jueves, 27 de marzo de 2014

Aventuras con mi perrito

PITUFO

Pitufo entró en mi vida un mediodía primaveral. Cuando me lo regalaron era un cachorrillo de apenas una semanas de edad, pulguiento y asustado. No había salido nunca del otrora jardín donde vivía, ahora convertido en un lugar lleno de tierra y sin planta alguna.

El trayecto en el coche hasta el consultorio del veterinario lo aterrorizó aún más. También yo estaba temerosa de que sus pulgas se quedaran para siempre en el vehículo. Tres horas después, el baño y la peluquería lo habían metamorfoseado en un bello cocker spaniel de color blanco con las patas y la cola color miel, además de unas pecas en la casa que le daban un aire de coquetería y travesura. El regreso a casa transcurrió sin incidentes; por la tarde, fuimos a que conociera el mundo con una cuerda atada a su cuello a manera de cadena. Tal fue el inicio de nuestra vida en común.

Mientras yo estaba ausente, Pitufo pasaba las horas detrás de la casa en un espacio delimitado por mí como su territorio mediante una tabla; obediente, permanecía allí guareciéndose del sol debajo de un pequeño techo. Una noche, lo encontré aterido por la lluvia y ladrando con desesperación. Me recibió agitando la cola con gusto y sin reproche por mi larga ausencia. En compensación, lo sequé suavemente con una toalla, le preparé una sopa de fideo caliente y le di una aspirina para prevenir el resfrío. Pronto, sin embargo, nuestra rutina sufriría bruscos cambios.

Con la llegada de mi madre enferma, las cosas se complicaron. Para entonces, Pitufo, alentado por la hija de mi vecina, saltaba la tranca alegremente y se paseaba a sus anchas por todas las áreas comunes del fraccionamiento, aunque sin alejarse demasiado de la casa. No pasó mucho tiempo antes de que correteara en compañía de los perros callejeros del rumbo. Incluso, un día invitó a uno a comer de su mismo plato. Los esfuerzos por mantenerlo limpio resultaron inútiles. ¡Pobre Pitufo! Así empezó su existencia trashumante.

Primero, fue a parar a casa de una prima que apenas lo soportó una semana. Volvió conmigo, pero dormía en el patio de unos vecinos; hasta mi recámara llegaban sus ladridos lastimeros. Una mañana, los anfitriones nocturnos se fueron de vacaciones al rancho llevándose a Pitufo. Lo imaginaba corriendo por el campo con toda libertad, respirando a pleno pulmón y saltando de trecho en trecho para mostrar su alegría. Un mes después regresó flaco y maltrecho.

Como no le daban de comer, estaba obligado a buscar su sustento  donde lo encontrara; dormía en el estable buscando un poco de calor y seguramente alguna vaca o un perro envidioso lo lastimó entre las patas traseras. Cuando lo vi, apenas si podía caminar; además, le habían hecho una salvaje curación con no sé qué líquido que lo había quemado. Nueva visita al veterinario. Lo curé paciente y amorosamente durante muchos días. Pitufo convaleció acostado sobre el lomo con las patas en alto mirando el jardín a través de la puerta de cristales.

Esta vez había vuelto para quedarse, me dije. Pasaba el día frente a la casa, guardándola como si fuera el más fiero mastín. De tarde en tarde, para mi disgusto, convidaba a sus amigos callejeros a retozar en el pasto; con ello daba al traste con todos mis cuidados para mantenerlo limpio y las infecciones de mi madre bajo control.

Su amor por mí estaba plenamente correspondido. Cuando oía el ruido del motor del coche, se ponía en alerta para darme la bienvenida. Al abrir la portezuela saltaba al interior y se acomodaba como para dar un paseo. Al descender del vehículo, nuevos brincos testimoniaban su contento. Las huellas de sus patas en mi ropa daban fe de su alborozo.

La cercanía de una perra vecina lo despertó al sexo (tenía ya casi seis meses) y se volvió incontrolable. Lucía su palmito por doquier y era el galán del barrio. Llegado el  atardecer, Pitufo emprendía misteriosas correrías de las que regresaba muy tarde. Como un marido trasnochador, llamaba a la puerta esperando ser recibido con una sonrisa. Una fría noche de noviembre no quiso obedecer mi reclamo para que entrara y se largó. Volvió horas después, sin el suéter que recién le había comprado. Me rehusé a dejarlo entrar para darle un escarmiento. ¡Resultó más caro el caldo que las albóndigas! Aterido, espichado, a la mañana siguiente aguardaba en la puerta. Tenía los ojos enrojecidos y las gotas no ayudaron en nada. La consulta con el veterinario reveló que se había enfermado de los bronquios.

Una tarde tuve que salir. Para impedir que desapareciera, lo encerré en el patio. A mi regreso, los destrozos eran increíbles: desgarró la funda de la lavadora, desparramó la basura y tiró al suelo todo lo que estuvo a su alcance. Desafiante, me retó a que lo castigara.

La salud de mi madre empeoraba a ojos vistas e inexplicables infecciones más y más difíciles de combatir, nos complicaban la vida. La estancia de Pitufo en la casa se tornó más cuestionable. Se avizoraba otra separación.

Con gran tristeza, me di a la tarea de buscarle nuevo dueño, alguien que lo consintiera y lo tratara bien. Apareció Eric, un alumno de mi prima, cuyo perro había muerto días antes. Nos citamos en casa de mi prima un sábado por la mañana. Ignorante de lo que iba a ocurrir, Pitufo entró al coche sin recelo y se acomodó en el asiento trasero, sacando la cabeza por la ventanilla atrás de mí. Estrenaba un nuevo suéter beige que armonizaba con sus pecas. Llegamos, le puse la correa y le pedí a Eric que lo invitara a dar un paseo. Pitufo trotó alegremente a su lado, no sin antes voltear a mirarme como diciendo: “ahora regreso”. Controlé el impulso de llamarlo para que no se alejara. Mi prioridad era otra. Además, Pitufo merecía un hogar estable y no seguir dando tumbos por el mundo. Lo miré irse con un nudo en la garganta. Meses después supe que había sido padre de dos cachorros y que su afición por la calle y las travesuras seguía incólume. Eric lo quería bien y salían a pasear, me dijeron.

A veces he encontrado un perrillo con una pinta semejante a la suya merodeando cerca de mi casa. “Pitufo”, le grito, mas no reconoce mi voz y se aleja con rapidez. Al perderlo de vista, deseo con fuerza que Pitufo esté bien.  


No hay comentarios.:

Publicar un comentario