PITUFO
Pitufo entró en mi vida un
mediodía primaveral. Cuando me lo regalaron era un cachorrillo de apenas una
semanas de edad, pulguiento y asustado. No había salido nunca del otrora jardín
donde vivía, ahora convertido en un lugar lleno de tierra y sin planta alguna.
El trayecto en el coche hasta el
consultorio del veterinario lo aterrorizó aún más. También yo estaba temerosa
de que sus pulgas se quedaran para siempre en el vehículo. Tres horas después,
el baño y la peluquería lo habían metamorfoseado en un bello cocker spaniel de
color blanco con las patas y la cola color miel, además de unas pecas en la
casa que le daban un aire de coquetería y travesura. El regreso a casa
transcurrió sin incidentes; por la tarde, fuimos a que conociera el mundo con una
cuerda atada a su cuello a manera de cadena. Tal fue el inicio de nuestra vida
en común.
Mientras yo estaba ausente,
Pitufo pasaba las horas detrás de la casa en un espacio delimitado por mí como
su territorio mediante una tabla; obediente, permanecía allí guareciéndose del
sol debajo de un pequeño techo. Una noche, lo encontré aterido por la lluvia y
ladrando con desesperación. Me recibió agitando la cola con gusto y sin
reproche por mi larga ausencia. En compensación, lo sequé suavemente con una
toalla, le preparé una sopa de fideo caliente y le di una aspirina para
prevenir el resfrío. Pronto, sin embargo, nuestra rutina sufriría bruscos
cambios.
Con la llegada de mi madre
enferma, las cosas se complicaron. Para entonces, Pitufo, alentado por la hija
de mi vecina, saltaba la tranca alegremente y se paseaba a sus anchas por todas
las áreas comunes del fraccionamiento, aunque sin alejarse demasiado de la
casa. No pasó mucho tiempo antes de que correteara en compañía de los perros
callejeros del rumbo. Incluso, un día invitó a uno a comer de su mismo plato.
Los esfuerzos por mantenerlo limpio resultaron inútiles. ¡Pobre Pitufo! Así
empezó su existencia trashumante.
Primero, fue a parar a casa de
una prima que apenas lo soportó una semana. Volvió conmigo, pero dormía en el
patio de unos vecinos; hasta mi recámara llegaban sus ladridos lastimeros. Una
mañana, los anfitriones nocturnos se fueron de vacaciones al rancho llevándose
a Pitufo. Lo imaginaba corriendo por el campo con toda libertad, respirando a pleno
pulmón y saltando de trecho en trecho para mostrar su alegría. Un mes después
regresó flaco y maltrecho.
Como no le daban de comer, estaba
obligado a buscar su sustento donde lo
encontrara; dormía en el estable buscando un poco de calor y seguramente alguna
vaca o un perro envidioso lo lastimó entre las patas traseras. Cuando lo vi,
apenas si podía caminar; además, le habían hecho una salvaje curación con no sé
qué líquido que lo había quemado. Nueva visita al veterinario. Lo curé paciente
y amorosamente durante muchos días. Pitufo convaleció acostado sobre el lomo
con las patas en alto mirando el jardín a través de la puerta de cristales.
Esta vez había vuelto para
quedarse, me dije. Pasaba el día frente a la casa, guardándola como si fuera el
más fiero mastín. De tarde en tarde, para mi disgusto, convidaba a sus amigos
callejeros a retozar en el pasto; con ello daba al traste con todos mis
cuidados para mantenerlo limpio y las infecciones de mi madre bajo control.
Su amor por mí estaba plenamente
correspondido. Cuando oía el ruido del motor del coche, se ponía en alerta para
darme la bienvenida. Al abrir la portezuela saltaba al interior y se acomodaba
como para dar un paseo. Al descender del vehículo, nuevos brincos testimoniaban
su contento. Las huellas de sus patas en mi ropa daban fe de su alborozo.
La cercanía de una perra vecina
lo despertó al sexo (tenía ya casi seis meses) y se volvió incontrolable. Lucía
su palmito por doquier y era el galán del barrio. Llegado el atardecer, Pitufo emprendía misteriosas
correrías de las que regresaba muy tarde. Como un marido trasnochador, llamaba
a la puerta esperando ser recibido con una sonrisa. Una fría noche de noviembre
no quiso obedecer mi reclamo para que entrara y se largó. Volvió horas después,
sin el suéter que recién le había comprado. Me rehusé a dejarlo entrar para
darle un escarmiento. ¡Resultó más caro el caldo que las albóndigas! Aterido,
espichado, a la mañana siguiente aguardaba en la puerta. Tenía los ojos
enrojecidos y las gotas no ayudaron en nada. La consulta con el veterinario
reveló que se había enfermado de los bronquios.
Una tarde tuve que salir. Para
impedir que desapareciera, lo encerré en el patio. A mi regreso, los destrozos
eran increíbles: desgarró la funda de la lavadora, desparramó la basura y tiró
al suelo todo lo que estuvo a su alcance. Desafiante, me retó a que lo
castigara.
La salud de mi madre empeoraba a
ojos vistas e inexplicables infecciones más y más difíciles de combatir, nos
complicaban la vida. La estancia de Pitufo en la casa se tornó más
cuestionable. Se avizoraba otra separación.
Con gran tristeza, me di a la
tarea de buscarle nuevo dueño, alguien que lo consintiera y lo tratara bien.
Apareció Eric, un alumno de mi prima, cuyo perro había muerto días antes. Nos citamos
en casa de mi prima un sábado por la mañana. Ignorante de lo que iba a ocurrir,
Pitufo entró al coche sin recelo y se acomodó en el asiento trasero, sacando la
cabeza por la ventanilla atrás de mí. Estrenaba un nuevo suéter beige que
armonizaba con sus pecas. Llegamos, le puse la correa y le pedí a Eric que lo
invitara a dar un paseo. Pitufo trotó alegremente a su lado, no sin antes
voltear a mirarme como diciendo: “ahora regreso”. Controlé el impulso de
llamarlo para que no se alejara. Mi prioridad era otra. Además, Pitufo merecía
un hogar estable y no seguir dando tumbos por el mundo. Lo miré irse con un
nudo en la garganta. Meses después supe que había sido padre de dos cachorros y
que su afición por la calle y las travesuras seguía incólume. Eric lo quería
bien y salían a pasear, me dijeron.
A veces he encontrado un perrillo
con una pinta semejante a la suya merodeando cerca de mi casa. “Pitufo”, le
grito, mas no reconoce mi voz y se aleja con rapidez. Al perderlo de vista,
deseo con fuerza que Pitufo esté bien.
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