PATOLES
El primero de marzo de este año
2017 fue el miércoles de ceniza (Ash
Wednesday) y marca el inicio de la cuaresma para los católicos que
terminará con el domingo de Resurrección. Antiguamente, la Iglesia ordenaba a
sus fieles no comer carne durante dicho miércoles y todos los viernes de
cuaresma. Hoy no es así, la abstinencia de carne, que mucha gente sigue
llamando “vigilia”, sólo obliga el miércoles de ceniza y el Viernes Santo. El
pescado es muy caro en México y, en Durango, era difícil de conseguir porque no
tenemos costa, así que la gente creó platillos cocinados con habas, chícharos,
choales (pedacitos de maíz), nopales, patoles y muchos otros ingredientes que
no necesitaban carne. El postre, por
supuesto, es la capirotada, ya sea café o blanca. Parece ser que los patoles
son más usuales en el norte del país por lo que en otros lugares se desconoce
qué son. Por ello, hoy les comparto un texto sobre los patoles incluido en mi
libro El aroma de la nostalgia. Sabores
de Durango, que fue publicado por el Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes (CONACULTA) en el 2005.
¿Patoles? ¿Qué son? La cara de mi
sobrino reflejaba su asombro mientras con el tenedor se llevaba a la boca un
poco de huevo con chorizo. De ascendencia durangueña, había visitado la tierra
de sus mayores en varias ocasiones sin trabar conocimiento con los patoles que
muchas personas acostumbran para acompañar el adobo o el, además del arroz, o
los ofrecen a sus invitados a guisa de frijoles por si hay antojo o un pequeño
hueco en el estómago que no quedó del todo satisfecho.
Por mi parte, debo confesar que
antes de la conversación con mi sobrino, jamás se me había ocurrido que los
patoles no fueran del conocimiento de todo mexicano. Tampoco había indagado el
origen del vocablo; más bien, dejándome llevar por la imaginación asumí que
esta palabra había llegado por boca de los vascos. Craso error. Recurrí
entonces a los especialistas en busca de la etimología.
En el Diccionario de mexicanismos, de Francisco Santamaría, se asienta
que proviene del náhuatl patolli, nombre
que se aplica a “varias plantas leguminosas, del género Erythrina, particularmente el zompancle.
Añade que los aztecas llamaban patolli “a un juego de dados, en el cual empleaban
dichas semillas como fichas” y que muchas personas las denominaban colorines debido a su color rojo.
El estudioso coahuilense
Francisco Emilio de los Ríos, en su libro Nahuatlismos
en el habla de La Laguna, concuerda con lo expresado por Santamaría.
Además, agrega algunos datos interesantes sobre el desarrollo del juego:
Entre los antiguos mexicanos el patole o patoli era un juego que se
practicaba sobre un petate con varias semillas de patol o colorín. Los
jugadores oraban antes de empezar el juego y pedían suerte a las semillas y al
petate como si fueran dioses; durante el desarrollo de la competencia invocaban
a Macuilxóchitl, divinidad protectora del juego; alrededor se reunían numerosos
apostadores y mirones.
Si volvemos los ojos hacia la
literatura encontramos que don Manuel Payno (un famoso escritor del siglo
diecinueve), en Los bandidos de Río Frío,
nos ofrece un claro ejemplo del uso de la voz patoles en su acepción de fichas. Relata que los jueves por la
noche, la casa de doña Severa y Amparo se
encendía para recibir a los convidados a la tertulia que no tenía nada que
ver con la literatura y sí con el juego. Anota que los invitados formaban
Una mezcla rara que representaba las distintas escalas de la sociedad
mexicana, sin descender muy bajo (y
que) una de las recámaras, que eran bien
amplias se convertía en sala de tresillo, y se ponían dos o tres mesas con las
barajas, patoles o frijolillos encarnados, fichas de concha y lo demás
necesario.
Hasta hace pocos años, en las
ferias pueblerinas, al jugar lotería, a
cada jugador se le proporcionaba su dotación de frijolillos –siempre
encarnados- para marcar las casillas a medida que el gritón vociferaba: ¡El
diablo! ¡La luna! ¡El catrín! En Chihuahua y Durango, según dicen los
investigadores mencionados, los patoles –o sea, las alubias grandes- son un
delicioso manjar. Una vez cocidos y guisados, puede realzarse su sabor con un
poco de chorizo, tocino, salchicha rebanada (según el gusto de la cocinera) y,
en Durango, unos cuantos tornachiles que, además de enriquecer el colorido, le
dan un toque diferente al sabor.
Por su parte, el historiador y
novelista durangueño Francisco Durán Martínez, en su novela El cuervo de Dios, narra la elaboración
de un postre antiguo que quizá hoy pocos recuerden y que se prepara a base de
patoles: “Con infinito cuidado, Luz
pelaba los piñones mientras la mayor rallaba el coco y Hormesinda molía los
patoles para prepararlos con leche y azúcar”.
Hay quien prefiere las alubias,
esos frijolillos que se preparan de manera similar a los patoles, aunque sin
tornachiles. Los patoles se llevan bien con el otoño, el invierno o los días de
cuaresma cuando el viento estimula el apetito. Ya no se les ve con frecuencia
en las mesas del juego porque los propios de la baraja española han sido
sustituidos por otros. Nadie, empero, les disputa su sitio en la cocina
durangueña y la llegada del platón a la mesa en siempre recibida con
expresiones de júbilo.
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