ANDANZAS DE UN GIRO
TELEGRÁFICO
Decía el escritor cubano Alejo
Carpentier que esta América nuestra -la latina, por supuesto- era real y
maravillosa a la vez: sólo se requería de ojos amorosos y perspicaces para
verla así. Creía que estos epítetos eran justos porque en las tierras del Nuevo
Mundo convergían y se amalgamaban culturas ajenas y diferentes, dando origen a
una nueva. Mencionaba también las sorpresas que nos depara la superposición de
tiempos: en las grandes ciudades contamos con los recursos más avanzados de la
tecnología moderna pero en los pueblos y rancherías hay hombres que utilizan
una carreta y un caballo o burro (lo que posean) en lugar de una camioneta
pick-up.
Traigo a colación lo anterior
para introducir la anécdota que hoy quiero referir y que guarda estrecha
relación con lo planteado por el escritor cubano en Los pasos perdidos, publicada en 1953.
Hace varios años, antes de que
todos los bancos se enlazaran mediante red nacional y cobraban una comisión,
además, por un depósito efectuado en Durango para ser acreditado en una cuenta
en el Distrito Federal, necesitaba enviar una suma a mi hermana, Se me ocurrió
entonces que podía utilizar un giro telegráfico.
Mi hermana recibió el giro y se
presentó en la sucursal bancaria para depositarlo. La cajera lo tomó, lo miró,
lo revisó y preguntó: ¿Qué es? Su cara revelaba un genuino asombro como si el
documento hubiera salido de un arcón del siglo diecinueve. Se le explicó de qué
se trataba, a lo cual ella arguyó: Un momentito, por favor. Conversó luego con
el supervisor, quien se acercó a la caja y repitió las mismas preguntas,
siempre con una expresión de incredulidad. A su vez, debía consultar con el
gerente quien, amablemente, oyó de nuevo la historia de labios de mi hermana.
Finalmente, hizo una llamada telefónica para cerciorarse de que el banco no
enfrentaría ningún problema posterior y autorizó el depósito.
El giro telegráfico es en verdad
una reliquia digna de ser conservada dentro de una vitrina. Los jóvenes de las
grandes ciudades jamás sospecharían que el telégrafo, vital para los ejércitos
revolucionarios a principios del siglo veinte, continúa cumpliendo un rol de
enlace fundamental en nuestro estado y seguramente en todos aquellos cuya
topografía ha dificultado el establecimiento de otros medios de comunicación.
Hace varios años, el telégrafo
estaba instalado en la Avenida 20 de Noviembre,
casi frente al templo de San Agustín. Cada vez que pasaba por ahí me sorprendía
al observar las largas filas de personas esperando enviar un telegrama o cobrar
un giro. Todavía me sorprendo cuando en la oficina de correos cercana a mi
domicilio veo las grandes cajas enviadas de los Estados Unidos o de Corea para
ser entregadas a sus dueños o viceversa. Es, en esos momentos, cuando recuerdo lo
escrito por Carpentier.
En la novela, un musicólogo debe
viajar a la Amazonia en busca de un treno, antiguo instrumento musical
utilizado por los indígenas, De alguna gran urbe de los Estados Unidos de
Norteamérica (cuyo nombre se omite para alcanzar la generalización), se
traslada a una ciudad latinoamericana igualmente anónima, si bien Carpentier confesó en una ocasión que
Lima le había servido de inspiración. Al aterrizar, queda perplejo porque el
ritmo de la ciudad corresponde más al siglo diecinueve que al veinte.
Posteriormente, cuando se interna en la selva amazónica, se siente transportado
al dieciséis.
Si trazáramos este itinerario
tomando como pretexto el giro telegráfico, sucede que un defeño llegaría a una
ciudad decimonónica (Durango). Si visita la región de las quebradas o los minerales anclados en
las profundidades de la sierra donde no es posible levantar un censo o abrir
una casilla para las votaciones, viajaría hacia el pasado en el tiempo.
Desde mi punto de vista, el ritmo
de Durango se ha modernizado en los últimos años. No obstante, ciertas
callejuelas de los barrios de Analco o Tierra Blanca e incluso la pequeña y
obscura tortillería donde me detengo una vez por semana para comprar tortillas,
me recuerdan los ambientes recreados por autores de otros días. Las carretas
que transitan tiradas por caballos al lado de veloces camiones y autobuses
hablan, a su manera, de tiempos idos. Es real y maravilloso al mismo tiempo y,
en este sentido, comprueba la teoría del vehemente apologista de la América
Latina.
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