UNA AVENTURA CON LAS
GOLONDRINAS
“Unas golondrinas están
construyendo su nido en la pared de la
entrada de tu casa”, me dijo alarmada una prima que me hizo el favor de cuidarla
mientras yo estaba en la Ciudad de México. . Ignorante de lo que eso significaba,
repuse: “No te preocupes. Cuando llegue me encargo del asunto”.
A mi regreso, el nido estaba ya en plena construcción y la pareja de
golondrinas se ocupaba activamente de
terminarlo. Yo me divertía viendo cómo volaban incansablemente de un lado
a otro acarreando el lodo en sus picos y observando el avance de su morada. Llegó el día en que la golondrina hembra se
acomodó en el nido y puso sus huevos. El macho se apostó como vigilante en la
herrería de una ventana. Hasta ahí, todo iba bien.
Un buen día nacieron los
polluelos. Entonces las golondrinas iban y venían a los árboles en busca de
insectos o lo que sea que se necesita para alimentarlos. Todavía seguía yo
divirtiéndome y admirando el esfuerzo de las aves. La situación dio un giro radical
cuando los polluelos empezaron a crecer y a colgarse del nido para defecar lo
que implicaba que yo tuve que cubrir con periódicos (que cambiaba dos o tres
veces al día) el piso de la entrada. Me armé de paciencia, me sentí un alma
buena porque toleraba a las aves recién nacidas y esperaba que pronto
aprendieran a volar y se alejaran de la entrada de mi casa. Por supuesto, ya
era imposible sentarme afuera, en el garaje, en mi silla favorita a leer por
las tardes porque había corucos (pequeños parásitos de las aves domésticas)
que provocan mucha comezón. Me di ánimo para conservar la paciencia pensando
que pronto me libraría de las golondrinas y destruiría el nido.
Efectivamente, un buen día los
polluelos salieron e imitaron a su madre probando sus alas. Me sentí feliz. De pronto, una mañana observé
que la hembra estaba nuevamente en el nido empollando. Me invadió la furia.
Habían pasado tres meses. Había soportado con paciencia infinita todas las molestias
provocadas por las aves. Ahora, empezaría de nuevo el proceso.
Cada día me costaba más trabajo
soportarlas y empecé a odiarlas. Comprendí de pronto al vecino que cuando unas
palomas pusieron sus huevos en el techo de su casa, subió y los aplastó. Le di la razón. Ahora tenía que
seguir cuidándome para que el excremento de los polluelos no cayera sobre mis
cabellos. Un día, un polluelo estuvo a punto de caer al defecar y yo estaba
entusiasmada esperando que cayera. Lamentablemente, logró trepar y refugiarse en
el nido.
Una tarde monté en cólera. Tomé
un insecticida en aerosol y empecé a rociar hacia arriba (el nido estaba muy
alto) con la esperanza de que el producto envenenara a los polluelos. De
pronto, oí un chillido de alarma emitido por la madre advirtiendo a sus hijos
del peligro para que se escondieran lo más abajo posible
dentro del nido. La golondrina se dejó venir cual flecha veloz dirigida hacia
mi cabeza (yo estaba de espaldas) pero
logré esquivarla y no me hizo daño. Era
la venganza de una madre por la amenaza
contra sus hijos.
Transcurrieron todavía no sé si
tres o cuatro semanas y un buen día las golondrinas emigraron. Antes, en el
pretil de la azotea se reunió un grupo de aves que trinaban ruidosamente. Parecían
un grupo de comadres que se juntaran para
despedirse, comentar los sucesos de su estancia y desearse buena suerte en el camino.
¡Qué felicidad! La entrada a mi
casa quedaba libre y recuperaba el espacio para disfrutarlo por las tardes. Con
la ayuda del jardinero, desinfecté lo mejor que pude el suelo y los muros y me
dispuse a disfrutar del otoño y del invierno. La primavera se veía muy lejana.
El tiempo pasó y sabedora de que
las golondrinas regresan al sitio donde estuvieron el año anterior, me preparé,
nuevamente con la ayuda del jardinero, para impedir que de nuevo construyeran
el nido en ese rincón del techo que les brindaba mucha seguridad porque hasta
ahí no llegarían otras aves que pusieran en peligro a los polluelos.
Compré un plástico grande y,
aunque afeara la entrada, lo clavamos cubriendo todo el espacio arriba de la
puerta. Las golondrinas llegaron e intentaron entrar por algún resquicio pero
allí estaba yo para impedirlo. Y lo logré. Al fin, se convencieron de que
tendrían que buscar otro sitio y lo encontraron quizá en alguna azotea cercana
porque todavía, para retornar a su nido, las veía confundirse, dirigirse hacia
mi entrada y luego volar hacia afuera.
La primavera siguiente ya no se dirigieron
a mi casa. El plástico estaba de nuevo en su lugar y yo
las observaba atentamente. Estos últimos años han venido menos aves. Quizá tuvieron
experiencias semejantes a la que vivieron conmigo y volaron más lejos en busca
de sitios más seguros. Cada vez hay más fraccionamientos por este rumbo y pocos lugares donde puedan
anidar. Tampoco se reúnen ya en el pretil de mi azotea y extraño sus gorjeos de felicidad.
El poeta español Gustavo Adolfo
Bécquer escribió: “Volverán las oscuras golondrinas/en tu balcón sus nidos a
colgar/y, otra vez, con el ala a sus cristales/jugando llamarán”. Versos más adelante concluye: “aquéllas que
aprendieron nuestros nombres…ésas ¡No volverán! “
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