lunes, 8 de mayo de 2017

Recuerdo de un bibliotecario afable e inolvidable

DON CRESCENCIO, UN BIBLIOTECARIO INOLVIDABLE


Afable, solícito, atento, don Crescencio se desempeñaba como bibliotecario de la Casa de la Cultura, cargo que ocupó durante varios años. Sin embargo, era, ante todo, poeta y compositor. Escribía canciones románticas y candorosas, como reflejo de su alma generosa y buena. Parecía no querer darse cuenta de que el mundo contemporáneo está lleno de violencia, drogas, inseguridad, robo, fraude y corrupción; a todo esto, él oponía la bondad, la ternura, el afecto.

Dedicaba sus ratos libres y sus noches a la creación literaria y a practicar la mandolina, instrumento con el que se acompañaba para interpretar sus melodías. Pero siempre tenía tiempo para opinar sobre un texto ajeno, ayudar a encontrar el vocablo preciso para un verso o auxiliar a quienes tímidamente daban sus primeros pasos en el campo de la literatura. Recuerdo la sonrisa que iluminaba su rostro y su enorme satisfacción cuando, con mucho orgullo, un mediodía me mostró los certificados de sus obras tramitados ante la Dirección de Derechos de Autor por la Sociedad de Escritores de México. ¡No cabía en sí de gusto¡

Don Crescencio estaba siempre bien provisto de papeles y lápices para ocupar, por las tardes, a los niños que acudían a la biblioteca mientras las niñas asistían a clase de danza, gimnasia o baile. Con amable sonrisa e infinita paciencia, don Crescencio aprovechada esos ratos para encaminar a sus visitantes hacia el mundo de las letras. Me tocó verlo, además, colaborar con alumnos de secundaria o preparatoria para encontrar las respuestas en los volúmenes de consulta o entender las preguntas de cuestionarios que debían ser resueltos para aprobar un  examen. Sin perder la paciencia ni la sonrisa, el bibliotecario extendía su mano proporcionando lo que se necesitaba en el momento.

Una tarde me dio un paseo por el espacio sideral cuando me leyó su obra Los planetas, acompañada, naturalmente, de una canción. Concebida para enseñar divirtiendo, es, sin embargo, un texto complejo: don Crescencio tuvo que estudiar para no citar datos erróneos. Al concluir la lectura, lamenté carecer de recursos para editar el texto, enriquecido con dibujos o ilustraciones y con la correspondiente cinta musical. En mi opinión, es una de sus mejores obras de carácter didáctico.

El autor de A cielo abierto se entregaba de tiempo en tiempo a la tarea de encuadernar sus propios materiales. Los escribía con estupenda caligrafía, los fotocopiaba, los recortaba al tamaño adecuado y los colocaba en la prensa, con sus pastas. Después, ¡listos para la venta! Pero también estaba dispuesto a darles una apariencia decente a los maltrechos volúmenes con que, de tanto en tanto, aparecíamos José Solórzano o yo misma. Recibía gustoso cualquier material de lectura, revista o periódico atrasado que uno le llevara. En sus manos, los viejos periódicos se convertían en el número del día haciendo realidad lo que narra Cortázar en su Un diario es un diario. Alguna vez me dijo satisfecho: “Ya van cinco personas que han leído la revista”.

Amaba a Durango entrañablemente y escribió varios largos poemas –quizá demasiado largos porque pierden efectividad- para cantar el cielo, las iglesias, las palomas, el Parque Guadiana, las montañas. Ningún espacio escapó a sus ojos de poeta. Busco siempre nuevas combinaciones métricas y día tras día encontró tiempo para la música y la poesía.

Un día me confesó con tristeza, mientras me pedía mi opinión sobre su último texto, que su amor por el arte no había hallado eco en su esposa, quien, en lugar de estimularlo, lo denostaba. Tal vez ocurrió así porque no fue un escritor que  buscara renombre y su callada labor no le trajo holgura económica ni ningún otro beneficio.

Se trasladaba de un lado a otro en bicicleta (hoy estaría completamente de moda) y lo mismo lo veía uno pedaleando con fuerza por las empinadas calles de Urrea que saboreando un paisaje de las Alamedas o evitando la colisión con frenéticos automovilistas por el Centro Histórico.


Don Crescencio creó en la biblioteca un refugio para muchos de nosotros. Era el espacio ideal  para el diálogo, la comunicación, el intercambio de puntos de vista. Nos hizo sentir una familia. Empezamos a extrañarlo desde que las puertas se cerraron debido a su enfermedad. A pesar de su ausencia física, conservaré siempre en la memoria su mano tendida y su tono afectuoso diciendo “!Bienvenida¡”

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