miércoles, 22 de julio de 2015

Mi hermano Gonzalo

MI HERMANO GONZALO

Gonzalo a orillas del río Tunal 

Hoy quiero recordar a mi hermano Gonzalo con énfasis especial en la etapa de la niñez y la juventud. Llegó a este mundo el 2 de marzo de 1949, cinco años después del nacimiento de Alicia y diez después del mío. Su arribo fue un acontecimiento gozoso, especialmente para mi papá, pero también para mi mamá porque había tenido un embarazo difícil;  además, para deleite suyo, tenía el pelo chino, como mi papá, pero güero y era más blanco que  nosotros, los mayores.

En ese entonces todavía vivíamos en la amplia casa de la calle de Independencia, en Durango, y pasábamos las vacaciones en la Villa de Nombre de Dios.  Un día, no recuerdo cuántos años tendría Gonzalo, pero era todavía pequeño.  Estábamos jugando beisbol en el amplio patio  y yo estaba al bat. Para mi mala suerte, la pelota se estrelló en la cara de Gonzalo y le arrancó un diente. No recuerdo que llorara mucho.  Por fortuna,  era todavía uno de leche, así que seguimos jugando.  Cuando llegó mi papá de la Villa, se enfureció y me estampó una bofetada. Fue la única  vez en la vida que me dio un golpe.

Cuando estuve durante un año en el colegio en los Estados Unidos, Gonzalo  estaba en primaria y me escribió varias cartas que ahora lamento no tener a la mano porque destruí todas las que recibí antes de regresar. Eran cartas llenas de inocencia y de preguntas sobre la nieve, el cine o el río Mississippi que yo mencionaba frecuentemente porque me había fascinado. Me decía que esperaba con ansia mi regreso para que fuéramos a nadar.  Sin embargo, conservo las que yo les escribí a él y a Ricardo, quien nació después de Gonzalo. Como ejemplo, copio un párrafo de la que les envié el 20 de febrero de 1958:

Me hubiera gustado que la semana pasada hubieran estado aquí pues todo estaba nevado, y, además, los niños y niñas estaban patinando en el lago que estaba congelado y paseando en trineo. Yo no me animé a salir pues aparte de que hacía mucho frío, es muy difícil caminar en la nieve o hielo porque son muy resbalosos.

En otra carta, felicito a Gonzalo por su buenas calificaciones y por la notable mejoría de su letra.  Ya próximo  mi retorno a Durango, les comento que ya les había comprado lo que me pedían: canicas, dos camisas, un rompecabezas. No pude adquirir todo lo que deseaban, especialmente un radio de transistores, porque a duras penas y gracias a unas clases de español que di durante unas semanas, había ahorrado lo suficiente para mi pasaje de autobús.   Además, le ofrecía a Gonzalo que iríamos a nadar todos los días.

Luego de habernos mudado al departamento en la calle de Patoni, cuando  la situación financiera de la familia se volvió tan difícil y que extrañábamos el amplio espacio de que disfrutábamos en la casa de Independencia,  todos tuvimos que trabajar. Gonzalo  fue aceptado en los Almacenes Valdepeña, una tienda de telas donde el dueño vigilaba todo el movimiento desde un tapanco. Cuando una persona se interesaba por una tela, la empleada gritaba: “¿A cuánto le deja esta tela?” Y el señor Valdepeña respondía lo que le parecía conveniente.  Gonzalo tendría quizá doce o trece años y seguramente ayudaba a acomodar los rollos de tela, lo que le permitía ganarse unos cuantos pesos a la semana. Ricardo, que era muy chico, ayudaba a mi mamá a preparar dulces de nuez que luego vendían en distintos lados.

Cuando la familia emigró a la Ciudad de México, Gonzalo permaneció unos meses en casa de mi abuela materna hasta terminar la secundaria. Al llegar al Distrito Federal ya era demasiado tarde para presentar el examen de admisión a las preparatorias de la Universidad Nacional Autónoma de México, por lo que entró a la Universidad Lasalle.  Al graduarse, logró ser admitido en la Facultad de Medicina de la UNAM. Mi papá, con el afán de consentirlo y demostrarle el gran afecto que siempre le tuvo, le compraba todos los días una cajetilla de cigarros que depositaba en su  escritorio, lo que lo habituó al cigarrillo y le causaría problemas de salud a lo largo de su vida.

En 1969  adquirí mi primer automóvil, un Volkswagen. Tomé un curso de manejo que no me sirvió  mucho porque sólo consistió en dar vueltas alrededor de la Plaza de Toros a las 7:00 a.m. cuando no había tráfico. Logré sacar la licencia, pero no me animé a manejar el coche que permaneció guardado en el garaje. Durante un mes,  todas las noches, alrededor de las 10:00 p.m.,  Gonzalo, Ricardo y yo abordábamos el coche y me acompañaban a dar vueltas por distintas colonias para conocer las calles y avenidas pero, sobre todo, a adquirir confianza. Fue así cómo logré vencer al miedo a manejar.
 
En otra ocasión, los tres hicimos un viaje a Acapulco en mi Bocho. Nos hospedamos en el departamento de la familia de una amiga y la pasamos  muy bien. Yo iba a saludar a una pareja que me había ayudado mucho en Cape Girardeau y que venían en un crucero que se detendría un día en Acapulco. Cumplido ese propósito, nos dedicamos a asolearnos y disfrutar de la playa. Cuando una vendedora de bikinis se detuvo frente a nosotros, Gonzalo decidió que era el momento de adquirir uno para mí. Me dijo: “si no te lo pones ahora, ya nunca te lo pondrás”. Y tenía razón porque mis veinte años ya habían quedado atrás.

Para el servicio social lo enviaron a Chupícuaro, un pueblo en el estado de Guanajuato, cercano a Acámbaro adonde se llegaba por un puente construido seguramente en los días de la colonia por que el que pasaba un solo coche, de manera que había un empleado en una caseta que vigilaba el tráfico. En su casa abrió una pequeña clínica y atendió a muchos pacientes. Recuerdo el caso de una niña recién nacida que su madre llevó porque se había caído de la cama y tenía un severo golpe en la cabeza. Gonzalo la cuidó amorosamente y la salvó. Se encariñó tanto con ella que yo le sugerí adoptarla. Mi papá y yo estábamos de visita ese fin de semana, así que le dije: “Si se la entregas a su madre, se va a morir pronto”. Y así sucedió: una semana después la niña había fallecido. Fue un duro golpe para Gonzalo.  Algunos pacientes se encariñaron tanto con él y le tenían tanta confianza que, años después, cuando ya vivía en Querétaro, viajaban para verlo en fin de semana.

Mi hermano Gonzalo falleció en enero de 2013. No llegué a tiempo a Querétaro para decirle adiós.  Durante el último año habíamos tenido una muy frecuente comunicación, excepto en diciembre de 2012 cuando yo estuve cinco semanas en Ben Franklin, Texas, en el rancho de unos amigos. Quizá sea por eso que está siempre presente en mis pensamientos, además de que me encantaría conversar con él sobre mis problemas de salud. ¡Era un médico excelente!
















   

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