jueves, 6 de febrero de 2014

historia de un ratón, verídica

EL AMIGO QUE PUDO HABER SIDO

Cual saeta, una fugaz sombra gris cruzó por la cocina. “Un ratón”, pensé sin querer dar mucho crédito a mis ojos, y continúe la lectura.  “Esperaré a ver si pasa de nuevo”, me dije, “tal vez fue una ilusión óptica”.  Minutos después la minúscula figura gris cruzó en sentido contrario y se escondió rápidamente entre los gabinetes. Sin veneno, sin trampa a la mano, no había nada qué hacer. Casi a la medianoche suspendí la lectura y me fui a dormir deseando que el ratón se estuviera quieto en la cocina o se marchara por donde había llegado.

A la mañana siguiente, no había rastro visible del animalillo.  Me alegré; sin embargo, un latido especial del corazón me anunció que aquello no era sino una ilusión sin fundamento  y que lo más probable era que estuviera oculto en algún rincón. Revisé rápidamente para cerciorarme de que no había comida en el suelo y salí.

A la hora de la merienda,  se repitió la escena de la noche anterior: el ratón cruzó primero hacia la puerta del patio y, un rato después, volvió sobre sus pasos. Continúe sin moverme. La cocina, justo es reconocerlo, es uno de mis espacios favoritos: la mesa es cómoda, la luz es buena, la cafetera está cerca, el teléfono también y puedo subir los pies en un banquillo para estimular la circulación. A las once apagué la luz con la esperanza de que el ratón se abstuviera de marcar toda la casa como su territorio.

El ritual continuó sin variación durante varios días, aunque el intruso empezó a tomarse algunas libertades: ya no corría velozmente de un lado a otro, sino que lo hacía con relativa calma. En el viaje de regreso, hacía un alto a la mitad de la cocina y me miraba con sus ojillos vivarachos. Parecía pedirme que lo domesticara como a un perro. Cada noche se demoraba un poquito más antes de retirarse a su escondrijo.

Un texto leído muchos años atrás en el National Geographic me recordó un experimento realizado en una cueva con un investigador que aceptó quedarse encerrado ahí, solo, con luz artificial, con el fin de probar la capacidad del ser humano para resistir la soledad y el aislamiento.  Disponía de un radio para comunicarse con el exterior y periódicamente lo surtían de alimentos  -latas, por lo general-  que descendían en un montacargas sin que él viera la luz del sol o hablara con alguien. Pronto perdió la noción del tiempo y ya no sabía si era de día o de noche, ni  tampoco el mes en que vivía. Una vez, cuando preparaba su cena, sintió que lo miraban con atención. Efectivamente, había entrado un ratón. Los ojos del investigador se llenaron de lágrimas: era el primer ser vivo que veía en quién sabe cuánto tiempo. El ratón, pues, se sintió bienvenido y permaneció en la cueva, sin acercarse demasiado a su compañero que cada día le daba algo de comer. Días después, de un estante se deslizó una pesada sartén que mató al ratón de inmediato. El hombre prorrumpió en sollozos y cayó en una aguda depresión. De nuevo, estaba solo.

¿Me ocurriría a mí lo mismo que al investigador?

Mi madre y mi hermana habían muerto hacía pocos meses y el barullo de la casa llena de médicos, cuidadoras y visitas poco a poco se había aquietado. La soledad me agrada, pero después de ese interludio ya no estaba tan segura. Con esos pensamientos  me fui a dormir. Esa noche, el ratón se tomó mayores libertades: lo oí bebiendo agua en el baño. Ahora sí había llegado el momento de actuar a pesar de sus simpáticos ojillos y de su afán por acompañarme.

Cuando en la farmacia veterinaria le comenté al vendedor que había oído al ratón bebiendo agua, repuso compasivo: “tiene sed”. No obstante accedió a venderme un veneno líquido “muy eficaz”, agregó. Lo distribuí en corcholatas en sitios estratégicos y aguardé.

Pasaron dos días sin novedad porque el ratón había suspendido su nocturna aparición. Una mañana, salió tambaleante y en pésimas condiciones de entre los gabinetes. Me invadió un sentimiento de culpabilidad. Carente de valor para acabar con su vida, lo cubrí con una cubeta y salí esperando que el veneno cumpliera su función. Regresé tres o cuatro horas después, levanté el borde la cubeta y, ¡oh, sorpresa!, el animalillo había recuperado su energía y corría de un lado a otro buscando la salida. Bajé la cubeta y, con la respiración agitada, fui en busca de un vecino.

Entonces  y a pesar de que era mi amigo, vino lo peor.

Primero, llenamos la cubeta con agua para que no escapara. Empero, el ratón nadaba sin desmayo implorando que le perdonáramos la vida. El vecino decidió actuar drásticamente: con un fierro le atizó un fuerte golpe en la cabeza y el agua se tiñó de rojo. Luego, se fue, contento de haber solucionado mi problema y dejándome la tarea de darle sepultura.

Las instrucciones del veneno indicaban que,  por su toxicidad, no debía tirarse el cadáver a la b asura. No había más remedio que enterrarlo.  Cavé una pequeña tumba en un rincón del jardín, lo envolví en un trapo de cocina y regresé su cuerpecillo a la  tierra. Sólo me faltó ponerle la cruz  y una lápida con el rótulo: “El amigo que pudo haber sido”.    


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