UN SOMBRERO A LA MEDIDA
Ahora que el invierno ha dejado sentir su presencia,
me he puesto a pensar en las palabras de mi primo Jesús, quien, al exhibir con
orgullo su pecho velludo, afirmaba que no sentía frío gracias al chaleco que le
tejió su mamá. Como en esos días yo
necesita con urgencia un corte de pelo y me encontraba renuente a permitir que
el viento me helara cuello y orejas, caí de pronto en cuenta que yo también me
sentía feliz de tener un sombrero propio.
En la infancia, mi cabello era abundante, negro y
rizado (chino, como decimos en Durango), generalmente peinado en trenzas. En ocasiones especiales los chinos
se transformaban en suaves ondas gracias a la goma de linaza y que, me dejaban unas preciosas ondas al
estilo de los años veinte. Al llegar la
adolescencia, los chinos se volvieron rebeldes. Si por entonces hubieran estado
de moda Amanda Miguel o Gloria
Trevi (“A mí me gusta andar de pelo
suelto/ aunque se acabe de infartar mi abuela”, como decía una de las canciones
que la hicieron famosa), yo podría haberles hecho la competencia cantando con desenfado y azotando el suelo
con mi opulenta cabellera. Lamentablemente,
esa conducta era poco elegante y el estilo a la Jacqueline Kennedy (lacio y con
las puntas hacia arriba) se imponía por doquier. No quedaba más remedio que
pasar una larga hora, con la cabeza llena de tubos, debajo del secador o
restirar el pelo en un severo chongo.
Para mi “supuesta” fortuna, los norteamericanos lanzaron al mercado los
enlaciadores y, ni tarda ni perezosa, empecé a probarlos. El resultado distaba
de ser halagador: el cabello quedaba tieso y reseco y ni así lograba borrar por
completo los chinos cercanos a la
frente. Seguí en la brega hasta el día en que me quemaron el cuero cabelludo y
me vi obligada a usar sombrero durante dos semanas pues los rayos del sol,
inclementes, me quemaban la piel. El
pelo se me cayó a mechones, pero me salvé de la calvicie.
Llegó la época de las pelucas y todo tipo de postizos
venidos de Hong Kong (por entonces empezaron a ponerse de moda los viajes al
Oriente, especialmente para la feria universal de Osaka) para mejorar o completar el peinado.
“Maravillosa salvación para los días de
playa o de intensa lluvia en el Distrito Federal! Nada más fácil que restirar el pelo, colocar
una bella y lacia media peluca y rematar el arreglo con una mascada de color
luminoso. ¡Adiós a la angustia de ir a bailar con el pelo esponjado y chino por
la humedad! Nada me impedía ser igual a las demás.
Con la aparición de las primeras canas vino el momento
de coquetear con los tintes. Al
principio, sólo era necesario utilizarlos tres o cuatro veces al año; luego,
con mayor frecuencia. Mi organismo empezó a protestar por el maltrato continuo,
especialmente con alergias. Sorda a sus reclamos y deseosa de lucir una radiante cabellera negra para otra excursión
a la playa, me apliqué el tinte. Esta vez mi organismo se rebeló en serio: la
piel, desde la frente hasta las rodillas, adquirió un tono rojo ardiente, se
cubrió de ampollas supurantes y tenía una horrible comezón. Todo mi aspecto era
el de un boxeador derrotado por Julio César Chávez. El viaje a Puerto Vallarta
se convirtió en una ilusión perdida y el sueño de vivir con una brillante
cabellera negra, también.
Tras un mes de cortisona y otros medicamentos, comencé
a recuperar mis facciones normales. El pelo
teñido seguía resplandeciente, pero el que nacía era blanco. Sin quererlo, había entrado en la corriente
de los punks, y eso replicaba yo a los
imprudentes comentarios sobre mi exótico peinado.
Ahí terminaron mis andanzas con los tintes. Decidí
aceptar mi cabello y resistir todas las sugerencias y consejos para teñirlo de
nuevo, actitud que implicaba navegar contra la corriente que obliga a todos a verse siempre jóvenes recurriendo a cualquier
artificio. El pelo blanco, según la
cultura contemporánea, es signo de vejez y propio de abuelitos que dormitan en
la mecedora. Todavía a veces descubro en la mirada de los niños su asombro pues
camino con mayor rapidez que muchos adolescentes. Más misericordiosas, otras
personas me halagan diciendo que me veo “muy distinguida”.
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