miércoles, 23 de septiembre de 2015

El Grito en el Zócalo

UNA NOCHE DEL 15 DE SEPTIEMBRE EN EL ZÓCALO

Mi mamá siempre había tenido mucha ilusión de acudir al Zócalo, en la Ciudad de México, para presenciar la ceremonia del Grito de la Independencia en vivo. Mi hermano Carlos nos había invitado a mi mamá, Alicia y a mí en repetidas ocasiones a cenar en algún restaurante elegante donde a las once de la noche todos los asistentes nos poníamos de pie y gritábamos ¡VIVA MÉXICO! Una manera de disfrutar del Grito sin apretujones hubiera sido conseguir una reservación en el Hotel de la Ciudad de México o en el Majestic y verlo desde el balcón,  pero costaba mucho dinero y había que reservar con un año o más de anticipación, de manera que lo había dejado pasar.

Hace ya muchos años, un15 de septiembre, tres compañeros de la Universidad, Miguel, Gustavo y Francisco se ofrecieron a acompañarnos. Nos reunimos en el departamento de Miguel, en el tercer piso de la calle  Luis Moya (por supuesto, antes del terremoto) en el centro. Miguel nos había advertido que tendríamos que caminar desde ahí, por la Avenida Juárez, hasta el Zócalo, lo que implicaba una buena caminata, pero mi mamá ni chistó. Iba feliz. Nos había advertido, además, que calzáramos zapatos cómodos y no lleváramos bolsa. Yo me había puesto una gabardina azul marino y mi mamá, un abrigo obscuro.

Emprendimos la caminata alegremente, pasamos todos los controles y llegamos al Zócalo a buena hora, de manera que había que esperar y de pie. Pronto la plaza estuvo llena a reventar de manera que habíamos convenido estar siempre juntos en un grupo compacto y, en caso de que la multitud nos separara, a la salida caminar por la calle 5 de Febrero hasta Isabel la Católica y reunirnos frente al aparador de una tienda.

Gritamos con entusiasmo ¡VIVA MÉXICO¡ cuando ondeó la bandera y esperamos con expectación los fuegos pirotécnicos, que eran la principal atracción de la noche y que mi mamá esperaba con ilusión. Para nuestra mala suerte, esa noche decidieron estrenar el rayo láser de manera que no  hubo cohetes, ni cascadas, ni luces multicolores, lo que  la  entristeció mucho pues era casi imposible pensar en volver al Zócalo al año siguiente. 

Pero no había tiempo para tristezas porque era necesario desalojar la plaza de inmediato porque ya se aproximaba el equipo de limpieza que debía dejar el Zócalo limpísimo para el desfile del día siguiente. La multitud empezó a empujarnos y nos separaron. Me preocupé por mi mamá pero Francisco, que era muy alto, me hizo una seña desde lejos que ella estaba con él y que la cuidaría. Miguel, Gustavo y yo nos dejamos llevar por la muchedumbre y debo confesar que, en realidad, no caminé: la gente me llevó en vilo. En el alboroto, perdí un zapato.

Al fin llegamos a la esquina de 5 de Febrero y nos dirigimos hacia el punto de reunión previamente establecido. Reíamos a carcajadas de nuestra aventura y de que yo parecía coja al no tener los dos zapatos. Nos encontramos con Francisco y mi mamá que nos aguardaban sanos y salvos frente al aparador y emprendimos le regreso hacia la calle de Luis Moya. Miguel había preparado un delicioso pozole que degustamos gozosos sin importar el cansancio y el haber subido tres pisos hasta el departamento.

Después de la una de la mañana mi mamá y yo nos despedimos, nos acomodamos en mi coche y nos dirigimos al departamento en la Colonia Nápoles en mi Datsum que no sufrió ningún desperfecto durante el tiempo que estuvo en la calle sin vigilancia. Llegamos sin contratiempo. Mi mamá recordó siempre con mucho gusto y una amplia sonrisa esa aventura en el Zócalo que nunca esperó vivir.  


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