MI HERMANO GONZALO
Hoy quiero recordar a mi hermano
Gonzalo con énfasis especial en la etapa de la niñez y la juventud. Llegó a este
mundo el 2 de marzo de 1949, cinco años después del nacimiento de Alicia y diez
después del mío. Su arribo fue un acontecimiento gozoso, especialmente para mi
papá, pero también para mi mamá porque había tenido un embarazo difícil; además, para deleite suyo, tenía el pelo
chino, como mi papá, pero güero y era más blanco que nosotros, los mayores.
En ese entonces todavía vivíamos
en la amplia casa de la calle de Independencia, en Durango, y pasábamos las
vacaciones en la Villa de Nombre de Dios. Un día, no recuerdo cuántos años tendría
Gonzalo, pero era todavía pequeño. Estábamos
jugando beisbol en el amplio patio y yo
estaba al bat. Para mi mala suerte, la pelota se estrelló en la cara de Gonzalo
y le arrancó un diente. No recuerdo que llorara mucho. Por fortuna, era todavía uno de leche, así que seguimos
jugando. Cuando llegó mi papá de la
Villa, se enfureció y me estampó una bofetada. Fue la única vez en la vida que me dio un golpe.
Cuando estuve durante un año en
el colegio en los Estados Unidos, Gonzalo
estaba en primaria y me escribió varias cartas que ahora lamento no
tener a la mano porque destruí todas las que recibí antes de regresar. Eran
cartas llenas de inocencia y de preguntas sobre la nieve, el cine o el río
Mississippi que yo mencionaba frecuentemente porque me había fascinado. Me
decía que esperaba con ansia mi regreso para que fuéramos a nadar. Sin embargo, conservo las que yo les escribí a
él y a Ricardo, quien nació después de Gonzalo. Como ejemplo, copio un párrafo
de la que les envié el 20 de febrero de 1958:
Me hubiera
gustado que la semana pasada hubieran estado aquí pues todo estaba nevado, y,
además, los niños y niñas estaban patinando en el lago que estaba congelado y
paseando en trineo. Yo no me animé a salir pues aparte de que hacía mucho frío,
es muy difícil caminar en la nieve o hielo porque son muy resbalosos.
En otra carta, felicito a Gonzalo
por su buenas calificaciones y por la notable mejoría de su letra. Ya próximo
mi retorno a Durango, les comento que ya les había comprado lo que me
pedían: canicas, dos camisas, un rompecabezas. No pude adquirir todo lo que
deseaban, especialmente un radio de transistores, porque a duras penas y
gracias a unas clases de español que di durante unas semanas, había ahorrado lo
suficiente para mi pasaje de autobús. Además,
le ofrecía a Gonzalo que iríamos a nadar todos los días.
Luego de habernos mudado al
departamento en la calle de Patoni, cuando la situación financiera de la familia se volvió
tan difícil y que extrañábamos el amplio espacio de que disfrutábamos en la
casa de Independencia, todos tuvimos que
trabajar. Gonzalo fue aceptado en los
Almacenes Valdepeña, una tienda de telas donde el dueño vigilaba todo el
movimiento desde un tapanco. Cuando una persona se interesaba por una tela, la
empleada gritaba: “¿A cuánto le deja esta tela?” Y el señor Valdepeña respondía
lo que le parecía conveniente. Gonzalo
tendría quizá doce o trece años y seguramente ayudaba a acomodar los rollos de
tela, lo que le permitía ganarse unos cuantos pesos a la semana. Ricardo, que
era muy chico, ayudaba a mi mamá a preparar dulces de nuez que luego vendían en
distintos lados.
Cuando la familia emigró a la
Ciudad de México, Gonzalo permaneció unos meses en casa de mi abuela materna
hasta terminar la secundaria. Al llegar al Distrito Federal ya era demasiado
tarde para presentar el examen de admisión a las preparatorias de la
Universidad Nacional Autónoma de México, por lo que entró a la Universidad
Lasalle. Al graduarse, logró ser admitido
en la Facultad de Medicina de la UNAM. Mi papá, con el afán de consentirlo y
demostrarle el gran afecto que siempre le tuvo, le compraba todos los días una
cajetilla de cigarros que depositaba en su escritorio, lo que lo habituó al cigarrillo y
le causaría problemas de salud a lo largo de su vida.
En 1969 adquirí mi primer automóvil, un Volkswagen.
Tomé un curso de manejo que no me sirvió mucho porque sólo consistió en dar vueltas
alrededor de la Plaza de Toros a las 7:00 a.m. cuando no había tráfico. Logré
sacar la licencia, pero no me animé a manejar el coche que permaneció guardado
en el garaje. Durante un mes, todas las
noches, alrededor de las 10:00 p.m.,
Gonzalo, Ricardo y yo abordábamos el coche y me acompañaban a dar
vueltas por distintas colonias para conocer las calles y avenidas pero, sobre
todo, a adquirir confianza. Fue así cómo logré vencer al miedo a manejar.
En otra ocasión, los tres hicimos
un viaje a Acapulco en mi Bocho. Nos hospedamos en el departamento de la
familia de una amiga y la pasamos muy
bien. Yo iba a saludar a una pareja que me había ayudado mucho en Cape
Girardeau y que venían en un crucero que se detendría un día en Acapulco.
Cumplido ese propósito, nos dedicamos a asolearnos y disfrutar de la playa.
Cuando una vendedora de bikinis se detuvo frente a nosotros, Gonzalo decidió
que era el momento de adquirir uno para mí. Me dijo: “si no te lo pones ahora,
ya nunca te lo pondrás”. Y tenía razón porque mis veinte años ya habían quedado
atrás.
Para el servicio social lo
enviaron a Chupícuaro, un pueblo en el estado de Guanajuato, cercano a Acámbaro
adonde se llegaba por un puente construido seguramente en los días de la
colonia por que el que pasaba un solo coche, de manera que había un empleado en
una caseta que vigilaba el tráfico. En su casa abrió una pequeña clínica y
atendió a muchos pacientes. Recuerdo el caso de una niña recién nacida que su
madre llevó porque se había caído de la cama y tenía un severo golpe en la
cabeza. Gonzalo la cuidó amorosamente y la salvó. Se encariñó tanto con ella
que yo le sugerí adoptarla. Mi papá y yo estábamos de visita ese fin de semana,
así que le dije: “Si se la entregas a su madre, se va a morir pronto”. Y así
sucedió: una semana después la niña había fallecido. Fue un duro golpe para
Gonzalo. Algunos pacientes se encariñaron
tanto con él y le tenían tanta confianza que, años después, cuando ya vivía en
Querétaro, viajaban para verlo en fin de semana.
Mi hermano Gonzalo falleció en
enero de 2013. No llegué a tiempo a Querétaro para decirle adiós. Durante el último año habíamos tenido una muy
frecuente comunicación, excepto en diciembre de 2012 cuando yo estuve cinco
semanas en Ben Franklin, Texas, en el rancho de unos amigos. Quizá sea por eso
que está siempre presente en mis pensamientos, además de que me encantaría
conversar con él sobre mis problemas de salud. ¡Era un médico excelente!
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