UNO
Tomasa era una burra grande,
demasiado alta para su sexo, con el pelaje café encrespado y en total descuido.
En otras palabras, no se parecía en absoluto al burro que inmortalizó Juan Ramón Jiménez en su Platero y yo. Inspiraba respeto por su gran tamaño. Sin embargo, cuando niña, yo solía cabalgar en su lomo si salíamos de excursión, guiando su trote con una vara sin llegar a lastimarla. Nos entendíamos bien. Los días de paseo Tomasa se veía libre de cargar rejas o bultos y yo disfrutaba de una cabalgadura a la altura de mis dotes de amazona.
En otras palabras, no se parecía en absoluto al burro que inmortalizó Juan Ramón Jiménez en su Platero y yo. Inspiraba respeto por su gran tamaño. Sin embargo, cuando niña, yo solía cabalgar en su lomo si salíamos de excursión, guiando su trote con una vara sin llegar a lastimarla. Nos entendíamos bien. Los días de paseo Tomasa se veía libre de cargar rejas o bultos y yo disfrutaba de una cabalgadura a la altura de mis dotes de amazona.
Llegábamos siempre las últimas de
la partida, bien porque yo me distraía mirando el paisaje, bien porque Tomasa
decidía fortalecer su dieta con el pasto del camino. Nada nos preocupaba;
conocíamos la senda y los terrenos por donde andábamos. Alguna vez, como para
recordarme que era ella quien mandaba, se detenía abruptamente frente a un
nopal o un maguey y amenazaba con desembarazarse de mí. Yo no respondía a su
provocación y, con la vara, la invitaba a reanudar la marcha. Así fuimos muchas
veces a sitios cercanos a Nombre de Dios; en ocasiones, para traer agua del
manantial; otras, simplemente para disfrutar del sol y del campo.
Según Miguel, el mozo que nos
acompañaba a todos los chiquillos, el día de la excursión Tomasa intuía que su
tarea nada tendría que ver con el corral o con cargar costales de maíz o
frijol. Se agitaba inquieta entre los animales y aguardaba impaciente a que la
aparejaran para la salida. Luego, junto con los caballos, esperaba quieta
frente a la casa. Una vez enfilado el grupo en la dirección escogida para esa
jornada, la burra trotaba gozosa por la ruptura de su rutina.
Ahora que las abejas, las avispas
y las mariposas de cuando en cuando se posan en los geranios, Tomasa ha vuelto
a mi memoria, llena de vida, grande y saludable. Quizá como resabio de aquellos
días, cuando veo un burro oprimido por una carga demasiado pesada, me invade la
tristeza. Luego, le recomiendo al dueño que lo alimente bien, que no lo
sobrecargue, que lo mime. El hombre me mira con extrañeza –tal vez me juzgue
loca- y continúa su camino. A veces me asalta el miedo de que, con la
transformación de la sociedad de rural en urbana, con el empleo generalizado de
vehículos de motor, los burros queden extintos. Si así fuere, Tomasa y Platero
quedarían en la memoria colectiva para dar testimonio de su existencia.
En poética despedida, Juan Ramón
Jiménez escribe las siguientes palabras: “Platero, vengo a estar con tu muerte.
No he vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo”. Iguales palabras dirijo
yo a Tomasa cuando recorro las riberas de los ríos Tunal y de Nombre de
Dios.
DOS
Cargado de años, Lucky pasaba la
vida pastando en distintos espacios del ranchito de mis amigos Lynne y
Buff, Cuando los visité por primera vez en
Ben Franklin, un pueblo diminuto localizado entre Commerce y Paris (referencia
obligada si uno desea situarlo en el mapa)
por primera vez era tan pequeño que si uno cerraba los ojos al circular
por la carretera que lo atraviesa, al abrirlos Ben Franklin ya había quedado
atrás. Sólo contaba con una oficina de correos que quizá también haya ya
desaparecido porque la gente prefiere ahora el correo electrónico y se rumoraba
que el gobierno en Washington tenía intenciones de cerrar muchas pequeñas
oficinas de correos en el todo el país. Había,
además, una iglesita y otra casita que nunca supe bien qué era. Mis amigos
escogieron ese rincón en el noreste de Texas luego de la jubilación de Buff.
Recién instalado, pasé con ellos
unas fiestas de Navidad. Tenían entonces unas cuantas vacas y cuatro o cinco
caballos. Lucky era uno de ellos. Llegó a Texas desde Carolina del Sur en un
remolque y se adaptó con facilidad a su nuevo entorno. Amarillo, como todos los
bayos, se distinguía desde cualquier sitio. Cuando se daba cuenta de nuestra
presencia, agitaba la cola, todavía más clara, en señal de saludo.
Red, el garañón se alborotaba con
cualquier yegua que olfateara a no sé cuántas millas de distancia; por ello,
pasaba los días encerrado en un establo. En su aislamiento, aunque protegido
del frío, seguramente envidiaba a sus congéneres que se movían a sus anchas por
el llano. De cuando en cuando, sus bufidos daban fe de su mal humor por el
encierro y el ayuno.
Por su naturaleza bonachona,
Lucky fue escogido por mis amigos para mi primer paseo a caballo. Un mediodía,
el bayo quedó listo para la excursión. Y yo, también. Sentía un poco de miedo,
pero lo disimulé lo mejor que pude. Ya amazona sobre Lucky, decidí seguir la orilla
de la carretera a Commerce (casi no
había tráfico) para no perderme ni toparme con ningún perro bravo celoso de su
territorio.
Lucky estuvo de acuerdo con mi
plan y emprendimos la marcha a buen paso. Pronto, sin embargo, el caballo hizo
un alto categórico. Ni mis arrumacos y mis órdenes expresadas en el mejor
inglés que se me ocurrió para sus oídos, hicieron mella alguna en su terca
resistencia a avanzar. Cuando lo tuvo a bien, dio media vuelta y enfiló hacia
el rancho. Se paró frente a la puerta trasera de la casa y, cual galante
caballero, esperó a que me ayudaran a desmontar. Creí entender, por su actitud,
que esperaba una muestra de mi agradecimiento por haberme llevado de paseo y
portarse bien. Le di una zanahoria, le acaricié la cabeza y se alejó satisfecho
rumbo a la libertad.
TRES
Años después, conocí a Querétaro
en Jalisco, en un club para vacacionistas donde ofrecían clases de equitación.
Consideré que era una oportunidad ideal para mi segunda lección en el arte de
montar a caballo y me inscribí.
En una calurosa tarde de abril,
me encontré en el lomo de un tordillo enorme (así me lo pareció), bien
alimentado y con expresión de pocos amigos. El instructor me aseguró que era el
más manso (yo lo había puesto al tanto de mi torpeza) de manera que opté por
hacer las mejores migas posibles con Querétaro.
Para mi mala suerte, de inmediato
caí en cuenta que, como Lucky, sólo entendía inglés (los asistentes al club
eran, en su mayoría, norteamericanos) y, por supuesto, no el hablado en las
oficinas o en los bancos. Me perdió el respeto en el acto y quedé en franca
desventaja.
Las instrucciones eran avanzar en
fila india sin perder de vista al compañero de adelante. ¡Inútil empeño! A mis come on, Querétaro, let’s go, el caballo
respondía con un resoplido y torcía en la dirección que le venía en gana dando
al traste con el plan. El maestro se veía obligado a ir en mi busca y volvernos
a la fila. Minutos después, volvía a las andadas. Cuando su malhumor por mi
pobre desempeño aumentaba, se detenía frente a los arbustos con mala intención.
Así transcurrieron las dos horas y media de mi segunda lección de equitación.
Al dejarlo en el establo, me
despedí de Querétaro en los mejores términos. Con el corazón de alguna manera
satisfecho por mi hazaña de mantenerme firme en el caballo, regresé al hotel
sudorosa y feliz.
CUATRO
No ha habido ninguna otra lección de equitación.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario