miércoles, 22 de julio de 2015

Telenovelas mexicanas

TELENOVELAS MEXICANAS: UN PRODUCTO DE EXPORTACIÓN

Para nadie es un secreto que las telenovelas mexicanas producidas por TELEVISA han tenido gran éxito en muchísimos países y que han sido traducidas a diversos idiomas. Parece que a TELEVISIÓN AZTECA  no le ha ido tan bien porque recientemente anunció que suspendería la producción de telenovelas y despidió a actores, técnicos y demás personal necesario para este tipo de filmación. Ahora prefiere los programas de entretenimiento  (bastante bobos, en mi opinión) y  de concurso como Escape perfecto, El legado y  Master Chef. Sin embargo, sus novelas sí ayudaron a varias actrices y actores a conseguir fama y dinero; por ejemplo, a Margarita Gralia y a Paola Núñez, como actrices, y a Omar Fierro, Sergio Basáñez y Andrés Palacios, entre los actores. Mencionemos, de paso, que Angélica Rivera, protagonista de  La Dueña (1995) y, en 2007, como la Gaviota, en la telenovela Destilando amor, y actual esposa del presidente Enrique Peña Nieto  declaró que había ganado 480 millones de pesos con TELEVISA, suma que le sirvió para comprar la tan cuestionada Casa Blanca de Las Lomas.

Esta introducción viene a cuento porque  TELEVISA y la Universidad Iberoamericana ofrecen desde hace tiempo un diplomado sobre guionismo, con  duración de dos años, para quienes están interesados en aprender a escribir guiones para telenovelas y también para series, aunque estas últimas no tienen tanto éxito entre los televidentes mexicanos.  Al concluir el diplomado, los estudiantes deben presentar, como tesis, una novela breve más diez capítulos listos para ser grabados.. Como es natural, son muchos los que estudian el diplomado, pero pocos los escogidos para colaborar con la empresa.  Sin embargo, ahora que se producen tantas novelas en Miami y en Los Angeles quizá puedan conseguir  trabajo allá.

Hagamos un breve recuento de algunas telenovelas famosas de TELEVISA. Por ejemplo, las tres filmadas por Thalía: María Mercedes (1992), Rosalinda (1999), y María la del barrio (1996). El actor y escritor de telenovelas, Ernesto Alonso, protagonizó una que llamó mucho la atención: El maleficio (1993). Podemos también incluir las diferentes versiones que se filmaron de Corazón salvaje (1993); la última, creo, protagonizada por Eduardo Palomo, Edith González y Ana Colchero (a la que también se le pagó una elevada suma) en la cual causó furor  el personaje de Juan del diablo. Notable fue también Los ricos también lloran (1979), con Verónica Castro, que presentaba la idea de que no sólo los pobres son desdichados.  Hubo también novelas infantiles entre las que destaca Mundo de juguete, filmada en los años setenta, con las actrices Graciela Mauri y Sara García.

La competencia, es decir, TELEVISIÓN AZTECA, intentó producir telenovelas de un corte distinto que incluyeran la política; por ejemplo, Nada personal (1996), con la famosísima canción (con el mismo título) de Armando Manzanero,  interpretada  por Lisette. El año siguiente (1997) se filmó Demasiado corazón, que no alcanzó  el éxito de la anterior. La más revolucionaria porque  presentaba ante la sociedad mexicana un tema tabú (el amor de una mujer mayor por un hombre más joven) fue Mirada de mujer (1997), con Angélica Aragón y Ari Telch en los papeles protagónicos.

La telenovela es un melodrama donde debe existir la mujer buena a la que le sucede toda una  serie de desgracias pero que, al final, resulta  triunfante. Luego, la villana, capaz de todas las maldades. ¡Ah! Aun cuando la mujer mexicana tiene el pelo obscuro, la protagonista por lo general era rubia, con ojos claros. La villana, entonces, era morena con el cabello negro.  El protagonista masculino,  asediado por la villana y acusado de robos y actividades ilícitas, se envuelto en muchos líos y corre el riesgo de perder a su amada, aunque todo se aclara al final. Luego, todos los demás personajes que conforman una especie de telón de fondo y que sirven para el lucimiento de los protagonistas. Imprescindible, además, en las telenovelas mexicanas es la presencia de la Virgen de Guadalupe, en estatua o en imagen, a la cual se encomienda la protagonista.

Muchas telenovelas contemporáneas son sólo refritos de otras filmadas años atrás  y, aunque el público lo sabe, sigue viéndolas y comparándolas con las anteriores.  Dicen algunos autores que la sociedad mexicana está tan habituada a este género televisivo que es imposible cambiarlo porque se corre el riesgo de perder a la audiencia. Por ejemplo, mencionan que se hizo un intento de presentar series que no tuvieron éxito aunque son tan populares en otros países, como los Estados Unidos.

El origen de las telenovelas se remonta al siglo diecinueve cuando existían las novelas por entregas. Es decir, se publicaba un capítulo por semana y se dejaba  en suspenso al lector que no sabía qué ocurriría después por lo que no podía dejar de comprar el periódico. Las telenovelas proceden de la misma manera: el final de cada capítulo contiene un elemento de suspenso que se resolverá al día siguiente.

Dado que la tecnología ha introducido muchos cambios en la sociedad contemporánea, no será posible hacer refritos de las historias del pasado. ¿Cómo serán las nuevas telenovelas? Los estudiantes egresados de este diplomado, ¿tendrán la habilidad de escribir historias  para las  audiencias de nuestros días? El cine ya ha producido filmes con temas actuales, por ejemplo, Tengo un e-mail (1998), protagonizada por Meg Ryan y Tom Hanks y dirigida por Nora Ephron. O como las noticias diarias son tan desalentadoras, ¿preferirá el público olvidarse de la realidad a través de la televisión? 


Las telenovelas mexicanas se han distribuido por el mundo y se han traducido a muchos idiomas, incluyendo el chino. Es cierto que la grabación de cada  episodio cuesta muchísimo dinero, pero ¿cuánto gana la empresa con esa distribución? Entonces, es muy posible que TELEVISA se adueñe del mercado ahora que TELEVISIÓN AZTECA le ha dejado el camino libre.  

Mi hermano Gonzalo

MI HERMANO GONZALO

Gonzalo a orillas del río Tunal 

Hoy quiero recordar a mi hermano Gonzalo con énfasis especial en la etapa de la niñez y la juventud. Llegó a este mundo el 2 de marzo de 1949, cinco años después del nacimiento de Alicia y diez después del mío. Su arribo fue un acontecimiento gozoso, especialmente para mi papá, pero también para mi mamá porque había tenido un embarazo difícil;  además, para deleite suyo, tenía el pelo chino, como mi papá, pero güero y era más blanco que  nosotros, los mayores.

En ese entonces todavía vivíamos en la amplia casa de la calle de Independencia, en Durango, y pasábamos las vacaciones en la Villa de Nombre de Dios.  Un día, no recuerdo cuántos años tendría Gonzalo, pero era todavía pequeño.  Estábamos jugando beisbol en el amplio patio  y yo estaba al bat. Para mi mala suerte, la pelota se estrelló en la cara de Gonzalo y le arrancó un diente. No recuerdo que llorara mucho.  Por fortuna,  era todavía uno de leche, así que seguimos jugando.  Cuando llegó mi papá de la Villa, se enfureció y me estampó una bofetada. Fue la única  vez en la vida que me dio un golpe.

Cuando estuve durante un año en el colegio en los Estados Unidos, Gonzalo  estaba en primaria y me escribió varias cartas que ahora lamento no tener a la mano porque destruí todas las que recibí antes de regresar. Eran cartas llenas de inocencia y de preguntas sobre la nieve, el cine o el río Mississippi que yo mencionaba frecuentemente porque me había fascinado. Me decía que esperaba con ansia mi regreso para que fuéramos a nadar.  Sin embargo, conservo las que yo les escribí a él y a Ricardo, quien nació después de Gonzalo. Como ejemplo, copio un párrafo de la que les envié el 20 de febrero de 1958:

Me hubiera gustado que la semana pasada hubieran estado aquí pues todo estaba nevado, y, además, los niños y niñas estaban patinando en el lago que estaba congelado y paseando en trineo. Yo no me animé a salir pues aparte de que hacía mucho frío, es muy difícil caminar en la nieve o hielo porque son muy resbalosos.

En otra carta, felicito a Gonzalo por su buenas calificaciones y por la notable mejoría de su letra.  Ya próximo  mi retorno a Durango, les comento que ya les había comprado lo que me pedían: canicas, dos camisas, un rompecabezas. No pude adquirir todo lo que deseaban, especialmente un radio de transistores, porque a duras penas y gracias a unas clases de español que di durante unas semanas, había ahorrado lo suficiente para mi pasaje de autobús.   Además, le ofrecía a Gonzalo que iríamos a nadar todos los días.

Luego de habernos mudado al departamento en la calle de Patoni, cuando  la situación financiera de la familia se volvió tan difícil y que extrañábamos el amplio espacio de que disfrutábamos en la casa de Independencia,  todos tuvimos que trabajar. Gonzalo  fue aceptado en los Almacenes Valdepeña, una tienda de telas donde el dueño vigilaba todo el movimiento desde un tapanco. Cuando una persona se interesaba por una tela, la empleada gritaba: “¿A cuánto le deja esta tela?” Y el señor Valdepeña respondía lo que le parecía conveniente.  Gonzalo tendría quizá doce o trece años y seguramente ayudaba a acomodar los rollos de tela, lo que le permitía ganarse unos cuantos pesos a la semana. Ricardo, que era muy chico, ayudaba a mi mamá a preparar dulces de nuez que luego vendían en distintos lados.

Cuando la familia emigró a la Ciudad de México, Gonzalo permaneció unos meses en casa de mi abuela materna hasta terminar la secundaria. Al llegar al Distrito Federal ya era demasiado tarde para presentar el examen de admisión a las preparatorias de la Universidad Nacional Autónoma de México, por lo que entró a la Universidad Lasalle.  Al graduarse, logró ser admitido en la Facultad de Medicina de la UNAM. Mi papá, con el afán de consentirlo y demostrarle el gran afecto que siempre le tuvo, le compraba todos los días una cajetilla de cigarros que depositaba en su  escritorio, lo que lo habituó al cigarrillo y le causaría problemas de salud a lo largo de su vida.

En 1969  adquirí mi primer automóvil, un Volkswagen. Tomé un curso de manejo que no me sirvió  mucho porque sólo consistió en dar vueltas alrededor de la Plaza de Toros a las 7:00 a.m. cuando no había tráfico. Logré sacar la licencia, pero no me animé a manejar el coche que permaneció guardado en el garaje. Durante un mes,  todas las noches, alrededor de las 10:00 p.m.,  Gonzalo, Ricardo y yo abordábamos el coche y me acompañaban a dar vueltas por distintas colonias para conocer las calles y avenidas pero, sobre todo, a adquirir confianza. Fue así cómo logré vencer al miedo a manejar.
 
En otra ocasión, los tres hicimos un viaje a Acapulco en mi Bocho. Nos hospedamos en el departamento de la familia de una amiga y la pasamos  muy bien. Yo iba a saludar a una pareja que me había ayudado mucho en Cape Girardeau y que venían en un crucero que se detendría un día en Acapulco. Cumplido ese propósito, nos dedicamos a asolearnos y disfrutar de la playa. Cuando una vendedora de bikinis se detuvo frente a nosotros, Gonzalo decidió que era el momento de adquirir uno para mí. Me dijo: “si no te lo pones ahora, ya nunca te lo pondrás”. Y tenía razón porque mis veinte años ya habían quedado atrás.

Para el servicio social lo enviaron a Chupícuaro, un pueblo en el estado de Guanajuato, cercano a Acámbaro adonde se llegaba por un puente construido seguramente en los días de la colonia por que el que pasaba un solo coche, de manera que había un empleado en una caseta que vigilaba el tráfico. En su casa abrió una pequeña clínica y atendió a muchos pacientes. Recuerdo el caso de una niña recién nacida que su madre llevó porque se había caído de la cama y tenía un severo golpe en la cabeza. Gonzalo la cuidó amorosamente y la salvó. Se encariñó tanto con ella que yo le sugerí adoptarla. Mi papá y yo estábamos de visita ese fin de semana, así que le dije: “Si se la entregas a su madre, se va a morir pronto”. Y así sucedió: una semana después la niña había fallecido. Fue un duro golpe para Gonzalo.  Algunos pacientes se encariñaron tanto con él y le tenían tanta confianza que, años después, cuando ya vivía en Querétaro, viajaban para verlo en fin de semana.

Mi hermano Gonzalo falleció en enero de 2013. No llegué a tiempo a Querétaro para decirle adiós.  Durante el último año habíamos tenido una muy frecuente comunicación, excepto en diciembre de 2012 cuando yo estuve cinco semanas en Ben Franklin, Texas, en el rancho de unos amigos. Quizá sea por eso que está siempre presente en mis pensamientos, además de que me encantaría conversar con él sobre mis problemas de salud. ¡Era un médico excelente!
















   

Aventura con las golondrinas

UNA AVENTURA CON LAS GOLONDRINAS

“Unas golondrinas están construyendo su  nido en la pared de la entrada de tu casa”, me dijo alarmada una prima que me hizo el favor de cuidarla mientras yo estaba en la Ciudad de México. . Ignorante de lo que eso significaba, repuse: “No te preocupes. Cuando llegue me encargo del asunto”.
A mi regreso, el nido  estaba ya  en plena construcción y la pareja de golondrinas se ocupaba activamente de  terminarlo. Yo me divertía viendo cómo volaban incansablemente de un lado a otro acarreando el lodo en sus picos y observando el avance de su morada.  Llegó el día en que la golondrina hembra se acomodó en el nido y puso sus huevos. El macho se apostó como vigilante en la herrería de una ventana. Hasta ahí, todo iba bien.

Un buen día nacieron los polluelos. Entonces las golondrinas iban y venían a los árboles en busca de insectos o lo que sea que se necesita para alimentarlos. Todavía seguía yo divirtiéndome y admirando el esfuerzo de las aves. La situación dio un giro radical cuando los polluelos empezaron a crecer y a colgarse del nido para defecar lo que implicaba que yo tuve que cubrir con periódicos (que cambiaba dos o tres veces al día) el piso de la entrada. Me armé de paciencia, me sentí un alma buena porque toleraba a las aves recién nacidas y esperaba que pronto aprendieran a volar y se alejaran de la entrada de mi casa. Por supuesto, ya era imposible sentarme afuera, en el garaje, en mi silla favorita a leer por las tardes porque había corucos  (pequeños parásitos de las aves domésticas) que provocan mucha comezón. Me di ánimo para conservar la paciencia pensando que pronto me libraría de las golondrinas y destruiría el nido.

Efectivamente, un buen día los polluelos salieron  e imitaron  a su madre probando sus alas.  Me sentí feliz. De pronto, una mañana observé que la hembra estaba nuevamente en el nido empollando. Me invadió la furia. Habían pasado tres meses. Había soportado  con paciencia infinita todas las molestias provocadas por las aves. Ahora, empezaría de nuevo el proceso.

Cada día me costaba más trabajo soportarlas y empecé a odiarlas. Comprendí de pronto al vecino que cuando unas palomas pusieron sus huevos en el techo de su casa, subió y los  aplastó. Le di la razón. Ahora tenía que seguir cuidándome para que el excremento de los polluelos no cayera sobre mis cabellos. Un día, un polluelo estuvo a punto de caer al defecar y yo estaba entusiasmada esperando que cayera.  Lamentablemente, logró trepar y refugiarse en el nido.

Una tarde monté en cólera. Tomé un insecticida en aerosol y empecé a rociar hacia arriba (el nido estaba muy alto) con la esperanza de que el producto envenenara a los polluelos. De pronto, oí un chillido de alarma emitido por la madre advirtiendo a sus hijos del peligro  para  que se escondieran lo más abajo posible dentro del nido. La golondrina se dejó venir cual flecha veloz dirigida hacia mi cabeza (yo estaba de espaldas)  pero logré esquivarla y no me hizo daño.  Era la venganza de una madre por la amenaza  contra sus hijos.

Transcurrieron todavía no sé si tres o cuatro semanas y un buen día las golondrinas emigraron. Antes, en el pretil de la azotea se reunió un grupo de aves que trinaban ruidosamente. Parecían un  grupo de comadres que se juntaran para despedirse, comentar los sucesos de su estancia  y desearse buena suerte en el camino.

¡Qué felicidad! La entrada a mi casa quedaba libre y recuperaba el espacio para disfrutarlo por las tardes. Con la ayuda del jardinero, desinfecté lo mejor que pude el suelo y los muros y me dispuse a disfrutar del otoño y del invierno. La primavera se veía muy lejana.

El tiempo pasó y sabedora de que las golondrinas regresan al sitio donde estuvieron el año anterior, me preparé, nuevamente con la ayuda del jardinero, para impedir que de nuevo construyeran el nido en ese rincón del techo que les brindaba mucha seguridad porque hasta ahí no llegarían otras aves que pusieran en peligro a los polluelos.

Compré un plástico grande y, aunque afeara la entrada, lo clavamos cubriendo todo el espacio arriba de la puerta. Las golondrinas llegaron e intentaron entrar por algún resquicio pero allí estaba yo para impedirlo. Y lo logré. Al fin, se convencieron de que tendrían que buscar otro sitio y lo encontraron quizá en alguna azotea cercana porque todavía, para retornar a su nido, las veía confundirse, dirigirse hacia mi entrada y luego volar hacia afuera.

La primavera siguiente ya no se dirigieron a mi casa.   El plástico estaba de nuevo en su lugar y yo las observaba atentamente. Estos últimos años han venido menos aves. Quizá tuvieron experiencias semejantes a la que vivieron conmigo y volaron más lejos en busca de sitios más seguros. Cada vez hay más fraccionamientos  por este rumbo y pocos lugares donde puedan anidar. Tampoco se reúnen ya en el pretil de mi azotea y extraño sus  gorjeos de felicidad.

El poeta español Gustavo Adolfo Bécquer escribió: “Volverán las oscuras golondrinas/en tu balcón sus nidos a colgar/y, otra vez, con el ala a sus cristales/jugando llamarán”.  Versos más adelante concluye: “aquéllas que aprendieron nuestros nombres…ésas ¡No volverán! “