martes, 19 de agosto de 2014

Un sombrero a la medida

UN SOMBRERO A LA MEDIDA

Ahora que el invierno ha dejado sentir su presencia, me he puesto a pensar en las palabras de mi primo Jesús, quien, al exhibir con orgullo su pecho velludo, afirmaba que no sentía frío gracias al chaleco que le tejió su mamá.  Como en esos días yo necesita con urgencia un corte de pelo y me encontraba renuente a permitir que el viento me helara cuello y orejas, caí de pronto en cuenta que yo también me sentía feliz de  tener un sombrero propio.

En la infancia, mi cabello era abundante, negro y rizado (chino, como decimos en Durango), generalmente peinado en  trenzas. En ocasiones especiales los chinos se transformaban en suaves ondas gracias a la goma de linaza  y que, me dejaban unas preciosas ondas al estilo de los años veinte.   Al llegar la adolescencia, los chinos se volvieron rebeldes. Si por entonces hubieran estado de moda Amanda Miguel  o Gloria Trevi  (“A mí me gusta andar de pelo suelto/ aunque se acabe de infartar mi abuela”, como decía una de las canciones que la hicieron famosa), yo podría haberles hecho la competencia  cantando con desenfado y azotando el suelo con mi opulenta cabellera.  Lamentablemente, esa conducta era poco elegante y el estilo a la Jacqueline Kennedy (lacio y con las puntas hacia arriba) se imponía por doquier. No quedaba más remedio que pasar una larga hora, con la cabeza llena de tubos, debajo del secador o restirar el pelo en un severo chongo.

Para mi “supuesta” fortuna,  los norteamericanos lanzaron al mercado los enlaciadores y, ni tarda ni perezosa, empecé a probarlos. El resultado distaba de ser halagador: el cabello quedaba tieso y reseco y ni así lograba borrar por completo los  chinos cercanos a la frente. Seguí en la brega hasta el día en que me quemaron el cuero cabelludo y me vi obligada a usar sombrero durante dos semanas pues los rayos del sol, inclementes,  me quemaban la piel. El pelo se me cayó a mechones, pero me salvé de la calvicie.

Llegó la época de las pelucas y todo tipo de postizos venidos de Hong Kong (por entonces empezaron a ponerse de moda los viajes al Oriente, especialmente para la feria universal de Osaka)  para mejorar o completar el peinado. “Maravillosa  salvación para los días de playa o de intensa lluvia en el Distrito Federal!  Nada más fácil que restirar el pelo, colocar una bella y lacia media peluca y rematar el arreglo con una mascada de color luminoso. ¡Adiós a la angustia de ir a bailar con el pelo esponjado y chino por la humedad! Nada me impedía ser igual a las demás.

Con la aparición de las primeras canas vino el momento de coquetear con los tintes.  Al principio, sólo era necesario utilizarlos tres o cuatro veces al año; luego, con mayor frecuencia. Mi organismo empezó a protestar por el maltrato continuo, especialmente con alergias. Sorda a sus reclamos y deseosa de lucir una  radiante cabellera negra para otra excursión a la playa,  me apliqué el tinte.  Esta vez mi organismo se rebeló en serio: la piel, desde la frente hasta las rodillas, adquirió un tono rojo ardiente, se cubrió de ampollas supurantes y tenía una horrible comezón. Todo mi aspecto era el de un boxeador derrotado por Julio César Chávez. El viaje a Puerto Vallarta se convirtió en una ilusión perdida y el sueño de vivir con una brillante cabellera negra, también.

Tras un mes de cortisona y otros medicamentos, comencé a recuperar mis facciones normales. El pelo  teñido seguía resplandeciente, pero el que nacía era blanco.  Sin quererlo, había entrado en la corriente de los  punks, y eso replicaba yo a los imprudentes comentarios sobre mi exótico peinado.

Ahí terminaron mis andanzas con los tintes. Decidí aceptar mi cabello y resistir todas las sugerencias y consejos para teñirlo de nuevo, actitud que implicaba navegar contra la corriente que obliga a  todos a verse siempre jóvenes recurriendo a cualquier artificio.  El pelo blanco, según la cultura contemporánea, es signo de vejez y propio de abuelitos que dormitan en la mecedora. Todavía a veces descubro en la mirada de los niños su asombro pues camino con mayor rapidez que muchos adolescentes. Más misericordiosas, otras personas me halagan diciendo que me veo “muy distinguida”.

Mientras otros recurren a boinas, gorras y chales, yo desafío a los ventarrones. He llegado a la conclusión de que fue un acierto de mi madre coronar mi cabeza con un espléndido sombrero a la medida.

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