RECORDANDO A MI PADRE
El domingo 18 de junio se celebró en México el Día del Padre
y, como es natural, lo recordé. Nunca he sido muy partidaria de escribir sobre
mi familia, aunque sí lo hice sobre mi hermano Gonzalo cuya muerte intempestiva
me sacudió profundamente. Era el cuarto de mis hermanos que se adelantaba en el
viaje al otro mundo y nos llevábamos muy bien, además de que era un excelente
médico que podía recetarme por teléfono.
Mi padre, Carlos Fiscal Irigoyen, nació en la ciudad de
Durango el 21 de mayo de 1911. Su
familia vivía en la Villa de Nombre de Dios, en ese entonces de difícil acceso
por la falta de carreteras y porque el tren no pasaba por ahí sino por Tuitán.
Pienso ahora que quizá mi abuela tenía algunos problemas con el embarazo y
entonces decidieron que viniera a Durango para consultar a un buen médico.
No tuvo una buena educación formal básica, pero en la
juventud ingresó a la Academia Comercial Pedro Chávez, que estaba ubicada en
una bella casa en la calle de Bruno Martínez. Tengo la sospecha, porque nunca
la confirmé, que fue allí donde conoció a mi madre Rosa Pérez Gavilán y se
enamoró de ella. Fue un galán insistente y finalmente contrajeron matrimonio el
8 de enero de 1914 en la Parroquia de Santa Ana.
Fui la primera hija del matrimonio y, para suerte de mi papá
y tristeza de mi mamá, nací siendo muy semejante a él: morena, ojos oscuros, y
pelo negro chino (como se decía entonces). Creo que fue por esas características
que mientras viví en la casa familiar,
cuando se llegaba mi cumpleaños, el 4 de octubre, día de San Francisco de Asís,
me despertaba con los siguientes versos de una canción popular en esos días: Aquella que va río abajo se llama Panchita.
Como pasábamos los veranos en la Villa de Nombre de Dios y
el río Tunal entonces no estaba contaminado nos enseñó a sus cuatro hijos
mayores a nadar en sus aguas y a conocer cuándo la corriente era peligrosa.
Tenía dos tiendas de abarrotes que tenían una buena clientela porque entonces
todavía la gente compraba en el pueblo. La situación cambió cuando se abrió la
carretera panamericana y entonces la gente viajaba a Durango para hacer sus
compras. Ese fue el principio del fin.
Vivíamos cómodamente en una amplia casa en la calle de
Independencia y asistíamos a buenos colegios, por lo que suponíamos que
podríamos continuar nuestros estudios fuera de Durango. La sorpresa fue
mayúscula cuando nos dimos cuenta que estaba en bancarrota y que había perdido
todos los terrenos que había heredado de su padre. Fue una terrible desilusión
para nosotros y yo, para decir verdad, no podía comprender que hubiera cometido
tales errores.
Cuando llegamos a México vivimos al principio en un pequeño
departamento que yo había rentado para Carlos, mi hermano, y yo. Así pasamos un
tiempo hasta que regresó Eduardo, graduado en la Wharton School of Economics,
de la Universidad de Pennsylvania, y empezó a trabajar, lo que nos permitió
tener una mayor holgura económica. Entonces, la familia se mudó a una buena
casa sobre la calle de Nueva York, en la Colonia Nápoles.
Cuando decidí estudiar un curso de profesora de inglés, y
que las clases eran a las 7:00 a.m., mientras yo tomaba un rápido café, mi papá
sacaba mi coche de la cochera y lo tenía listo para que yo no me demorara; así,
nunca llegué tarde a clase y obtuve mi diploma. Por esos días yo nadaba todos
los fines de semana en el Club Condesa, y luego comía en casa de mis padres.
Siempre llegaba después de las 3:00 p.m., pero él me esperaba.
Ya en Durango había estado enfermo de una grave úlcera que lo
tuvo en cama durante muchos días, pero yo creo que el mal se recrudeció en la
Ciudad de México, por lo que lo operaron en el Centro Médico del Seguro Social.
Pasaron los años y el mal reapareció; quizá era cáncer. Un día le dije que lo
llevaría al Seguro nuevamente para que lo atendieran y me dijo: No, por favor,
déjame como estoy.
El 2 de noviembre de de 1980 se desplomó en el baño. Me
llamaron de inmediato (yo vivía ya en mi propio departamento) y fui yo la
encargada de acompañarlo en la ambulancia al Centro Médico. Había tenido un
infarto; luego le vinieron otros dos y no fue posible conservarle le vida. Fue
una pérdida enorme para todos sus hijos porque a medida que pasaron los años y
que comprendimos muchas cosas que habían ocurrido en la familia, se pudo lograr
una armonía y alcanzar el perdón.
Ahora lo recuerdo cuando llegaba cansado de buscar clientes
para seguros de vida (tomaba siempre el metro o el camión), se preparaba un
café y se recostaba para recuperar las fuerzas. Pero siempre nos mostró a todos
sus hijos un gran cariño y si no podía ayudarnos con dinero lo hacía de otra
manera: comprar el pan favorito de alguno de nosotros, calentar el agua para el
café, ayudarme a lavar los platos después de las comidas dominicales cuando mis
hermanos rápidamente se escabullían.
Hoy, a tantos años de distancia de su fallecimiento, y con
el conocimiento que tengo de la vida, puedo decir que fue un buen hombre.
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