
las páginas de mi viejo libro de oraciones, oculté el poco dinero que me
quedaba. No importaba ya porque Umbelina
se había regresado a la aldea para
cuidar de los hijos de su hermana muerta, y ella era la que fumaba. El sombrero
colgaba en el perchero, cerca de la puerta de entrada, así que no me preocupé.
A través de la ventana llegaba un sonido estridente que anunciaba el trajín de
la calle.
Con dificultad bajé la escalera
y, antes de salir, acaricié el lomo del gato que dormitaba plácidamente en el
antepecho de la ventana de la sala. Sonreí al recordar el conocido refrán:
“ponle un cascabel al gato” que tanto repetían las mujeres de la aldea. No sé
por qué me asaltó en ese instante el recuerdo de un rinoceronte que ilustraba
una página del libro de lectura infantil que a veces hojeaba en el cuarto de
los niños que estaban a mi cuidado. Me gustaría estar en un lugar distante,
quizá de nuevo en el campo, donde pudiera respirar a mis anchas. Eso era ya
imposible. Alquilaba esa habitación en
la pensión desde hacía un mes cuando todo se derrumbó. La arquitectura de los
edificios en esa zona de la ciudad era de líneas vetustas, y así me sentía yo.
Salí y miré la nube gris que
amenazaba lluvia. Pasó velozmente un coche y tuve miedo. Era el último día que
viviría en la pensión y la sombra de lo ocurrido me afligía. Cuando llegué a
Madrid, pensé que era una etapa más en mi vida que serviría de enlace entre la
rutina plácida que con esfuerzo habíamos construido Umbelina y yo cuando nos
quedamos solas y antes de que Saturnino la despojara de la casa y de la vida
que nos aguardaba.
Ahora el futuro se veía gris como
la nube y como el humo que despedía la chimenea de una fábrica cercana. Caminé
unos pasos morosamente y me asomé con timidez al taller del alfarero cuyas
manos trabajaban con la arcilla. Observé que en el edificio de enfrente no
había corriente eléctrica y que reinaba la oscuridad.
Entonces percibí que el automóvil
que me conduciría al asilo se detenía frente a la pensión.
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