UNA NOCHE DEL 15 DE
SEPTIEMBRE EN EL ZÓCALO
Mi mamá siempre había tenido
mucha ilusión de acudir al Zócalo, en la Ciudad de México, para presenciar la
ceremonia del Grito de la Independencia en vivo. Mi hermano Carlos nos había
invitado a mi mamá, Alicia y a mí en repetidas ocasiones a cenar en algún
restaurante elegante donde a las once de la noche todos los asistentes nos
poníamos de pie y gritábamos ¡VIVA MÉXICO! Una manera de disfrutar del Grito
sin apretujones hubiera sido conseguir una reservación en el Hotel de la Ciudad
de México o en el Majestic y verlo desde el balcón, pero costaba mucho dinero y había que reservar
con un año o más de anticipación, de manera que lo había dejado pasar.
Hace ya muchos años, un15 de
septiembre, tres compañeros de la Universidad, Miguel, Gustavo y Francisco se
ofrecieron a acompañarnos. Nos reunimos en el departamento de Miguel, en el
tercer piso de la calle Luis Moya (por
supuesto, antes del terremoto) en el centro. Miguel nos había advertido que
tendríamos que caminar desde ahí, por la Avenida Juárez, hasta el Zócalo, lo
que implicaba una buena caminata, pero mi mamá ni chistó. Iba feliz. Nos había
advertido, además, que calzáramos zapatos cómodos y no lleváramos bolsa. Yo me
había puesto una gabardina azul marino y mi mamá, un abrigo obscuro.
Emprendimos la caminata
alegremente, pasamos todos los controles y llegamos al Zócalo a buena hora, de
manera que había que esperar y de pie. Pronto la plaza estuvo llena a reventar
de manera que habíamos convenido estar siempre juntos en un grupo compacto y,
en caso de que la multitud nos separara, a la salida caminar por la calle 5 de
Febrero hasta Isabel la Católica y reunirnos frente al aparador de una tienda.
Gritamos con entusiasmo ¡VIVA
MÉXICO¡ cuando ondeó la bandera y esperamos con expectación los fuegos
pirotécnicos, que eran la principal atracción de la noche y que mi mamá
esperaba con ilusión. Para nuestra mala suerte, esa noche decidieron estrenar
el rayo láser de manera que no hubo
cohetes, ni cascadas, ni luces multicolores, lo que la entristeció mucho pues era casi imposible
pensar en volver al Zócalo al año siguiente.
Pero no había tiempo para
tristezas porque era necesario desalojar la plaza de inmediato porque ya se
aproximaba el equipo de limpieza que debía dejar el Zócalo limpísimo para el
desfile del día siguiente. La multitud empezó a empujarnos y nos separaron. Me
preocupé por mi mamá pero Francisco, que era muy alto, me hizo una seña desde
lejos que ella estaba con él y que la cuidaría. Miguel, Gustavo y yo nos
dejamos llevar por la muchedumbre y debo confesar que, en realidad, no caminé:
la gente me llevó en vilo. En el alboroto, perdí un zapato.
Al fin llegamos a la esquina de 5
de Febrero y nos dirigimos hacia el punto de reunión previamente establecido.
Reíamos a carcajadas de nuestra aventura y de que yo parecía coja al no tener
los dos zapatos. Nos encontramos con Francisco y mi mamá que nos aguardaban
sanos y salvos frente al aparador y emprendimos le regreso hacia la calle de
Luis Moya. Miguel había preparado un delicioso pozole que degustamos gozosos
sin importar el cansancio y el haber subido tres pisos hasta el departamento.
Después de la una de la mañana mi
mamá y yo nos despedimos, nos acomodamos en mi coche y nos dirigimos al
departamento en la Colonia Nápoles en mi Datsum que no sufrió ningún
desperfecto durante el tiempo que estuvo en la calle sin vigilancia. Llegamos
sin contratiempo. Mi mamá recordó siempre con mucho gusto y una amplia sonrisa
esa aventura en el Zócalo que nunca esperó vivir.
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