LA CIGARRA SABIA
Había una vez una cigarra y una
hormiga que vivían en la ciudad de Nueva York. Habitaban en el sótano de un
edificio de departamentos en una elegante zona residencial cerca de Park
Avenue. En el pasado, los inquilinos eran todos adultos o parejas
sin niños, pero desde que las nuevas leyes consideraban tal restricción como
discriminatoria, el edificio había empezado a poblarse de niños inquietos que
bajaban corriendo los escalones, así es que había que andarse con cuidado.
Cada mañana, la hormiga emprendía
la larga caminata hasta la ribera del
Hudson o los alrededores del Parque Central donde recogía virutas o trozos de
hojas en preparación para el frío invierno. Por la tarde, debía tomar sus
precauciones para regresar ilesa a su casa, con sus provisiones a cuestas.
La cigarra, en cambio, la pasaba
de lo más bien. Alrededor de las once de la mañana, se vestía con los
pantalones cortos, se acomodaba los lentes oscuros y se tendía en un rincón
para disfrutar del sol y del buen tiempo. Con el invierno llegarían las ráfagas
de viento huracanado, las bajas temperaturas y la nieve, con lo que sería
imposible estar al aire libre. Ahora, esos eran sólo negros pensamientos, de
manera que la cigarra silbaba una alegre tonada rockera para disiparlos.
Al caer la tarde, la hormiga
retornaba a su morada encorvada por el peso de sus tesoros. Se topaba con la
cigarra, alegre y tostada por el sol, la miraba llena de reproche y la reconvenía duramente por su
despreocupación. Ésta reía a mandíbula
batiente y replicaba que no había que tomar las cosas tan en serio. Al fin y al
cabo, la vida era breve y la terapia gestalt recomendaba vivir plenamente el
aquí y el ahora. Además, siempre existía la posibilidad de que el terrorismo
internacional desquiciara la existencia de la ciudad o que el temido efecto de
invernadero alterara la ecología y, entonces, ¡adiós al mundo! Disgustada, la
hormiga fruncía el ceño y entraba en su casa.
Una tarde, ya entrado el otoño y
cuando el helado viento del norte azotaba las calles neoyorquinas, la cigarra
empezó a temer por su vida. No era nada agradable morir de hambre o de frío. A
lo lejos, divisó a la hormiga que, con una gruesa bufanda atada al cuello,
apresuraba el paso. La cigarra pensó que su vecina tenía razón y que ella había
sido una tonta.
De repente, salió a toda carrera
del edificio un niño rubio, de ojos color miel. Asustado, miró a la hormiga -a
la que únicamente conocía por las
láminas de su libro de zoología- que subía con mucho esfuerzo los escalones.
Sin titubear, entró en su departamento, se dirigió a la cocina, extrajo de la
alacena la lata de insecticida en aerosol y, sh sh sh sh, roció a la hormiga hasta que quedo patas arriba.
En verdad, se dijo la cigarra,
¡cuánta sabiduría había en Horacio al aconsejar: “Carpe diem” (aprovecha el día).
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