jueves, 11 de septiembre de 2014

Envío de giros telegráficos hace muchos años

ANDANZAS DE UN GIRO TELEGRÁFICO

Decía el escritor cubano Alejo Carpentier que esta América nuestra -la latina, por supuesto- era real y maravillosa a la vez: sólo se requería de ojos amorosos y perspicaces para verla así. Creía que estos epítetos eran justos porque en las tierras del Nuevo Mundo convergían y se amalgamaban culturas ajenas y diferentes, dando origen a una nueva. Mencionaba también las sorpresas que nos depara la superposición de tiempos: en las grandes ciudades contamos con los recursos más avanzados de la tecnología moderna pero en los pueblos y rancherías hay hombres que utilizan una carreta y un caballo o burro (lo que posean) en lugar de una camioneta pick-up.

Traigo a colación lo anterior para introducir la anécdota que hoy quiero referir y que guarda estrecha relación con lo planteado por el escritor cubano en Los pasos perdidos, publicada en 1953.  

Hace varios años, antes de que todos los bancos se enlazaran mediante red nacional y cobraban una comisión, además, por un depósito efectuado en Durango para ser acreditado en una cuenta en el Distrito Federal, necesitaba enviar una suma a mi hermana, Se me ocurrió entonces que podía utilizar un giro telegráfico.

Mi hermana recibió el giro y se presentó en la sucursal bancaria para depositarlo. La cajera lo tomó, lo miró, lo revisó y preguntó: ¿Qué es? Su cara revelaba un genuino asombro como si el documento hubiera salido de un arcón del siglo diecinueve. Se le explicó de qué se trataba, a lo cual ella arguyó: Un momentito, por favor. Conversó luego con el supervisor, quien se acercó a la caja y repitió las mismas preguntas, siempre con una expresión de incredulidad. A su vez, debía consultar con el gerente quien, amablemente, oyó de nuevo la historia de labios de mi hermana. Finalmente, hizo una llamada telefónica para cerciorarse de que el banco no enfrentaría ningún problema posterior y autorizó el depósito.

El giro telegráfico es en verdad una reliquia digna de ser conservada dentro de una vitrina. Los jóvenes de las grandes ciudades jamás sospecharían que el telégrafo, vital para los ejércitos revolucionarios a principios del siglo veinte, continúa cumpliendo un rol de enlace fundamental en nuestro estado y seguramente en todos aquellos cuya topografía ha dificultado el establecimiento de otros medios de comunicación.

Hace varios años, el telégrafo estaba  instalado en la Avenida 20 de Noviembre, casi frente al templo de San Agustín. Cada vez que pasaba por ahí me sorprendía al observar las largas filas de personas esperando enviar un telegrama o cobrar un giro. Todavía me sorprendo cuando en la oficina de correos cercana a mi domicilio veo las grandes cajas enviadas de los Estados Unidos o de Corea para ser entregadas a sus dueños o viceversa.  Es, en esos momentos, cuando recuerdo lo escrito por Carpentier.

En la novela, un musicólogo debe viajar a la Amazonia en busca de un treno, antiguo instrumento musical utilizado por los indígenas, De alguna gran urbe de los Estados Unidos de Norteamérica (cuyo nombre se omite para alcanzar la generalización), se traslada a una ciudad latinoamericana igualmente anónima, si  bien Carpentier confesó en una ocasión que Lima le había servido de inspiración. Al aterrizar, queda perplejo porque el ritmo de la ciudad corresponde más al siglo diecinueve que al veinte. Posteriormente, cuando se interna en la selva amazónica, se siente transportado al dieciséis.

Si trazáramos este itinerario tomando como pretexto el giro telegráfico, sucede que un defeño llegaría a una ciudad decimonónica (Durango). Si visita la región  de las quebradas o los minerales anclados en las profundidades de la sierra donde no es posible levantar un censo o abrir una casilla para las votaciones, viajaría hacia el pasado  en el tiempo.


Desde mi punto de vista, el ritmo de Durango se ha modernizado en los últimos años. No obstante, ciertas callejuelas de los barrios de Analco o Tierra Blanca e incluso la pequeña y obscura tortillería donde me detengo una vez por semana para comprar tortillas, me recuerdan los ambientes recreados por autores de otros días. Las carretas que transitan tiradas por caballos al lado de veloces camiones y autobuses hablan, a su manera, de tiempos idos. Es real y maravilloso al mismo tiempo y, en este sentido, comprueba la teoría del vehemente apologista de la América Latina.  

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