HISTORIA DE UN
PERRILLO QUE BUSCABA UN HOGAR
Una fría mañana de diciembre encontré a un perrillo hecho un ovillo junto a la
llanta delantera izquierda de mi coche. Se veía asustado. Sólo me miró pero siguió en
la misma posición. Era pequeño, como cruza de chihuahua con otra raza. Su pelambre era amarillo como es usual en los
animales callejeros. Como no iba a salir, lo dejé tranquilo y pensé que en
cuanto se repusiera, se iría.
No fue así. Cuando me asomé al
mediodía, permanecía en la misma posición.
Como no quería que me obligara a aceptarlo, no le di ni agua ni comida.
En la noche, no se había movido todavía.
Sólo le di una rebanada de jamón que engulló ávidamente (era lo que tenía, no
pensé que podría comer frijoles) y un
poco de agua que bebió con ansiedad. Le
puse encima unos trapos viejos para que
no tuviera tanto frío y lo dejé donde estaba.
A la mañana siguiente, ya se
había movido: no estaba junto a la llanta. Pensé que ya se habría ido, pero al
rato regresó. Luego, cuando salí con el coche corrió tan aprisa como se lo
permitían sus patas para alcanzarme. Se dio por vencido media cuadra después y
se regresó a la casa. Cuando llegué a la caseta de entrada los vigilantes
me informaron que nadie había preguntado por él ni tampoco sabían cómo había
llegado. Me instaron a que lo adoptara porque quizá era una señal que Dios me
había enviado. Yo también había pensado ya en que mucho se ha dicho y escrito
sobre la compañía que las mascotas que brindan a las personas mayores y cómo
ayudan a que uno mismo deje de pensar en sus males o en su soledad. Sin
embargo, todavía tenía muchos peros: cuánto costaría el veterinario para
bañarlo y desparasitarlo, necesitaba de urgencia un suéter y también una casa donde dormir. No me
apetecía tenerlo adentro de la mía y que
la marcara toda como su territorio.
Comentando esta historia con las
amigas, encontré mucha solidaridad. Natalia me dio el teléfono de un
veterinario de honorarios aceptables y me regaló croquetas para alimentarlo.
También me informó que conocía un bazar donde vendían una casita para perro.
Anhel dijo que una amiga suya me regalaría un suéter. En fin, las dificultades
principales estaban resueltas. Aun así,
yo titubeaba. Esa tarde salí en el coche; el perrillo hizo gala de sus fuerzas
y se lanzó tras de mí. Como me detuve en
la caseta de entrada, me alcanzó y se puso muy contento. Los vigilantes lo vitorearon y no dejaron de decirme: Vea
cómo la quiere. Por la noche, el
perrillo se acercó a la puerta y emitió un
llanto muy tímido rogando que lo dejara entrar. No me dejé conmover y
sólo le di una salchicha para cenar.
Durante la noche estuve pensando
qué nombre le convendría: Bimbo, Tino, Tito, Bolo, Canelo. Me gustaba Lobo, pero era absurdo dado el
tamaño del animalillo. Sin quedar convencida con ningún nombre, me dormí. A la mañana siguiente retozaba en el jardín
lleno de alegría. Quizá sentía que, ahora sí, ya había encontrado un hogar.
Seguí llamado al veterinario sin suerte. Me ocupé en la cocina y más tarde salí
para darle croquetas. No se veía por
ningún lado. Pensé que se habría ido a correr un poco para combatir el frío y
que pronto volvería. En la noche, la ausencia se hizo definitiva. Les pregunté
a los vigilantes si lo habían visto salir y dijeron que no. Entonces, había dos posibilidades: o bien,
alguien se lo había llevado porque sería un bonito regalo para sus hijos, o
bien, una persona a quien no le gustaba que los perros
estuvieran afuera de la casa, había
decidido tirarlo muy lejos para que no regresara. La tristeza y un sentimiento
de culpa me invadieron.
A la mañana siguiente, sin
proponérmelo, lo busqué con la vista desde la ventana de la cocina. Ahí estaban
el cacharro con agua, el otro con las croquetas y los trapos. El perrillo había
desaparecido.
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