jueves, 6 de febrero de 2014

Fábula al revés. Ejercicio de taller literario.

LA CIGARRA SABIA

Había una vez una cigarra y una hormiga que vivían en la ciudad de Nueva York. Habitaban en el sótano de un edificio de departamentos en una elegante zona residencial cerca de Park Avenue.  En el pasado,  los inquilinos eran todos adultos o parejas sin niños, pero desde que las nuevas leyes consideraban tal restricción como discriminatoria, el edificio había empezado a poblarse de niños inquietos que bajaban corriendo los escalones, así es que había que andarse con cuidado.

Cada mañana, la hormiga emprendía la larga caminata hasta la  ribera del Hudson o los alrededores del Parque Central donde recogía virutas o trozos de hojas en preparación para el frío invierno. Por la tarde, debía tomar sus precauciones para regresar ilesa a su casa, con sus provisiones a cuestas.

La cigarra, en cambio, la pasaba de lo más bien. Alrededor de las once de la mañana, se vestía con los pantalones cortos, se acomodaba los lentes oscuros y se tendía en un rincón para disfrutar del sol y del buen tiempo. Con el invierno llegarían las ráfagas de viento huracanado, las bajas temperaturas y la nieve, con lo que sería imposible estar al aire libre. Ahora, esos eran sólo negros pensamientos, de manera que la cigarra silbaba una alegre tonada rockera para disiparlos.

Al caer la tarde, la hormiga retornaba a su morada encorvada por el peso de sus tesoros. Se topaba con la cigarra, alegre y tostada por el sol, la miraba llena de  reproche y la reconvenía duramente por su despreocupación.  Ésta reía a mandíbula batiente y replicaba que no había que tomar las cosas tan en serio. Al fin y al cabo, la vida era breve y la terapia gestalt recomendaba vivir plenamente el aquí y el ahora. Además, siempre existía la posibilidad de que el terrorismo internacional desquiciara la existencia de la ciudad o que el temido efecto de invernadero alterara la ecología y, entonces, ¡adiós al mundo! Disgustada, la hormiga fruncía el ceño y entraba en su casa.

Una tarde, ya entrado el otoño y cuando el helado viento del norte azotaba las calles neoyorquinas, la cigarra empezó a temer por su vida. No era nada agradable morir de hambre o de frío. A lo lejos, divisó a la hormiga que, con una gruesa bufanda atada al cuello, apresuraba el paso. La cigarra pensó que su vecina tenía razón y que ella había sido una tonta.

De repente, salió a toda carrera del edificio un niño rubio, de ojos color miel. Asustado, miró a la hormiga -a la que únicamente  conocía por las láminas de su libro de zoología- que subía con mucho esfuerzo los escalones. Sin titubear, entró en su departamento, se dirigió a la cocina, extrajo de la alacena la lata de insecticida en aerosol y, sh sh sh sh, roció a la hormiga hasta que quedo patas arriba.

En verdad, se dijo la cigarra, ¡cuánta sabiduría había en Horacio al aconsejar: “Carpe diem” (aprovecha el día).



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