martes, 4 de octubre de 2016

Reflexiones sobre el desaparecido Cerro de Mercado

CERRO DE MERCADO

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Según el novelista argentino Ernesto Sábato, “El tema no se debe elegir: hay que dejar que el tema lo elija a uno. No se debe escribir si esa obsesión no acosa, persigue y presiona desde las más misteriosas regiones del ser. A veces, durante años”. Por su parte, el escritor español Javier Marías se expresa de la siguiente manera cuando se le cuestiona respecto de ciertos autores desconocidos que aparecen en sus obras y que dan la impresión de haber sido buscado con ahínco: “puede que sean más bien esos personajes quienes conmigo se han cruzado”.

Tal me ha ocurrido a mí con el Cerro de Mercado, o lo que resta de su magnífica mole que me busca, me observa y parece pedirme que me ocupe de él. Al circular cotidianamente de sur a norte, respondo a su mirada con la mágica esperanza de que su orgulloso perfil de hace setenta años resplandezca de nuevo indicándome que ahí está, como siempre, en su sitio, como guardián del Valle de Guadiana indicándome el norte. Si mi anhelo se convirtiera en realidad, me fascinaría contemplar una vez más la aureola rosalila que lo nimbaba y que no hace mucho todavía podía apreciarse desde la Biblioteca en lo alto del Cerro del Calvario. El Cerro de Mercado se ha convertido en mi interlocutor: sostenemos largas y amenas conversaciones mientras yo conduzco hacia el norte. Otros días, simplemente me transporta al pasado.

En los años cincuenta del siglo pasado vivíamos en la calle de Independencia, a unos pasos de Pino Suárez. Por invitación de mi tío Agustín, que trabajaba en los Ferrocarriles Nacionales, en varias ocasiones suplí a una secretaria durante sus vacaciones. Debía llegar a la estación a las 6:30 a.m., a tiempo para la salida del tren a Tepehuanes con el fin de entregar a los asistentes del conductor los objetos de aseo necesarios para el viaje.

Al salir de la casa, abordaba un diecero (así se denominaban entonces los automóviles colectivos que cobraban diez centavos) que cubría la siguiente ruta: por Pino Suárez, hacia el oriente hasta llegar a Patoni; luego, doblar hacia el norte hasta topar con la Avenida Felipe Pescador (quien fue un destacado superintendente de los ferrocarriles); ahí, doblar a la izquierda hasta la estación. En esa ciudad todavía dormida, sin tráfico y en silencio, el Cerro de Mercado se veía majestuoso; como todos los durangueños, yo también soñaba que, con él, nos llegaría la abundancia. Los años pasaron, la riqueza se esfumó y el Cerro pervive en nuestra memoria en fotografías, pinturas, novelas, ensayos, obras de teatro y, pronto, según me han informado, en un rincón que le será destinado dentro del Museo del Acero en la ciudad de Monterrey, construido en los antiguos terrenos de la Fundidora de Fierro y Acero.

Más allá de la decepción que sufrió el conquistador español Ginés Vázquez de Mercado al comprobar que la montaña no era de plata, la ilusión de la riqueza que el mineral podría generar para el estado tiene su fundamento; por ejemplo, en la opinión de Henry G. Ward, diplomático e historiador inglés que recorrió nuestro país en 1827, antes de la pérdida de la mitad del territorio. Sus observaciones sobre el estado de Durango y su capital quedaron plasmadas en el voluminoso libro México en 1827, publicado por primera vez en Londres y reimpreso en 1981 por el Fondo de Cultura Económica. Respecto de nuestra montaña anotó, en otros aspectos, lo siguiente:

“El Cerro de Mercado está hecho por completo de minerales de hierro de dos clases distintas (cristalizado y magnético), pero casi igual de ricas, ya que ambas contienen de sesenta a setenta y cinco por ciento de hierro puro”. A pesar de su cercanía con la ciudad –que él estimó en un cuarto de legua estaba consciente de que la fundición de los minerales era tarea difícil por la falta de yacimientos de carbón. Sin embargo, creía que era fácilmente superable porque “debido a la semejanza del hierro del Mercado con el de Danemor, los herreros de Suecia entenderían al instante la naturaleza del proceso”. Estaba convencido de que los pobres resultados obtenido por los señores Urquiaga y Arechavala (originarios de Vizcaya) eran consecuencia de su falta de conocimientos sobre cómo tratar los minerales.

Señalaba, además, que el cobre para la aleación se traía desde Chihuahua a un precio elevado: “veinticuatro dólares el quintal”. A pesar de estas dificultades, consideraba que las ventajas del Cerro de Mercado eran tales que Durango se convertiría “en unos cuantos años, en el escenario de operaciones para alguna gran asociación de capitalistas extranjeros o nativos, cuyas actividades desarrollarán por primera vez completamente los recursos de la región”. No ocurrió así. El hierro partió rumbo a Monterrey. Fue la Compañía de Fierro y Acero de Monterrey la que se benefició con el mineral y los  habitantes del Valle de Guadiana nos quedamos con las manos vacías y sin ilusiones.
Hace algunos años, la noticia de la construcción del Museo del Acero me tomó por sorpresa. Una amiga regiomontana, que colaboraba en el proyecto, me dijo: “He estado pensando en ti porque necesito información sobre el Cerro de Mercado”. De inmediato, le envié la que estaba a mi alcance y la puse en contacto con Enrique Mijares, autor de la novela Convidado de piedra  y Antonio Avitia que escribió un texto histórico: La montaña de las ilusiones. Historia del Cerro de Mercado. La mejor fotografía del Cerro, antes de su explotación, fue localizada en la Fototeca Nacional, en la ciudad de Pachuca, capital del estado de Hidalgo.

Hace unos años visité apresuradamente el Parque Fundidora, como se le conoce actualmente. Se reparó el horno de fundición y se aprovecharon al máximo las anteriores instalaciones adecuándolas para distintas funciones, por ejemplo, una cineteca y un museo de pintura. El conjunto, en su totalidad, es hoy día orgullo de la ciudad de Monterrey. En Durango, los límites de la ciudad han rebasado el sitio donde se encuentran los restos del Cerro que siguen explotándose en busca de otros minerales. Quienes lo conocimos, seguimos extrañado su orgulloso perfil y su aureola rosa-lila que iluminaba esa parte de la ciudad.



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