TRAS
LAS HUELLLAS DE ANDREA PALMA
Hacia finales de
1996 decidí entrevistar a mi tía Rosario
Bracho Pérez Gavilán, la menor de los doce
hijos (de los cuales sobrevivieron once) que formaban la numerosa familia de
Julio Bracho Zuloaga y Luz Pérez Gavilán Guerrero enumerándolos en el orden en
que ella los mencionó aquella tarde: Luz, Julio, Jesús, Guadalupe (Andrea
Palma), Refugio, Rosa (monja), Toribio (jesuita y misionero), Miguel,
Felipe, José y Rosario. Julio Bracho Zuloaga era propietario de la hacienda La Ochoa (de la que hoy sólo se
conserva la capilla) en el municipio de Poanas, así como de una fábrica de
hilados y tejidos que también producía mantas. En los primeros años del siglo
veinte, dicha hacienda pertenecía a “Ignacio, Refugio, Carlos, Julio y María
Bracho Zuloaga (hijos de Toribio, quien a su vez la heredó de su padre Rafael
Bracho Sáenz de Ontiveros) quienes
formaron la Sociedad Bracho Hermanos para trabajarla”.[1]
Al iniciarse la revolución, Julio Bracho
Zuloaga fue elegido jefe de la Defensa
Social en Durango, lo que lo obligó a emigrar, junto con su familia, a la Ciudad de México. Lo que quedó de La Ochoa después del reparto
de tierras se dividió entre Julio y Jesús (así lo afirmó mi tía Chayo
aquella tarde), quienes deben de haber extendido un amplio poder notarial a su
hermana para viajar a Durango, en los
años cincuenta del siglo pasado, para ocuparse de “un asunto de tierras”, como ella
decía sin añadir detalles. Se hospedaba en casa de mi abuela Josefina y fue así
como la conocí. Finalmente, cuando se concluyeron las negociaciones respecto de
los terrenos, dejó de venir a Durango.
Años después mi
madre y yo disfrutamos muchísimo de su
compañía en el Distrito Federal. Tenía tres hijos y, para ayudar a la economía familiar, se dedicaba a
coser hermosas cortinas de brocado y
otras telas suntuosas que después adornaban elegantes residencias de la Colonia del Valle, de la
Cuauhtémoc o de las Lomas de Chapultepec.
Además de ser prima hermana de mi madre, fue también una gran amiga. Los
domingos solían comer juntas y después ir al teatro a disfrutar de una
comedia o de una opereta; por entonces,
era común que Enrique Alonso o Manolo Fábregas montaran obras divertidas y también se ponían
en escenas operetas como La viuda alegre (de Franz Lehar) , donde se lucía Cristina Ortega, o El murciélago (de Johann Strauss), con
Ernestina Garfias. Era una mujer muy
bella y distinguida, sin duda más hermosa que su hermana Andrea e, incluso (según mi opinión), que Rosa, quien profesó con las Madres de la
Cruz y de quien se dice que estuvo enamorado el poeta Antonio Gaxiola
Delgadillo (1890-1917), muerto a los 27 años durante la Revolución. Conocí a mi tía Rosa en Durango cuando fue
enviada al convento local. A pesar de los rigores conventuales y de los serios problemas de la columna vertebral que por entonces padecía,
conservaba la belleza de la juventud y sus
rasgos aristocráticos sonriendo con los
labios y los ojos luminosos.
En aquellas comidas nunca hablábamos de sus famosos hermanos: Julio (1909-1978), director de cine,
Jesús (1910), camarógrafo, y Andrea Palma (1903-1987), actriz. Comentábamos los
sucesos y las preocupaciones de la vida cotidiana. Pero aquella tarde cuando la
visité en su departamento de las calles de Río Hudson, en la Colonia
Cuauhtémoc, mi objetivo era precisamente conversar acerca de Andrea (1903-1987). A Julio nunca lo
conocí; a Jesús, lo vi en una ocasión y
a Andrea la saludé, junto con mi madre, al terminar dos obras de teatro cuando fuimos
a su camerino y ella, con gran cordialidad, nos abrazó a las dos.
Mi tía Chayo estaba muy enferma, casi ciega, de
manera que sus recuerdos fluían sin orden alguno en la cronología. A veces,
guardaba silencio, seguramente ensimismada en memorias familiares y en sus días
de adolescencia cuando la familia, reunida, compartía penas y alegrías. Se rehusó a que grabara la
conversación. Los datos que me dio no
coinciden plenamente con el relato que Andrea hacía de sus inicios en el cine. Sin embargo, no hay
que extrañarse, porque, en última
instancia, como afirma el escritor argentino Tomás Eloy Martínez en su novela Santa Evita (2008), “cada quien
construye el mito del cuerpo como quiere”. [2]
Por una parte, cuando las personas hablan de su propia vida,
omiten datos, agregan otros, todo ello
con el propósito de crear su propia leyenda o inventar la historia como les gustaría que hubiera sucedido. Por la otra, mi tía Chayo
hacía hincapié en las relaciones familiares, en la reacción de sus
parientes frente al papel que Andrea
interpretó en La mujer del puerto
(1933). El padre ya había fallecido, la madre consideró que se trataba de “la
tragedia de su vida” y los hermanos, más tolerantes, apoyaron la carrera
cinematográfica de Andrea. No obstante, mi tía Rosario
afirmaba que la carrera de su hermana había repercutido sobre su propia vida limitando su libertad por el
estricto control ejercido sobre ella por su madre Luz. Aquí recuerdo que, en el
caso de Ramón Novarro y según su biógrafo Andre Soares, en su libro Beyond Paradise. The Life of Ramon Novarro (2002) , su madre siempre se condolió del éxito alcanzado por
Novarro como actor lamentando que no hubiera continuado con sus estudios
musicales ya que mientras residieron en Durango ofrecieron conciertos de piano
tocando a dúo y lo mismo hicieron en las tertulias familiares en sus primeros
años en Los Angeles.
A su arribo a la
capital del país, durante aquellos días difíciles, doña Luz Pérez Gavilán de
Bracho, auxiliada por sus hijas, contribuía al sostenimiento de la familia elaborando
pasteles y dulces que entregaban para su venta en la Dulcería
Celaya, en las calles de 5 de Mayo, en el Centro Histórico de la Ciudad de
México. Andrea, aficionada a la sombrerería y con dotes para
la costura, abrió la “Casa Andrea”,
donde confeccionaba elegantes sombreros en los estilos acostumbrados para
asistir al hipódromo o al frontón que eran muy demandados por las señoras de sociedad. Al terminar la
jornada, acompañada de su prima Teresa, frecuentaba el teatro de Gómez de la Vega donde una noche
sustituyó a una actriz enferma dado que sabía bien el papel. Tal fue el inicio
de lo que sería una brillante carrera cinematográfica. El apellido Palma le fue sugerido por su gran amigo, el pintor
Adolfo Best Maugard (1897-1965) que también incursionó en el cine cuando el
director ruso Serguei Eisenstein filmó
en nuestro país.
En busca de mejores horizontes, Andrea cerró la casa de sombreros para viajar a Los Ángeles, California, con el fin de entrevistarse con su primo
Ramón Novarro, entrevista frustrada por la celosa madre del actor, según
recordaba mi tía Chayo. Sin
amedrentarse por el frío recibimiento de
su tía, consiguió alojamiento con su prima Teresa Bracho y empleo en una
fábrica de sombreros a donde la famosa actriz Marlene Dietrich, siempre difícil
de complacer, acudía en busca de nuevos
diseños. Quiso la suerte que fuera Andrea quien la atendiera confeccionándole novedosos sombreros y tocados que la dejaron muy
complacida. Como consecuencia de la
admiración que despertó en ella la actriz alemana o como un homenaje sin
palabras, cuando personificó a Rosario,
la protagonista de La mujer del puerto, imitó algunas de sus poses y ademanes al grado que Luz Alba
(seudónimo de Cube Bonifant) afirma: “No se comprende por qué se empeña tanto
en imitar a Marlene Dietrich. Andrea Palma no necesita hacerlo”.
Siguiendo su
costumbre, Andrea y Teresa iban al cine o al teatro al finalizar las diarias
tareas. Una noche, al salir del cine, conoció a Arcady
Boytler. Días después recibió una llamada telefónica del famoso director
invitándola a protagonizar la película antes mencionada, en el rol que escandalizaría
a su familia. El responsable de la fotografía fue Alex Phillips, especialista en close-up. Una vez concluida la filmación,
al ver las pruebas, Andrea se preguntaba: “¿De dónde me habrá
sacado ese hombre la belleza que no
tengo?”, a lo que el fotógrafo respondió: “La calavera, la calavera vale
millones”. Presumida, en esa misma entrevista, agregó: “Claro que después salí
más bonita en una película con Figueroa, pero él aprendió de Alex”. [3]
Andrea prefería el
teatro al cine, y no es ninguna sorpresa. Heredó esa afición de su familia y
quizá también de su corta vida en la hacienda. En esa época, era común que las
personas que vivían en un rancho o en un lugar apartado escribieran y
representaran sus propias obras de teatro invitando a los vecinos. Así lo relata Elena Garro en un pasaje de su novela Los
recuerdos del porvenir (1977), donde
la protagonista, Isabel Moncada, y sus hermanos, que viven en Puebla, escribían
pequeñas obras de teatro que luego representaban para sus padres armando la
escenografía con sábanas, manteles y lo que encontraran en la casa.
En distintas
ocasiones, los Bracho, Guerrero, Cincúnegui, Gómez Palacio y otras personas de
la sociedad durangueña escenificaban zarzuelas o comedias con propósitos benéficos.
Por ejemplo, el día 22 de febrero de 1896 en el periódico El Estandarte, de la ciudad de Durango, apareció una reseña comentando la puesta en escena de la zarzuela La
fille de Madame Argot, de Lecoq, en el Teatro Coliseo, por integrantes de
las familias mencionadas. Los fondos
recaudados se destinarían al Asilo de Huérfanas que los Pérez Gavilán sostenían
desde 1890. Relata que de los palcos
superiores arrojaron unos versos dedicados
a la señorita Concepción Guerrero, que interpretó
“espléndidamente un difícil papel donde
lució su afinada voz”, calificando, además, a la señora Leonor P.G. de
Samaniego (madre de Ramón Novarro), de “bella y virtuosa”. Los primeros versos
de ese poema dicen:
¿Por
qué mágica fuerza, irresistible,
Has
venido hoy a la teatral escena,
Tú,
siempre tan modesta y apacible?
Te
trajo tu virtud, porque eres buena.
Andrea llegó al
Distrito Federal cuando tenía diez años. Concluida su tarea escolar, siempre
encontraba tiempo para escribir obras de teatro que representaba en su casa para deleite de su padre que la
premiaba con generosos aplausos. Seguramente recordaba las piezas que montaba
la familia en Durango antes de su partida hacia la capital del país. Su carrera
cinematográfica se inició más tarde pues antes se impuso la necesidad económica
de salir adelante, lo que la llevó a
la sombrerería. No obstante su afición por escribir argumentos teatrales, creemos que no
dejó ninguna obra escrita o
publicada. A lo largo de su carrera,
según recordaba mi tía Chayo, interpretó
papeles de mujer fatal y madre abnegada, pero también encarnó a Sor Juana Inés
de la Cruz en 1935 en una película que, en opinión de Andrea, resultó
“mediocre”. No obstante, afirmaba: “puse mis cinco sentidos en ella y me veía
estupenda de monja”. [4]
En La mujer del puerto, inspirado en la novela Le
port, de Guy de Maupassant (1850-1893), la actriz dio vida a Rosario, apelativo de moda en esos años y, en
este caso, polémico porque a pesar de su connotación religiosa, Rosario se ve
envuelta no sólo en la prostitución sino en una relación incestuosa al
enamorarse del marinero Alberto Venegas (Domingo Soler), quien resulta ser su
hermano. En el ámbito literario, Rosario
se llamaba la mujer de quien se enamora el general Aguirre en la novela La sombra del caudillo (1929), de Martín
Luis Guzmán, y que, en opinión de Axkaná González, uno de los personajes más
importantes de la obra, caería en la prostitución una vez que Aguirre la
abandonara. Andrea filmó, además, la
película El Rosario (1943), que la
dejó muy satisfecha. Estaba convencida de que su personaje era “precioso, muy
sentimental y abnegado”, amén de que cuando se estrenó en el Palacio Chino, “no se oía ni el vuelo de
una mosca, la gente estaba conmovida y se sentía un respeto enorme”.[5] En otras palabras, en esos días el sustantivo rosario servía para referirse a un rezo, como nombre propio -ya
para una prostituta, ya para una mujer abnegada-, o para hablar de una cadena de desventuras.
En la escena más
recordada y bien lograda desde el punto de vista cinematográfico de la citada
película, se aprecia a Andrea Palma ataviada con un vestido negro de manga
larga, con la espalda descubierta y un chal rematado en flecos que se le resbalaba de los hombros. “El
traje era precioso”, decía Andrea, “el escote en la espalda le daba un toque
tremendo”. El chal lo tomó prestado de su
madre -¡oh, contradicción!- y concluía: “¡Fíjese qué error! Un personaje
con dicho vestuario no era real, no podía ser. Sin embargo, existió”. [6]
Interpretó nuevamente
a una prostituta en Ave sin rumbo (1937)
y, en cierta manera, en Distinto amanecer
(1943) donde encarna a Julieta, una
fichera obligada a trabajar en un cabaret por razones económicas, en tanto que
Pedro Armendáriz da vida a Octavio, un honesto líder sindical perseguido por
haber descubierto a un gobernador corrupto. Desde nuestro punto de vista, hay
dos escenas memorables en esta película;
la primera es cuando Julieta y Octavio bailan al ritmo de “Cada noche un amor”,
interpretada por Ana María González, escena calificada por el crítico de cine Diez
Martínez como “Una de mis escenas románticas favoritas del cine mexicano”, y muy difícil de filmar, según algunos, porque ambos
actores rivalizaban por atraer la atención de la cámara. En la segunda, al final de la película, Julieta le entrega a Octavio los documentos
comprometedores que lo habían puesto en peligro y lo ve alejarse en el tren
mientras ella permanece en el andén (no lo acompaña porque debe cuidar de
Juanito, su hermano menor). Esta escena recuerda a la interpretada por Humphrey Bogart (Rick) e
Ingrid Bergman (Ilse) en otra película histórica: Casablanca
(1942). Aquí Ilse abandona a Rick y
viaja en avión con su marido Lazlo (Paul Henreid), un personaje crucial en la guerra
contra los nazis en la segunda guerra
mundial, a quien Rick entrega unos documentos secretos. Es decir, al igual que Rosario, Ilse antepone el deber
al amor y ve cómo Rick se queda en tierra a medida que el avión despega.
La filmografía de
la actriz nacida en Durango es considerable. Como películas importantes en su
carrera destacaríamos Bel ami (1946),
Tarzán y los monos (1948), Aventurera (1949) y Ensayo
de un crimen (1955), y Miércoles de ceniza (1958). Filmó,
asimismo, dos películas en Hollywood: The Last Rendez-vous (1936), con Pepe Crespo, y La Inmaculada (1939), que le pareció
“horrible”. Sus experiencias en California la dejaron muy descontenta por lo
que opinaba que aun cuando había figurado como primera actriz, prefería actuar en su país.
En uno de sus
viajes a España conoció al actor Enrique Díaz Indiano, con quien contrajo
matrimonio, aunque no tuvieron hijos. A su muerte, la actriz continuó viviendo
sola en su departamento hasta que consideró necesario instalarse en la Casa del
Actor buscando la compañía de personas
afines con quienes compartir experiencias y recuerdos. Allí falleció el 11 de
noviembre de 1987. Andrea consideraba que la suya había sido una vida dichosa
porque había disfrutado del teatro, del
cine y del amor: “Yo no hubiera sido
totalmente feliz sólo con amor, por más que me adoraran y que adorara; y
tampoco me hubiera sentido enteramente dichosa en el teatro y el cine si no
hubiera tenido el amor que tuve. Me he realizado completamente. Y todavía
muerta y hasta calavera, quiero estar en un foro”. [7]
El recuerdo de mi
tía Chayo me asaltó de pronto a principios de este año cuando tropecé, sin
buscarlo, con las notas que había tomado en aquella entrevista y que
permanecían olvidadas en el archivero. Empecé entonces a sumergirme en la vida
no sólo de Andrea, sino de los Bracho en general y comprendí mejor las
siguientes palabras que Tomás Eloy Martínez escribe a propósito de su interés
por contar la vida de Eva Perón: “las almas también aspiran a que alguien las
escriba. Quieren ser narradas, tatuadas en las rocas de la eternidad. Un alma que no ha sido
escrita es como si jamás hubiera existido. Contra la fugacidad, la letra.
Contra la muerte, el relato”.[8]
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