miércoles, 22 de julio de 2015

Aventura con las golondrinas

UNA AVENTURA CON LAS GOLONDRINAS

“Unas golondrinas están construyendo su  nido en la pared de la entrada de tu casa”, me dijo alarmada una prima que me hizo el favor de cuidarla mientras yo estaba en la Ciudad de México. . Ignorante de lo que eso significaba, repuse: “No te preocupes. Cuando llegue me encargo del asunto”.
A mi regreso, el nido  estaba ya  en plena construcción y la pareja de golondrinas se ocupaba activamente de  terminarlo. Yo me divertía viendo cómo volaban incansablemente de un lado a otro acarreando el lodo en sus picos y observando el avance de su morada.  Llegó el día en que la golondrina hembra se acomodó en el nido y puso sus huevos. El macho se apostó como vigilante en la herrería de una ventana. Hasta ahí, todo iba bien.

Un buen día nacieron los polluelos. Entonces las golondrinas iban y venían a los árboles en busca de insectos o lo que sea que se necesita para alimentarlos. Todavía seguía yo divirtiéndome y admirando el esfuerzo de las aves. La situación dio un giro radical cuando los polluelos empezaron a crecer y a colgarse del nido para defecar lo que implicaba que yo tuve que cubrir con periódicos (que cambiaba dos o tres veces al día) el piso de la entrada. Me armé de paciencia, me sentí un alma buena porque toleraba a las aves recién nacidas y esperaba que pronto aprendieran a volar y se alejaran de la entrada de mi casa. Por supuesto, ya era imposible sentarme afuera, en el garaje, en mi silla favorita a leer por las tardes porque había corucos  (pequeños parásitos de las aves domésticas) que provocan mucha comezón. Me di ánimo para conservar la paciencia pensando que pronto me libraría de las golondrinas y destruiría el nido.

Efectivamente, un buen día los polluelos salieron  e imitaron  a su madre probando sus alas.  Me sentí feliz. De pronto, una mañana observé que la hembra estaba nuevamente en el nido empollando. Me invadió la furia. Habían pasado tres meses. Había soportado  con paciencia infinita todas las molestias provocadas por las aves. Ahora, empezaría de nuevo el proceso.

Cada día me costaba más trabajo soportarlas y empecé a odiarlas. Comprendí de pronto al vecino que cuando unas palomas pusieron sus huevos en el techo de su casa, subió y los  aplastó. Le di la razón. Ahora tenía que seguir cuidándome para que el excremento de los polluelos no cayera sobre mis cabellos. Un día, un polluelo estuvo a punto de caer al defecar y yo estaba entusiasmada esperando que cayera.  Lamentablemente, logró trepar y refugiarse en el nido.

Una tarde monté en cólera. Tomé un insecticida en aerosol y empecé a rociar hacia arriba (el nido estaba muy alto) con la esperanza de que el producto envenenara a los polluelos. De pronto, oí un chillido de alarma emitido por la madre advirtiendo a sus hijos del peligro  para  que se escondieran lo más abajo posible dentro del nido. La golondrina se dejó venir cual flecha veloz dirigida hacia mi cabeza (yo estaba de espaldas)  pero logré esquivarla y no me hizo daño.  Era la venganza de una madre por la amenaza  contra sus hijos.

Transcurrieron todavía no sé si tres o cuatro semanas y un buen día las golondrinas emigraron. Antes, en el pretil de la azotea se reunió un grupo de aves que trinaban ruidosamente. Parecían un  grupo de comadres que se juntaran para despedirse, comentar los sucesos de su estancia  y desearse buena suerte en el camino.

¡Qué felicidad! La entrada a mi casa quedaba libre y recuperaba el espacio para disfrutarlo por las tardes. Con la ayuda del jardinero, desinfecté lo mejor que pude el suelo y los muros y me dispuse a disfrutar del otoño y del invierno. La primavera se veía muy lejana.

El tiempo pasó y sabedora de que las golondrinas regresan al sitio donde estuvieron el año anterior, me preparé, nuevamente con la ayuda del jardinero, para impedir que de nuevo construyeran el nido en ese rincón del techo que les brindaba mucha seguridad porque hasta ahí no llegarían otras aves que pusieran en peligro a los polluelos.

Compré un plástico grande y, aunque afeara la entrada, lo clavamos cubriendo todo el espacio arriba de la puerta. Las golondrinas llegaron e intentaron entrar por algún resquicio pero allí estaba yo para impedirlo. Y lo logré. Al fin, se convencieron de que tendrían que buscar otro sitio y lo encontraron quizá en alguna azotea cercana porque todavía, para retornar a su nido, las veía confundirse, dirigirse hacia mi entrada y luego volar hacia afuera.

La primavera siguiente ya no se dirigieron a mi casa.   El plástico estaba de nuevo en su lugar y yo las observaba atentamente. Estos últimos años han venido menos aves. Quizá tuvieron experiencias semejantes a la que vivieron conmigo y volaron más lejos en busca de sitios más seguros. Cada vez hay más fraccionamientos  por este rumbo y pocos lugares donde puedan anidar. Tampoco se reúnen ya en el pretil de mi azotea y extraño sus  gorjeos de felicidad.

El poeta español Gustavo Adolfo Bécquer escribió: “Volverán las oscuras golondrinas/en tu balcón sus nidos a colgar/y, otra vez, con el ala a sus cristales/jugando llamarán”.  Versos más adelante concluye: “aquéllas que aprendieron nuestros nombres…ésas ¡No volverán! “


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