NAVIDAD EN EL CAMPO
Hace dos años pasé el mes de
diciembre en un pequeño rancho en Ben Franklin, al noreste de Dallas, Texas,
propiedad de una amiga mía y de su esposo. Lynne trabajó en esta ciudad hace
cincuenta años cuando apenas se iniciaba el Colegio Americano. Y entonces
comenzó también nuestra amistad. Sonriendo,
recuerda que durante el invierno salían de los salones para disfrutar del calor
del sol. Ahora, en cambio, a pesar de
estar lejos de la ciudad, disfrutan de todas las comodidades, incluyendo, por
supuesto, la calefacción central.
Hacía mucho tiempo que no entraba
en contacto con la naturaleza y estos días en el campo me brindaron la oportunidad
de reflexionar sobre la madre naturaleza. Lo primero que noté fue el silencio.
No tienen televisión; un aparato de radio nos informaba por las mañanas de los
sucesos locales y, sobre todo, del pronóstico del tiempo. Ben Franklin es una comunidad aislada; antes
no era posible encontrarla en los mapas; para situarla era necesario decir: “se
encuentra entre Paris y Commerce”. Hoy, especialmente con los GPS, rápidamente
se localiza el sitio y la forma de llegar hasta allá.
El silencio, pues, domina el ambiente. Una carretera divide a
este rancho (sin nombre) del de sus vecinos y permite la circulación de
vehículos hacia el norte y hacia el sur. Apenas se ven por ahí unos cuatro o
cinco durante el día. Poco antes de las seis de la tarde, cae la noche y el
silencio se torna más profundo. Entonces, el momento es propicio para reflexionar
sobre la vida, el movimiento, la naturaleza, la amistad, el espíritu. Hace unos
veinte años (la primera vez que fui) todavía se podía admirar el cielo
estrellado. La oscuridad era profunda y nada turbaba la paz que, con el frío, se
tornaba más intensa. Hoy, las luces de
las ciudades vecinas manchan el firmamento y apenas si se distingue una
estrella.
Si bien el cambio de color del
follaje no es tan marcado como, por ejemplo, en los estados de Massachusetts y
Rhode Island, donde la explosión del rojo y del amarillo deslumbra incluso a
quienes lo viven año tras año, en este
rincón de Texas sí pueden observarse algunas transformaciones: hay árboles que conservan
su verdor, aunque un poco más pálido. Otros mezclan el amarillo con el rojo y
algunos destellos de verde. Otros más se quedan desnudos.
Sorprendente resultó para mí la
posibilidad de observar a los pájaros desde la puerta de cristales de mi
cuarto. Afuera, donde se derramaba un poco de maíz para alimentarlos, los
pájaros azules, rojos, café con rojo, cafés y negros (esos black birds of Texas, como los llamó Borges en un poema) convivían
mientras se alimentaban vorazmente. Se
veían gordos; en realidad, su plumaje
esponjado los protegía del frío. Al principio, el simple hecho de correr la
cortina propiciaba que, espantados, levantaran el vuelo. Días después, se
acostumbraron a este leve ruido y ya no huían despavoridos. Cuando el
meteorológico anunciaba un descenso en la temperatura, los pájaros picoteaban con mayor frenesí, como
aumentando su energía para soportar incluso
la nieve. Por su parte, los colibríes bailaban alrededor de los bebederos
colocados en sitios más protegidos del viento y del frío.
Las traviesas ardillas gozaban
subiendo y bajando de los árboles y buscando nueces entre las hojas caídas.
Luego, brincaban de un lado a otro y teníamos la impresión de que montaban un
espectáculo para nuestra diversión. En dos ocasiones, al circular en la noche por
la carretera desierta, nos sorprendieron los venados que corrían siguiendo la
carretera. Nos miraron con sus grandes
ojos asustados y desaparecieron en un santiamén.
Me tocó escuchar de labios de los
propietarios de los ranchos historias de los cerdos salvajes, mucho más grandes
que los comunes y armados de dos temibles colmillos con los que se defienden y
atacan si, al disparar, el tiro no logró herir al animal en un lugar vulnerable. Grande fue mi sorpresa que en
todos los ranchos por donde pasamos había burros que convivían con los
caballos. No sé quién afirmó que son muy
buenos para conservar la armonía y la calidad del pasto, de manera que ahora
están ahí, cafés o beige, sin que nadie piense en que son inútiles.
En el desfile de Navidad de la
ciudad de Paris, que empezó con toda puntualidad a las 6:00 p.m., tuve la
oportunidad de admirar a unos extraordinarios caballos percherones. Dos
carretas llenas de felices estudiantes pasaron tiradas por estos animales,
color palomino, en tanto que otra, de mayor tamaño, era arrastrada por un
formidable percherón color negro, al cual habían acicalado para la gran fiesta.
Su pelaje relumbraba con maravillosos reflejos. La carreta hizo un alto
precisamente donde yo me encontraba, casi convertida en una estatua de hielo, y
tuve que contener el impulso de acariciarlo.
La Navidad en Ben Franklin fue un
agasajo para la vista. Como en el norte de nuestro país, sufrieron una
fuerte sequía, pero durante mi estancia llovió tres días seguidos. ¡Cómo
deseaba yo que esas nubes continuaran su camino hasta acá! No fue así. El campo
se ve verde porque los propietarios siembran trigo para alimento del ganado y
la tierra no tiene una apariencia resquebrajada. La fiesta de la Navidad, los alegres villancicos, el despliegue en la
decoración de las fachadas, el invierno que enfría el ambiente y transforma la naturaleza,
las tardes dedicadas a la lectura o a una vieja película, fueron una grata
experiencia.
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